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Dios que me volviera a castigar a mí mismo?

      Llamé a una amiga a quien estaba apadrinando. Hablamos sobre el asunto y ella creía que yo podía y debía aceptar la oferta. La confianza que tenía en mí, me tranquilizó y fortaleció; volví a conocer el estímulo de sentirme digno y el elemental placer de estar vivo. Esta nueva sensación se quedó conmigo durante la reunión de A.A. a la que asistimos esa tarde. El tema de discusión fue el Undécimo Paso: “Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como nosotros Lo concebimos, pidiéndole solamente que nos dejase conocer su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cumplirla”.

      De regreso a mi habitación, me encontré con otra sorpresa — una carta de mi hermana. La última vez que la había visto fue en la oficina del sheriff, donde con gran pesar, ella había dado por terminadas las repetidas tentativas de mi familia por ayudarme. “Incluso nuestras oraciones son en vano”, me había dicho, “así que tendrás que valerte por ti mismo”. Y ahora me vino su carta, implorando saber dónde y cómo estaba. Al asomarme por la ventana y ver los tejados sucios, cubiertos de hollín, y luego al contemplar adentro la mezquindad de mi cuarto, me dije amargamente, “Sí, si sólo me pudieran ver ahora”. Lo único que me salvaba en estas circunstancias era el no tener nada más que perder ni que pedir a nadie. O, ¿lo tenía?

      El alcohol se había llevado todos los ideales de mi juventud. Ahora todos mis sueños y aspiraciones, mi familia, mi posición social —todo lo que había conocido una vez— volvieron para burlarse de mí. Recordé haberme escondido detrás de los árboles, enfrente de mi antigua casa, para ver a mis hijos pasar por las ventanas, llamar por teléfono a mi familia sólo para escuchar sus voces decir “Hola, ¿quién llama?” antes de colgar.

      Sentado en la cama, cogí la carta y volví a leerla una y otra vez. En mi angustia, yo no podía aguantar más. Desesperadamente, grité, “Dios mío, ¿me has abandonado? O ¿Te he abandonado yo?”

      No sé cuánto tiempo pasó. Al ponerme de pie me sentí atraído hacia la ventana. Ante mis ojos apareció una tremenda transformación. La suciedad de esa ciudad industrial había desaparecido bajo una capa de nieve recién caída. Todo tenía un nuevo aspecto, blanco y limpio. Me puse de rodillas y reanudé ese contacto consciente con el Dios que había conocido de niño. No recé; sólo hablé. No pensé; sino que abrí el corazón y me desahogué de las penas de mi alma perdida. No di las gracias; sólo hice una súplica de ayuda.

      Esa noche, finalmente en paz conmigo mismo por primera vez en muchos años, dormí toda la noche y me desperté sin el temor y el terror de enfrentarme al nuevo día. Volví a la oración que había rezado la noche anterior, diciendo: “Aceptaré el puesto. Pero, Dios mío, de ahora en adelante, vamos a trabajar en armonía Tú y yo”.

      Aunque algunos días me deparen tan sólo una pequeña porción de serenidad frenética, sigo experimentando, veintiséis años más tarde, la misma tranquilidad interior que te viene al haberte perdonando a ti mismo y haber aceptado la voluntad de Dios. Cada día que amanece, hay fe en la sobriedad — no como la mera abstención de beber alcohol, sino como una recuperación progresiva de cada faceta de mi vida.

      Con mi amiga de A.A., mi esposa desde hace ya veinticinco años, me he unido a mi familia para una alegre celebración. Nos sentimos contentos y felices con nuestra vida, y compartimos con mi hermana y todos los demás miembros de la familia vínculos de afecto renovados y más fuertes que nunca. Desde ese día, tengo y se me tiene confianza.

      Edmonton, Alberta

      YA NO ESTABA SOLA

      Durante tres años estuve frecuentando las reuniones de la Comunidad; a veces lograba mantenerme sobria y a veces lo aparentaba (engañándome a mí misma, por supuesto). Me encantaba A.A. — recibía estrechando la mano a todos los que entraban por la puerta de todas las reuniones de A.A. a las que yo asistía, y asistía a muchas. Era una especie de anfitriona de A.A. Desgraciadamente, yo misma seguía teniendo muchos problemas.

      Un miembro de mi grupo solía decir: “Si sólo dieras el Tercer Paso…” Lo mismo que si me hubiera estado hablando en chino. Yo no podía entender. Aunque había sido una buena estudiante en la escuela dominical, me había alejado mucho de todo lo que fuera espiritual.

      En una ocasión, me las arreglé para mantenerme físicamente sobria durante seis meses. Luego perdí mi trabajo y, a la edad de 54 años, estaba segura de que no podría conseguir otro. Muy asustada y deprimida, no podía hacer frente al futuro, y mi estúpido orgullo me impedía pedir ayuda a nadie. Así que me fui a la tienda de licores a encontrar mi soporte.

      Durante los siguientes tres meses y medio, me morí un centenar de veces. Seguía asistiendo a muchas reuniones cuando podía, pero no le contaba a nadie mis problemas. Los otros miembros ya no se ofrecían para ayudarme porque se sentían impotentes, y ahora comprendo cómo se sentían.

      Una mañana me desperté resuelta a quedarme en cama todo el día — así no podría conseguirme un trago. Cumplí con esa decisión y cuando me levanté a las seis, me sentía segura, porque las tiendas de licor se cerraban a esa hora. Esa noche, me encontraba desesperadamente enferma; debía haber ingresado en el hospital. Alrededor de las siete, empecé a telefonear a todas las personas que conocía, dentro y fuera de A.A. Pero nadie podía o quería venir a ayudarme. Como último intento, llamé a un conocido que era ciego. Había trabajado y cocinado para él durante varios años. Le pregunté si le importaría que yo tomara un taxi y fuera a su apartamento. Sabía que iba a morirme, le dije, y estaba asustada.

      Me dijo, “¡Muérete y vete al infierno! No quiero verte aquí”. (Más tarde me dijo que quería haberse cortado la lengua, y pensó en llamarme. Gracias a Dios que no lo hizo.)

      Me fui a la cama convencida de que jamás me volvería a levantar. Nunca había tenido una idea más clara. No podía ver ninguna salida. A las tres de la mañana seguía sin dormirme. Estaba recostada en almohadas con el corazón latiéndome tan fuerte que parecía que se me iba a saltar del pecho. Primero, se me empezaron a dormir las piernas, por encima de las rodillas, y luego los brazos, por encima de los codos.

      Me dije: “Este es el fin”. Recurrí a quien antes, por ser demasiado lista (según lo veía yo) o demasiado estúpida, no pude recurrir. Grité, “¡Dios mío, no dejes que me muera así!” En estas pocas palabras estaban mi corazón y alma atormentada. Casi instantáneamente me empezó a desaparecer el adormecimiento. Sentí una Presencia en el cuarto. Ya no estaba sola.

      Alabado sea Dios, no he vuelto a sentirme sola. No me he vuelto a tomar un trago y, aun mejor, nunca he tenido la necesidad de hacerlo. Tardé mucho tiempo en recuperar la salud, y pasó bastante tiempo antes de que la gente recuperara la confianza en mí. Pero eso realmente no importaba. Yo sabía que estaba sobria y de alguna manera sabía que, mientras viviera según yo creía que Dios querría que yo viviera, no tendría que volver a sentir miedo.

      Recientemente, me enteré de que tenía un tumor maligno. En lugar de sentirme asustada y deprimida, le di gracias a Dios por los pasados 16 años que me había concedido. Me quitaron el tumor; ahora me siento bien y estoy disfrutando cada minuto de cada día. Creo que habrá muchos días más. Mientras Dios tenga trabajo para mí, estaré aquí.

      Lac Carré, Quebec

      UN HOMBRE NUEVO

      Intenté ayudar a este hombre. Fue una experiencia humillante. A nadie le gusta ser un fracaso total; hace estragos en el ego. No parecía que nada diera resultados. Yo lo llevaba a las reuniones, y él se sentaba allí con una expresión vacía, y yo sabía que sólo su cuerpo estaba presente. Cuando iba a visitarlo a su casa, o bien él estaba fuera bebiendo o se escapaba por la puerta de atrás al entrar yo por la puerta principal. Su familia acababa de entrar en un período de graves apuros; yo podía sentir su desesperación.

      Luego ocurrió el episodio del hospital, el último de su historia extraordinaria de hospitalizaciones. Sufría de delirium tremens y convulsiones tan violentas que había que atarle a la cama. Estaba en coma y había que alimentarlo por vía intravenosa. Cada día que iba a visitarlo tenía peor aspecto,

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