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me tocó a mí, Minos me miró fijamente, sacudió la enorme y cornuda cabeza y bramó:

      —¿¡Qué!? ¿¡Sigues vivo!? ¿Qué haces tú aquí? El Infierno tiene forma de embudo y, como ahora ves la parte más ancha, te impresiona, pero te lo advierto: cuanto más desciendas, más se estrechará y más empeorarán los castigos. No sé si has venido solo o si te han enviado, pero te doy un consejo: ¡vigila cómo entras y de quién te fías!

      Y Virgilio, para evitar más discusiones, le replicó:

      ¿Por qué le gritas tanto?

      No le entorpezcas su fatal camino;

      así se quiso allí donde se puede

      lo que se quiere, y más no me preguntes.

      Francesca de Rímini

      —Maestro...

      —Dime.

      —Me gustaría...

      —¿Por qué no hablas claro?

      —Maestro... Es que verás, el hecho de que me puedas leer la mente me bloquea de vez en cuando...

      —¿Por qué?

      —Porque... ¿de qué sirve hablar entonces si me lees la mente y te antepones a lo que voy a decir?

      —Entiendo tu postura, pero no por ello debes dejar de hablar. Es importante que te expreses.

      —También me ocurre algo más: de vez en cuando, se me pasan por la cabeza ideas que pienso que no te gustarán y entonces no sé qué hacer, porque si las digo, temo ofenderte, y si me las callo, lo mismo me consideras un hipócrita...

      Habíamos llegado al segundo círculo del Infierno, donde cumplían condena los lujuriosos; es decir, los que caían en las pasiones del amor. Aquí, se condena a dichos espíritus, que en vida perdieron la razón y se dejaron llevar por todo tipo de sentimientos profundos, a que los azote continuamente una terrible tempestad infernal. Los contemplé: salían volando por los aires como bandadas de pájaros arrastradas por el viento, y cuando el torbellino los envolvía, gritaban más fuerte y maldecían del dolor. El ambiente del Infierno era oscuro y recargado, y también el horizonte se veía negro, como cuando un temporal arrasa la Tierra. Aun así, en el aire que nos rodeaba me parecía ver una especie de velo rosa que daba un toque de dulzura y ligereza al paisaje.

      —Perdóname, maestro. ¡Estoy confuso y digo tonterías!

      —¡No te preocupes, no hay nada que perdonar! Y no dudes en expresar tus deseos. Entiendo que quieras ser educado, pero te aseguro que mi intención es ayudarte todo lo posible.

      Tenía un estado de ánimo muy particular, sentí que el afecto enardecía mi espíritu hasta tal punto que me preocupaba. Virgilio me infundía respeto, pero no tenía ninguna necesidad de mostrarme especialmente cariñoso con él. Me percaté de que él también estaba un poco sensible, porque a ambos nos costaba hablar y nos comunicábamos más con miradas y gestos que con palabras. Al final, me armé de valor y me dirigí a él:

      —Maestro, me gustaría pedirte algo...

      —¡Habla, Dante! Te ayudaré con mucho gusto.

      —Me encantaría hablar con esos dos espíritus que se abrazan con tanta fuerza por más que el viento los zarandee como a los demás...

      Virgilio miró hacia la fila de los espíritus y los reconoció al instante.

      —Eso está hecho. Cuando el viento los acerque más a nosotros, llámalos y ruégales, en nombre del amor que los mantiene unidos, que te revelen el misterio de su dulce abrazo.

      En cuanto los espíritus se nos aproximaron un poco más, me dirigí a ellos:

      —¡Oh, almas atormentadas, que tenéis la fuerza de permanecer unidas también en el dolor! Nos alegraría mucho, si nada os lo impide, que hablarais con nosotros.

      Entonces rompieron la fila, se dirigieron hacia nosotros volando por el aire como dos palomas movidas por sus deseos y pude verlos mejor. Ella era bellísima, y su rostro, si bien debilitado por la tormenta, resplandecía de vitalidad; sin duda, se trataba del hermoso rostro de una mujer capaz de albergar deseos y emociones intensas. Él también era un hombre apuesto y de aspecto noble.

      De repente, el viento disminuyó su intensidad y la tormenta se aplacó. Todo parecía en calma, como si se tratara de una mañana primaveral dulce y serena.

      —Debes ser una persona muy buena —me dijo la mujer—, si te has parado a hablar con nosotros, que con nuestra sangre teñimos el mundo. Y también muy compasivo si sientes piedad por nuestro destino. Si me fuera posible, rezaría a Dios por tu bienestar. Vamos a aprovechar este momento tan insólito en el que el viento ha calmado su furia.

      Se le iluminó el rostro con una sonrisa. Tomó aire y continuó:

      —La tierra en la que nací se sitúa en la costa donde el río Po descansa tras atravesar buena parte de Italia.

      Ya me estaba acostumbrando a aquella forma de hablar: en el Infierno, nadie se presentaba con su nombre y apellidos, sino que planteaba un acertijo. De todos modos, no tuvo que decir mucho más, porque la reconocí al momento: era la famosa Francesca de Rímini, un personaje célebre porque todas las crónicas de la época se hicieron eco de su historia de amor. Era hija de Guido da Polenta, un noble de Rávena que la obligó a casarse con Gianciotto Malatesta, un hombre deforme, pero rico y señor de Rímini. Aquel matrimonio concertado terminó en tragedia. Francesca confirmó con dulces palabras lo que ya sabía:

      —Mi familia me obligó a casarme con un hombre al que no amaba. Era la costumbre entre las familias poderosas de la época y a mí no me quedó más remedio que obedecer y acatar mi triste destino. Me casé con Gianciotto Malatesta contra mi voluntad, pero te aseguro que sin odio ni rencor, pues él también era víctima de las decisiones de otros. Siempre respeté a mi marido, viví a su lado durante muchos años y le guardé fidelidad. Pero...

      A Francesca se le quebró la voz y bajó la cabeza. Comprendí que le había sucedido algo de lo que temía hablar y que había supuesto un cambio profundo en su vida. Sin embargo, sus ojos, que por un instante rehuyeron pudorosamente los míos, le brillaron de alegría al recordarlo.

      —Oh, Francesca —le dije—. Habla sin temor. ¡El que te escucha sabe cómo debió ser tu vida y podrá entenderte!

      —Entonces... así lo haré —continuó la mujer con gran valor y decisión—. Este hombre que ves a mi lado, Paolo, se enamoró de mí. Yo estaba casada y sabía que, como esposa, mi deber era rechazar todo cortejo, pero no pretendo divagar sobre justicias e injusticias, sino plantearos la siguiente pregunta: ¿os habríais podido negar? Yo jamás había amado a mi marido, y él a mí tampoco. Nunca había conocido el amor verdadero, y el que Paolo me prodigaba no era como los demás, sino tan intenso que solo un alma noble como la suya podía sentirlo así. Cuando se enamoró de mí, Paolo se transformó. Le brillaban los ojos; su rostro reflejaba una felicidad absoluta; su boca lucía la sonrisa más tierna del mundo y su delicado cuerpo se veía atraído hacia el mío por una fuerza misteriosa. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Cómo no iba a corresponder a quien me amaba de esa forma? El amor se rige por una ley: ¡si te quieren de verdad, hay que corresponder ese amor! Sus sentimientos me abrumaban, sentía hacia él un deseo que me desbordaba. No quería separarme de él en ningún momento, y como ves, incluso ahora nos mantenemos unidos... ¡Y así será durante toda la eternidad!

      Sus palabras calaron en mí como un golpe de viento. Francesca había hablado con recato, pero también con tenacidad. Yo sabía quién era Paolo, su amado; se trataba, ni más ni menos, que del hermano de Gianciotto, el marido de Francesca. Y también sabía cómo terminó aquel amor tan grande: Gianciotto los sorprendió y los asesinó.

      Recordaba que, en aquella época, todo el mundo le dio la razón a Gianciotto y condenó a Paolo y a Francesca, pues los tacharon de traidores. Me sentía profundamente apenado y conmovido porque ni siquiera tuve el valor de defenderlos. Agaché la cabeza.

      —¿En

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