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ribera, que rompía la corriente, el marino y su compañero pusieron trozos de madera bastante gruesos que ataron con bejucos secos, formando una especie de balsa, sobre la cual apilaron toda la leña que habían recogido, o sea la carga de veinte hombres por lo menos. En una hora el trabajo estuvo acabado, y la almadía quedó amarrada a la orilla hasta que bajara la marea.

      Faltaban unas horas y, de común acuerdo, Pencroff y Harbert decidieron subir a la meseta superior, para examinar la comarca en un radio más extenso.

      Precisamente a doscientos pasos detrás del ángulo formado por la ribera, la muralla, terminada por un grupo de rocas, venía a morir en pendiente suave sobre la linde del bosque. Parecía una escalera natural. Harbert y el marino empezaron su ascensión y, gracias al vigor de sus piernas, llegaron a la punta en pocos instantes, y se apostaron en el ángulo que formaba sobre la desembocadura del río.

      Cuando llegaron, su primera mirada fue para aquel océano que acababan de atravesar en tan terribles condiciones. Observaron con emoción la parte norte de la costa, sobre la que se había producido la catástrofe. Era donde Ciro Smith había desaparecido.

      Buscaron con la mirada algún resto del globo al que hubiera podido asirse un hombre, pero nada flotaba. El mar no era más que un vasto desierto de agua. La costa también estaba desierta. No se veía ni al corresponsal ni a Nab. Era posible que en aquel momento los dos estuvieran tan distantes, que no se les pudiera distinguir.

      —Algo me dice —exclamó Harbert—que un hombre tan enérgico como el señor Ciro no ha podido ahogarse. Debe estar esperando en algún punto de la costa. ¿No es así, Pencroff?

      El marino sacudió tristemente la cabeza. No esperaba volver a ver a Ciro Smith; pero, queriendo dejar alguna esperanza a Harbert, contestó:

      —Sin duda alguna nuestro ingeniero es hombre capaz de salvarse donde otro perecería. Entretanto observaba la costa con extrema atención. Bajo su mirada se desplegaba la arena, limitada en la derecha de la desembocadura por líneas de rompientes. Aquellas rocas, aún emergidas, parecían dos grupos de anfibios acostados en la resaca. Más allá de la zona de escollos, el mar brillaba bajo los rayos del sol. En el sur, un punto cerraba el horizonte, y no se podía distinguir si la tierra se prolongaba en aquella dirección o si se orientaba al sudeste y sudoeste, lo que hubiera dado a la costa la forma de una península muy prolongada. Al extremo septentrional de la bahía continuaba el litoral dibujándose a gran distancia, siguiendo una línea más curva. Allí la playa era baja, sin acantilados, con largos bancos de arena, que el reflujo dejaba al descubierto.

      Pencroff y Harbert se volvieron entonces hacia el oeste, pero una montaña de cima nevada, que se elevaba a una distancia de seis o siete millas, detuvo su mirada. Desde sus primeras rampas hasta dos millas de la costa verdeaban masas de bosques formados por grupos de árboles de hojas perennes. A la izquierda brillaban las aguas del riachuelo, a través de algunos claros, y parecía que su curso, bastante sinuoso, le llevaba hacia los contrafuertes de las montañas, entre los cuales debía de tener su origen. En el punto donde el marino había dejado su carga comenzaba a correr entre las dos altas murallas de granito; pero, si en la orilla izquierda las paredes estaban unidas y abruptas, en la derecha, al contrario, bajaban poco a poco, las macizas rocas se cambiaban en bloques aislados, los bloques en guijarros y los guijarros en grava, hasta el extremo de la playa.

      —¿Estamos en una isla? —murmuró el marino.

      —En ese caso, sería muy vasta —respondió el muchacho.

      —Una isla, por vasta que sea, siempre será una isla —dijo Pencroff.

      Pero esta importante cuestión no podía aún ser resuelta. Era preciso aplazar la solución para otro momento. En cuanto a la tierra, isla o continente, parecía fértil, agradable en sus aspectos, variada en sus productos.

      —Es una dicha —observó Pencroff—y, en medio de nuestra desgracia, tenemos que dar gracias a la Providencia.

      —¡Dios sea loado! —respondió Harbert, cuyo piadoso corazón estaba lleno de reconocimiento hacia el Autor de todas las cosas.

      Durante mucho tiempo Pencroff y Harbert examinaron aquella comarca sobre la que los había arrojado el destino, pero era difícil imaginar, después de tan superficial inspección, lo que les reservaba el porvenir.

      Después volvieron, siguiendo la cresta meridional de la meseta de granito, contorneada por un largo festón de rocas caprichosas, que tomaban las formas más extrañas. Allí vivían algunos centenares de aves que anidaban en los agujeros de la piedra. Harbert, saltando sobre las rocas, hizo huir una bandada.

      ¡Ah! —exclamó—, ¡no son ni goslands, ni gaviotas!

      —¿Qué clase de pájaros son, entonces? —preguntó Pencroff—¡Aseguraría que son palomas!

      —En efecto, pero son palomas torcaces o de roca —respondió Harbert—. Las conozco por la doble raya negra de su ala, por su cuerpo blanco y por sus plumas azules cenicientas. Ahora bien, si la paloma de roca es buena para comer, sus huevos deben ser excelentes, y por pocos que hayan dejado en sus nidos...

      —¡No les daremos tiempo a abrirse sino en forma de tortilla! —contestó alegremente Pencroff.

      —Pero ¿dónde harás tu tortilla? —preguntó Harbert—. ¿En un sombrero?

      —¡Bah! —contestó el marino—, no soy un brujo para esto. Nos contentaremos con comerlos pasados por agua y yo me encargaré de los más duros.

      Pencroff y el joven examinaron con atención las hendiduras del granito, y encontraron, en efecto, huevos en algunas. Recogieron varias docenas, que pusieron en el pañuelo del marino, y, acercándose el momento de la pleamar, Harbert y Pencroff empezaron a descender hacia el río.

      Cuando llegaron al recodo, era la una de la tarde. El reflujo había empezado ya y había que aprovecharlo para llevar la leña a la desembocadura. Pencroff no tenía intención de dejarlo ir por la corriente sin dirección, ni embarcarse para dirigirlo. Pero un marino siempre vence los obstáculos cuando se trata de cables o de cuerdas, y Pencroff trenzó rápidamente una cuerda larga con bejucos secos. Ataron aquel cable vegetal al extremo de la balsa y, teniendo el marino una punta en la mano, Harbert empujaba la carga con la larga percha, manteniéndola en la corriente.

      El procedimiento dio el resultado apetecido. La enorme carga de madera, que el marino detenía marchando por la orilla, siguió la corriente del agua.

      La orilla era muy suave, por lo que era difícil encallar. Antes de dos horas, llegó la embarcación a unos pasos de las Chimeneas.

      Una cerilla les abre nuevas ilusiones

      El primer cuidado de Pencroff, después que la pila de leña estuvo descargada, fue hacer las Chimeneas habitables, obstruyendo los corredores a través de los cuales se establecía la corriente de aire. Arenas, piedras, ramas entrelazadas y barro cerraron herméticamente las galerías abiertas a los vientos del sur, aislando el anillo superior. Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abría en la parte lateral, fue dejado abierto, para conducir el humo fuera y que tuviese tiro la lumbre. Las Chimeneas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si puede darse este nombre a cuevas sombrías, con las que una fiera apenas se habría contentado.

      Pero allí no había humedad y un hombre podía mantenerse en pie, al menos en el cuarto del centro. Una arena fina cubría el suelo y podía servir perfectamente aquel asilo mientras se encontraba otro mejor.

      Durante la tarea, Harbert y Pencroff hablaban:

      —Quizá —decía el muchacho-nuestros compañeros habrían encontrado mejor instalación que la nuestra.

      —¡Es posible —contestó el marino—, pero, en la duda, no te abstengas! ¡Más vale una cuerda más en tu arco que no tener ninguna!

      —¡Ah! —prosiguió Harbert—, si traen a Smith, si lo encuentran, no me importa lo demás, y

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