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      —Sin duda.

      —Pues bien, consérvelo así. Conténtese usted con darle cuerda, pero no toque las agujas. Esto nos podrá servir.

      “¿Para qué?”, pensó el marino.

      Almorzaron con tanto apetito, que la reserva de caza y de piñones quedó totalmente agotada. Pero Pencroff no se inquietó por eso; ya se abastecerían por el camino. Top, cuya parte de alimento había sido muy escasa, sabría encontrar caza entre los matorrales. Además, el marino pensaba pedir sencillamente al ingeniero que fabricase pólvora y uno o dos fusiles de caza, en lo cual no creía que tuviera dificultad.

      Al bajar de las mesetas, Ciro Smith propuso a sus compañeros que tomaran un nuevo camino para volver a las Chimeneas. Deseaba conocer el lago Grant, tan magníficamente encuadrado entre festones de árboles. Siguieron la cresta de uno de los contrafuertes, entre los cuales el creek, que alimentaba, tomaba probablemente su fuente. Al hablar, los colonos no empleaban más que los nombres propios que acababan de escoger, y esto facilitaba singularmente el cambio de sus ideas. Harbert y Pencroff, uno joven y otro algo niño, estaban encantados y, mientras andaban, el marino decía:

      —¡Harbert, esto marcha! Es imposible que nos perdamos, porque, aunque tomemos el camino del lago Grant, aunque tomemos el río Merced a través del bosque de Far-West, llegaremos necesariamente a la meseta de la Gran Vista, y, por consiguiente, a la bahía de la Unión.

      Se había convenido en que, sin formar un grupo compacto, los colonos no se apartarían demasiado los unos de los otros, porque sin duda algunos animales peligrosos habitaban aquellos espesos bosques de la isla, y era prudente andar con tiento.

      Generalmente Pencroff, Harbert y Nab marchaban en cabeza, precedidos de Top, que registraba los menores rincones. El corresponsal y el ingeniero iban juntos: Gedeón Spilett, pronto a anotar cualquier incidente, y el ingeniero, silencioso la mayor parte del tiempo, y sin apartarse del camino más que para recoger un mineral, un vegetal que ponía en su bolsillo sin hacer ninguna reflexión.

      —¿Qué diablo recogerá? —murmuraba Pencroff—. Por más que miro, no veo nada que valga la pena de agacharse.

      Hacia las diez, la pequeña tropa descendía las últimas rampas del monte Franklin. El suelo no estaba sembrado más que de matorrales y de raros árboles.

      Caminaban sobre una tierra amarilla y calcinada que formaba una llanura de una milla de extensión, que precedía al lindero del bosque.

      Grandes trozos de basalto, que, según las experiencias de Bischof, ha necesitado para enfriarse trescientos cincuenta millones de años, cubrían la llanura, muy quebrada en ciertos sitios. Sin embargo, no había señales de lavas, las cuales se habían extendido por las laderas septentrionales.

      Ciro Smith creía, pues, alcanzar sin incidente el curso del arroyo que, según él, debía correr entre los árboles por la línea de la llanura, cuando vio ir hacia él precipitadamente a Harbert, mientras que Nab y el marino se escondían detrás de las rocas.

      —¿Qué ocurre, amigo mío? —preguntó Gedeón Spilett.

      —Una humareda —contestó Harbert—. Hemos visto una humareda elevarse entre las rocas, a cien pasos de nosotros.

      —¿Hombres en estos parajes? —exclamó el periodista.

      —Evitemos que nos vean antes de saber quiénes son —contestó Ciro Smith—. Si hay indígenas en esta isla, más bien los temo que los deseo. ¿Dónde está Top?

      —Top va delante.

      —¿Y no ladra?

      —No.

      —Es raro. Sin embargo, trataremos de llamarlo.

      En algunos instantes el ingeniero, Gedeón Spilett y Harbert se habían reunido con sus dos compañeros, y, como ellos, se ocultaron detrás de los trozos de basalto. Top, llamado por un ligero silbido de su dueño, volvió, y este, haciendo signo a sus compañeros de que esperasen, se deslizó entre las rocas.

      Los colonos, inmóviles, esperaban con cierta ansiedad el resultado de aquella exploración, cuando les llamó Ciro Smith. Llegaron y les chocó desde luego el olor desagradable que impregnaba la atmósfera.

      Aquel olor, cuya causa podía conocerse fácilmente, había bastado al ingeniero para adivinar de dónde provenía aquella humareda, que al principio le había alarmado.

      —Este fuego —dijo—, o mejor dicho esta humareda, proviene de la naturaleza. No hay más que una fuente sulfurosa, que nos permitirá curar eficazmente nuestras laringitis.

      —¡Vaya! —exclamó Pencroff—. ¡Qué desgracia que yo no esté resfriado!

      Los colonos se dirigieron hacia el sitio de donde salía el humo, y allí vieron una fuente sulfurosa sódica, que corría con bastante abundancia entre las rocas y cuyas aguas despedían un fuerte olor a ácido sulfhídrico, después de haber absorbido el oxígeno del aire.

      Smith metió la mano en el agua y la encontró untuosa al tacto; la probó y encomió su, sabor algo azucarado; y en cuanto a su temperatura, la calculó en 95o Fahrenheit (35o centígrados sobre cero). Le preguntó Harbert en qué basaba aquel cálculo y el ingeniero respondió:

      —Sencillamente, en que metiendo la mano en esa agua no he experimentado sensación de frío ni de calor; luego está a la misma temperatura que el cuerpo humano, que es aproximadamente de 95° Fahrenheit.

      No ofreciendo la fuente sulfurosa ninguna utilidad inmediata, los colonos se dirigieron hacia la espesura del bosque, que estaba a unos centenares de pasos.

      Allí, según habían presumido, el arroyo paseaba sus aguas vivas y límpidas entre altas orillas de tierra rojiza, color que denunciaba la presencia del óxido de hierro. Este color hizo que se diera inmediatamente a la corriente de agua el nombre de arroyo Rojo.

      No era más que un arroyuelo profundo y claro, formado por las aguas de la montaña, mitad río y mitad corriente, que aquí corría pacíficamente por la arena y murmurando sobre las puntas de las rocas, o precipitándose en cascada proseguía su curso hasta el lago en una longitud de milla y media, y en una anchura que variaba de 30 a 40 pies.

      Sus aguas eran dulces, lo que hacía suponer que las del lago lo fueran también, circunstancia feliz para el caso de que en sus inmediaciones se encontrase un sitio más a propósito para habitar que las Chimeneas.

      En cuanto a los árboles que, algunos centenares de pasos más allá, sombreaban las orillas del arroyo, pertenecían la mayor parte a las especies que abundan en las zonas templadas de Australia o de Tasmania, y no a las de las coníferas que erizaban la parte de la isla ya explorada a algunas millas de la meseta de la Gran Vista.

      En aquella época del año, es decir a primeros de abril, que en aquel hemisferio corresponde al mes de octubre, en los comienzos del otoño, todavía conservaban las hojas. Eran especialmente casuarinas y eucaliptos; algunos proporcionarían en la primavera próxima un maná azucarado, análogo al maná de Oriente. En los claros, revestidos de ese césped llamado tusac en Nueva Holanda, se veían grupos de cedros australianos; pero no parecía existir en la isla, cuya latitud sin duda era demasiado baja, el cocotero, que tanto abunda en los archipiélagos del Pacífico.

      —¡Qué lástima! —exclamó Harbert—. ¡Un árbol tan útil y que da tan hermosas nueces!

      En cuanto a las aves, pululaban entre las ramas delgadas de los eucaliptos y las casuarinas, que no molestaban el despliegue de sus alas, las cacatúas negras, blancas o grises, loros y papagayos de plumaje matizado y de todos los colores, reyezuelos de verde brillante y coronados de rojo, y lorís azules, que parecían no dejarse ver sino a través de un prisma y revoloteaban dando gritos ensordecedores.

      De pronto resonó en medio de la espesura un extraño concierto de voces discordantes. Los colonos oyeron sucesivamente el canto

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