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      —¿Qué tenemos hoy para comer, señora Guse?

      —¿Otra vez quieres enterarte?

      Nos reímos. La señora Guse se muestra maliciosa, yo inquisitiva e impaciente. Con la señora Guse se puede bromear.

      —Hoy hay para… voy a hacer… lo recojo… después enseguida, en cuanto esté lista, lo recojo… medio pollo.

      Se expresa con mucha gracia, con ingenio. Seguramente la señora Guse fue en el pasado una buena cocinera, ahora, tengo la impresión de que su menú va oscilando entre el kebab, el pollo y la comida china. Los fines de semana sin embargo se dedica a cocinar como una perfecta ama de casa. ¿Qué cocina? Filetes de Sajonia. En casa de la señora Guse todos los domingos se comen filetes de Sajonia. ¿Cómo los prepara? Con patatas y chucrut. ¿Y la carne? Enseguida viene, este es mi momento favorito de toda la sesión.

      —Con la cortadora del pan corto en filetes la carne de Sajonia y entonces la corto con la cortadora del pan, la carne de Sajonia la corto en buenos filetes con la cortadora del pan, sí, créeme, corto con la cortadora del pan.

      —¡Con la cortadora del pan! —exclamo entusiasmada, me quedo sin palabras y no quepo en mí del asombro.

      —Sí —dice—. Con la cortadora del pan.

      Mientras elogiamos la técnica de la señora Guse para cortar los filetes de Sajonia, con la toalla le limpio los restos del talón, que son suaves como el culo de un bebé. Puede elegir crema, ¿prefiere la de rosas o la de lavanda o quizá la de propóleos? Pero la señora Guse no prefiere ninguna, confía en mí y quiere que todo sea como siempre. Presiono el dispensador, que salpica sobre mi mano, y empiezo a trabajar sobre los pies, primero el izquierdo, después el derecho. Ella observa mi quehacer con interés y en silencio, pues yo le hago cosas que antes nadie le había hecho. Le acaricio el empeine, voy movilizando una por una las articulaciones metatarsofalángicas, dibujo círculos alrededor del maléolo, extiendo el tendón de Aquiles, froto las plantas de los pies con el puño, estiro el antepié.

      —Has vuelto a hacer un buen trabajo.

      Contemplamos mi labor acabada. La señora Guse tiene ochenta y cinco años, y ahora sus pies, tras el tratamiento, son la parte más joven de todo su cuerpo.

      Me quito los guantes y vuelvo a bajar el trono al nivel del suelo, meto hacia dentro los reposapiés, doblo la toalla, ayudo a la señora Guse a ponerse los calcetines y los zapatos.

      La señora Guse pierde el equilibrio momentáneamente al ponerse de pie, pero se agarra con fuera al reposabrazos y se estabiliza ya erguida. Coge la bolsa de la compra, arroja dentro la toalla y, oscilándola, abandona la habitación.

      —¡Tendré que pagar! —grita la señora Guse.

      Corro hacia detrás del mostrador. La señora Guse es muy apurada para pagar. No puede esperar ni un segundo. Al contrario que el hombre moderno que se carga de créditos, cuotas, pagos a plazos, la señora Guse no aguanta deber nada ni arrastrar deudas. Se siente mejor una vez ha logrado pagar, a veces incluso consigue pagar a la menor oportunidad, aunque el trabajo no esté todavía terminado. De hecho, ya tiene pagado su entierro. Saca su monedero con un orgullo infantil. Le cobro veintidós euros.

      EL SEÑOR PAULKE

      Cuando empecé a trabajar en el salón de cosmética, el señor Paulke fue uno de mis primeros clientes. Durante el primer tratamiento, me preguntó entre risas: «¿No sabe usted dónde se ha metido?, en mitad de la mierda de Berlín, antes todo esto no eran más que campos de aguas residuales y luego lo llenaron de rascacielos. Y si rascas un poco en la tierra, todavía notarás el hedor».

      El señor Paulke fue uno de los primeros propietarios, vive aquí desde 1983, un oriundo de Marzahn, un proletario, ahora es un anciano que se enfrenta a las miserias y los achaques de la vejez conservándose medio bien, contando chistes sarcásticos y con humildad. El señor Paulke sencillamente no se toma a sí mismo demasiado en serio. En su rostro predomina una especie de desorden asimétrico: ojos entrecerrados, verrugas, manchas de la edad, una dentadura postiza ladeada y destartalada; una mezcolanza hecha de diferentes edades. Tiene las rodillas por completo echadas a perder. Artrosis.

      El primer contacto con sus pies, cuando los metió en el agua y yo se los lavé, me produjo confusión. Pronto empezaron a gustarme. Tenía los contornos inflamados, la piel anaranjada y cubierta de escamas, surcada por miríadas de venillas azul lila confusamente entreveradas. Parecían piedras erosionadas.

      El señor Paulke trabajó para Autotrans, la empresa de transporte más grande de la RDA. Se ha pasado toda su vida arrastrando armarios, frigoríficos, pianos. No solo se encargaba de la mudanza completa de particulares, sino que ha trasladado también negocios completos, ha acompañado al extranjero a orquestas que tocaban como invitadas. Aquello, contaba el señor Paulke, sí era bonito. De vez en cuando él y sus compañeros disfrutaban gratis de los conciertos, antes de volver a cargar con todo, meterlo en los camiones y volverse a casa. Cuando el señor Paulke ya no pudo cargar con más peso, fue transferido a la oficina de atención al cliente, al servicio de inspección, a preparativos preliminares y a previsiones. También esto acabó convirtiéndose en una tarea demasiado pesada y fue retirado de ella. El señor Paulke aceptó las pérdidas financieras y se prejubiló con cincuenta y siete años. El año 1989 trajo consigo, además de la caída del muro, un cáncer en los ganglios linfáticos en la parte inferior de su mandíbula derecha. Fue operado y tratado con radioterapia.

      Cuando consiguieron controlar el cáncer, el señor y la señora Paulke comenzaron a viajar, dos veces al año, y el señor Paulke, en retrospectiva, comentaba: «Aquello estuvo bien, cómo lo disfrutamos». Lo mismo hablaba sobre los fiordos de Noruega que sobre las palmeras del Ticino o sobre los pubs de Dublín. Cuando yo conocí al señor Paulke, los viajes habían quedado ya muy atrás. Su radio de movimiento se había ido reduciendo paulatinamente.

      Cada vez que veía al señor Paulke, venía con un achaque nuevo. En cierta ocasión me contó que por su lado derecho le habían metido «una especie de manguera desde el cuello hasta la ingle que servía para regular no sé qué cosa y que tenía que ser reajustada de vez en cuando». Él no lo sabía con exactitud, pero confiaba en los médicos. Cada vez que iba a la consulta del médico, la señora Paulke tenía que solicitar telefónicamente transporte de ambulancia, con frecuencia iba al hospital de traumatología Berlín-Marzahn, al «UKB»,1 decía, y a veces por descuido lo cambiaba por «UKV». Solamente la fisioterapeuta venía a casa, dos veces a la semana, veinte minutos. «Bajábamos y subíamos juntos las escaleras, tenía que doblar las rodillas, tumbarme bocarriba y pedalear con las piernas». A mí me sorprendían tales ejercicios. «Sí, sí —afirmaba el señor Paulke, no sin cierto orgullo— todo eso hacía».

      Cuando el cáncer de su mandíbula remitió hace año y medio, el señor Paulke me contó lo de su siguiente operación en el UKB. «¿Tiene miedo?», le pregunté, mientras acondicionaba sus pies para la hospitalización. El señor Paulke se quedó pensando un momento. «Pues si sale bien, no hay problema, y si no sale bien… pues nada».

      Seis semanas después, allí estaba otra vez en la puerta, escrupulosamente puntual, había perdido algo de peso. «La comida era una mierda, he estado tres semanas a base de sopa, he perdido diez kilos. Lo que sí han crecido son las uñas de los pies». Sus dedos se contrajeron cuando retiré las cutículas superficiales. «¿Le hago cosquillas?», pregunté riendo, «tanto mejor», se rio el señor Paulke, «eso significa que todavía queda algo de vida por ahí abajo».

      En septiembre de 2016 el señor Paulke llegó sin dientes, le faltaba toda la fila de arriba. Allí donde debían estar los incisivos, se veían unos muñones de color oro oscuro. El postizo provisional, me explicó, no lo usaba porque le molestaba. «No puedo comer ni plátanos, se desparrama todo por la falta de presión».

      Cada vez que yo me reía de sus dichos, pergeñados a su manera, asomaba a su rostro un mohín casi imperceptible, una mezcla de incredulidad, orgullo y timidez. Había perdido la costumbre de que alguien

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