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por su cara y que, al caer al suelo y quebrarse en astillitas de agua, dejaron escapar un sonido de flautas tan triste que al escucharlo todas las hojas de una ceiba se tornaron de color blanco.

      Razzgo se acongojó mucho al comprobar que sus padres lo habían abandonado. Esa noche recorrió de arriba abajo, incesantemente, la madriguera, recogiendo con su olfato hasta la última brizna del aroma de Zirca y Rugos para guardarlo en la cueva de la memoria.

      Al amanecer se dirigió a la ribera del río y su aflicción llegó hasta su boca al comprobar que los mangos de azúcar que tanto le gustaban eran capaces también de segregar los jugos más amargos.

      Su vida se tornó muy difícil. Era rechazado violentamente por los otros tigres y no era aceptado por venados, chigüiros, monos, ni pavas de monte, que huían despavoridos ante su presencia pues se negaban a creer que existiera en el mundo un tigre inofensivo.

      Su afición a los vegetales había convertido a Razzgo en el ser más solitario de la selva.

      El sol parecía un pájaro gordo posado en lo alto de un árbol. Razzgo contempló el cielo que se filtraba a través de las copas de unos cedros y sintió el deseo de caminar en el aire.

      De pronto percibió un tenue chasquido que lo puso en guardia. Su instinto le dijo que estaba frente a un gran peligro. Descubrió en fracciones de segundo una oscilante línea roja, un afilado punto de luz y un puño cerrado de manchas. Apenas tuvo tiempo de proteger sus espaldas contra un tronco y de esquivar el zarpazo del tigre tuerto.

      —¿Por qué me agredes? —preguntó Razzgo.

      —Cállate y pelea —vociferó Argg.

      —No te he hecho nada.

      —Un tigre herbívoro no merece vivir.

      —¿Por qué?

      —Por herbívoro.

      —Esa no es ninguna razón.

      —No he venido a discutir contigo sino a eliminarte.

      Argg se le abalanzó con toda su fuerza. Razzgo lo eludió al mismo tiempo que lo golpeaba con el revés de su garra. El tigre tuerto cayó entre la hojarasca. Se incorporó con presteza y con su único e iracundo ojo observó al joven tigre.

      —Eres hábil pero de nada te servirá —rugió.

      —No quiero pelear con mis hermanos. Mi propósito es vivir en paz —dijo Razzgo.

      —¿Hermanos? ¿A quién te refieres? Yo no soy tu hermano. Los otros tigres tampoco. No perteneces a nuestra familia.

      —¿Por qué no?

      —¿Y todavía lo preguntas?

      —Soy un tigre —exclamó Razzgo.

      —Has dejado de serlo.

      —¿Por qué?

      A modo de respuesta, Argg dio un gran salto y le causó a Razzgo una larga herida en el costado. La sangre empezó a manar a borbotones.

      —Qué sorpresa —gritó Argg.

      El ojo tuerto parecía reír.

      —No creí que tuvieras sangre en el cuerpo sino savia de verdolaga.

      —Déjame ir, Argg.

      —¿Que te deje ir?

      —No deseo hacerte daño.

      —No seas iluso. No ha nacido quien se pueda enfrentar al viejo Argg, y menos una criatura comedora de hierba, como tú.

      Argg disparó sus garras. Razzgo detuvo los golpes, lanzó su cuerpo contra su adversario y juntos rodaron a un profundo abismo que ocultaba la maleza. Se escucharon unos rugidos tan espantosos, unos gritos de tigre tan terribles, que un colibrí, presa del pánico, se cristalizó sobre una rama y se volvió cogollo, un riachuelo se secó cuando sus aguas huyeron espantadas, unas nubes negras cayeron como trapos sobre los árboles, y a un caracol se le volvió polvo la concha.

      Luego se precipitó un silencio total. La selva se quedó muda y el aire sordo.

      Momentos después, un moscardón que se había quedado paralizado en el cielo reemprendió el vuelo y la selva recuperó su voz.

      En el fondo del abismo yacían Razzgo y Argg. El viejo tigre respiraba con dificultad.

      Razzgo lo observó con atención y se dio cuenta de que Argg, al golpearse con una estaca, había perdido el ojo que le quedaba.

      El sol se marchó y le dejó su lugar en lo alto de los árboles a una luna que iluminaba la floresta.

      —Vamos, Argg. Sé cómo salir de aquí. Te voy a guiar hasta tu madriguera.

      —Vete, no quiero favores.

      —Estás ciego.

      —Eso es problema mío. No te incumbe.

      —Claro que me incumbe.

      —Ahora soy yo el que pregunta por qué.

      —En los momentos de desgracia tenemos que ayudarnos.

      —Ni acepto ni necesito tu ayuda.

      —Te equivocas.

      —Vete. Lo único que siento es haberle fallado a los tigres que me contrataron para acabar contigo.

      Argg se echó pesadamente. Razzgo hizo lo propio. La noche siguió creciendo. Un pájaro nocturno cantó una melodía muy antigua y un pueblo de mariposas pareció posarse por un momento en la mejilla de la luna.

      Por fin salió un nuevo día y el sol mostró a una pareja de tigres que marchaba con dificultad. Uno de ellos era ciego y seguía al otro, que lo guiaba por los tortuosos senderos de la selva.

      Razzgo, en la orilla de una quebrada, jugaba con el agua. Le divertían la espuma, las luces que patinaban sobre las ondas y las figuras que se reflejaban en el espejo de la corriente.

      Una libélula se miró en el agua. El insecto mojó con su culito la imagen que se había formado en la superficie, y se elevó tan contento que parecía llevar una orquídea pegada a su trasero.

      De pronto Razzgo sintió que algo pasaba a su lado como una ráfaga. Supuso que podría ser atacado y entonces tensionó sus músculos y aprestó sus garras para defenderse.

      La ráfaga salió disparada de un matorral, se movió en círculos a su alrededor y finalmente se ocultó entre la vegetación.

      Lo que se movía era tan rápido que el tigre, a pesar de su vista privilegiada, no había podido identificarlo. Razzgo estaba confundido. Trepó con cautela a una eminencia del terreno que lo favorecía y, pegando su vientre contra el suelo, esperó.

      Entonces oyó una risita aguda, una risita que por lo aguda y delgada parecía de espiga, de silbido de mariapalito, de viento que pasa por una minúscula hendidura.

      Poco a poco la ráfaga que se reía se hizo visible: era un perezoso. Tenía la piel de color gris oro, el hocico negro y húmedo, los ojos chispeantes y los largos brazos abiertos como si estuviera siempre dispuesto al abrazo. Con una sonrisa que le bailaba en el rostro, dijo:

      —Por las mariposas de color violeta que tienes dibujadas en la piel, por tus bigotes dorados y por tu mirada suave, debes ser el tigre que se alimenta de calabazas.

      —No me gustan las calabazas —exclamó Razzgo.

      —Pero... eres vegetariano.

      —Sí. Pero detesto las calabazas.

      —Me alegro mucho de verte. La verdad es que desde hace algún tiempo te estaba buscando.

      —¿A mí? —balbuceó el tigre.

      —Conozco todo lo que has tenido que padecer por ser lo que eres.

      —¿Lo...

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