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mucho que desear.

      —Cierto, Pencroff —contestó el corresponsal—, pero eso sólo depende de usted. Proporciónenos hierro para los cañones, acero para las baterías, salitre, carbón y azufre para la pólvora, mercurio y ácido azótico para el fulminante y plomo para los balas, y creo yo que Ciro nos hará fusiles de primera clase.

      —¡Oh! —dijo el ingeniero—, todas estas sustancias se podrían encontrar sin duda en la isla; pero un arma de fuego es un instrumento delicado para el que se necesitan herramientas de gran precisión. En fin, veremos más adelante.

      —¡Qué lástima —exclamó Pencroff—que hayamos tenido que arrojar al mar todas las armas que llevaba la barquilla y todos los utensilios y hasta las navajas de los bolsillos!

      —Si no los hubiéramos arrojado, Pencroff, seríamos nosotros los que habríamos ido al fondo del mar —dijo Harbert.

      —Es verdad, muchacho —contestó el marino. Después, pasando a otra idea, añadió:

      —Pero, ahora que pienso en ello, ¿qué dirían Jonatán, Forster y sus compañeros cuando vieron a la mañana siguiente la plaza vacía por haber volado su máquina?

      —Lo que menos me importa es saber lo que han podido pensar esos señores —dijo el corresponsal.

      —Pues yo fui el que tuvo la idea —repuso Pencroff satisfecho.

      —¡Magnífica idea, Pencroff! —añadió Gedeón Spilett—. ¡Sin ella, no estaríamos donde estamos!

      —Prefiero estar aquí que en manos de los sudistas —exclamó el Americano—, sobre todo habiendo el señor Ciro tenido la bondad de acompañarnos.

      —Y yo también lo prefiero —dijo el corresponsal—. Por lo demás, ¿qué nos falta? Nada.

      —Nada, excepto... todo —replicó Pencroff, soltanto una carcajada—. Pero un día u otro ya encontraremos el medio de salir de aquí.

      —Y más pronto quizá de lo que ustedes imaginan —dijo entonces el ingeniero—, si la isla de Lincoln está situada a una distancia media de algún archipiélago habitado o de algún continente, cosa que sabremos antes de una hora. No tengo mapa del Pacífico, pero mi memoria ha conservado un recuerdo bastante claro de su parte meridional. La latitud que he obtenido ayer pone a la isla de Lincoln entre Nueva Zelanda, al oeste, y la costa de Chile, al este; pero entre estas dos tierras la distancia es de 6.000 millas. Falta, pues, determinar qué punto ocupa la isla en este gran espacio de mar, y esto es lo que nos dirá dentro de poco la longitud, según espero, con bastante aproximación.

      —¿No es el archipiélago de las Pomotu el más próximo a nosotros en latitud? —preguntó Harbert.

      —Sí —contestó el ingeniero—, pero la distancia que de él nos separa es mayor de 1.200 millas.

      —¿Y por allí? —dijo Nab, que seguía la conversación con gran interés y cuya mano indicaba la dirección del sur.

      —Por allí, nada —contestó Pencroff.

      —Nada, en efecto —añadió el ingeniero.

      —Dígame usted, Ciro —preguntó el corresponsal—, ¿y si la isla de Lincoln se encuentra nada más a 200 o a 300 millas de Nueva Zelanda o Chile?

      —Entonces —contestó el ingeniero—, en vez de hacer una casa, haremos un buque y el capitán Pencroff se encargará de dirigirlo.

      —¡Claro que sí, señor Ciro! —exclamó el marino—; estoy preparado a hacerme capitán tan pronto como usted haya encontrado el medio de construir una embarcación capaz de navegar por alta mar.

      —La construiremos, si es necesario —contestó Ciro Smith.

      Mientras hablaban aquellos hombres, que verdaderamente no dudaban de nada, se acercaba la hora de la observación. ¿Cómo se compondría Ciro Smith para averiguar el paso del sol por el meridiano de la isla sin ningún instrumento? Era este el problema que Harbert no podía resolver.

      Los observadores se hallaban entonces a una distancia de seis millas de las Chimeneas, no lejos de aquella parte de las dunas en que habían encontrado al ingeniero, después de su enigmática salvación. Hicieron alto en aquel sitio y lo prepararon todo para el almuerzo, porque eran las once y media. Harbert fue a buscar agua dulce al arroyo que corría allí cerca y la trajo en un cántaro del que Nab se había provisto.

      Durante aquellos preparativos Ciro Smith lo dispuso todo para su observación astronómica. Eligió en la playa un sitio despejado, que el mar, al retirarse, había nivelado perfectamente. Aquella capa de arena muy fina estaba tersa como un espejo, sin que un grano sobresaliese entre los demás. Poco importaba, por otra parte, que fuese horizontal o no, ni tampoco que la varita que Ciro plantó en ella se levantase perpendicularmente. Por el contrario, el ingeniero la inclinó hacia el sur, es decir, del lado opuesto al sol, porque no debe olvidarse que los colonos de la isla de Lincoln, por lo mismo que la isla estaba situada en el hemisferio austral, veían el astro radiante describir su arco diurno por encima del horizonte del norte y no por encima del horizonte del sur.

      Harbert comprendió entonces el procedimiento que iba a emplear el ingeniero para averiguar la culminación del sol, es decir, su paso por el meridiano de la isla o, en otros términos, el mediodía del lugar. Se valdría de la sombra proyectada sobre la arena por la vara plantada en ella; medio que, a falta de instrumento, le daría una aproximación conveniente para el resultado que quería obtener.

      En efecto, cuando aquella sombra llegase al mínimun de su longitud, sería el mediodía preciso, y bastaría seguir el extremo de aquella sombra para reconocer el instante en que, después de haber disminuido sucesivamente, comenzara a prolongarse. Inclinando la vara del lado opuesto al sol, Ciro Smith alargaba la sombra, y por consiguiente, sus modificaciones serían más fáciles de observar. En efecto, cuanto mayor es la aguja de un cuadrante, mejor puede seguirse el movimiento de su punta. La sombra de la vara no era, en efecto, más que la aguja de un cuadrante.

      Cuando creyó llegado el momento, Smith se arrodilló sobre la arena, y por medio de jalones de madera que fijaba en ella, comenzó a apuntar la disminución sucesiva de la sombra de la varita. Sus compañeros, inclinados sobre él, seguían la operación con gran interés.

      El corresponsal tenía su cronómetro en la mano, pronto a decir la hora que marcase, cuando la sombra llegase al mínimun de longitud. Además, como Ciro Smith operaba el 16 de abril, día en el cual se confunden el tiempo medio y el tiempo verdadero, la hora dada por Gedeón Spilett sería la hora verdadera de Washington en aquel momento, lo cual simplificaría el cálculo.

      El sol se inclinaba lentamente; la sombra de la vara iba disminuyendo poco a poco y, cuando pareció a Ciro Smith que comenzaba a aumentar, preguntó:

      —¿Qué hora es?

      —Las cinco y un minuto —contestó inmediatamente Spilett.

      No había más que anotar con números la operación, cosa facilísima, como se ve: había cinco horas de diferencia, en números redondos, entre Washington y la isla de Lincoln, es decir, que eran las doce en punto en la isla de Lincoln cuando eran las cinco de la tarde en Washington. Ahora bien, el sol, en su movimiento aparente alrededor de la tierra, recorre un grado cada cuatro minutos, o sea quince grados por hora; quince grados multiplicados por cinco horas daban 75 grados.

      Así, pues, estando Washington a los 77° 3’ 11” o digamos a los 77° del meridiano de Greenwich, que los norteamericanos, lo mismo que los ingleses, toman por punto de partida de las longitudes, se concluía que la isla estaba situada a los 77° más 750 al oeste del meridiano de Greenwich, es decir, hacia los 152° de longitud oeste.

      Ciro Smith anunció este resultado a sus compañeros y, teniendo en cuenta los errores de observación como los había tenido respecto de la latitud, creyó poder afirmar que la isla de Lincoln debía estar entre el

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