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Tenía un par de hermanos mayores, gemelos, que no dejaban de pelearse por ver quién iba a heredar el trono de su padre, pero ambos habían muerto a manos de un jefe ogro particularmente cruel y prodigiosamente feo llamado Ikko Umpa. Pike había suplicado a su padre que le diera la oportunidad de vengar a sus hermanos, pero el rey del norte no quería arriesgar la vida de su único heredero, por lo que contrató a Saga para que acabara con el ogro. La banda había cumplido su parte del trato y, desde aquel momento, el reticente príncipe de Kaskar había tratado a Clay y a sus compañeros de banda con una mezcla de resentimiento sosegado y respeto poco entusiasta.

      —Pike —saludó Clay.

      —Oí decir que habías muerto.

      —Más o menos. Me casé.

      El Primer Escudo resopló.

      —¿Tienes hijos?

      —Uno. ¿Tú?

      —Siete —dijo y su pecho se hinchó un poco—. El mayor ya es casi de mi tamaño y podría estrangular a un yethik con las manos desnudas. ¿Y el tuyo? Apuesto mi caballo a que es un asesino despiadado como su padre.

      Clay reprimió un estremecimiento y le dedicó una sonrisa.

      —Es una hija, en realidad. Se dedica a coleccionar ranas.

      —Oh —exclamó el norteño con gesto afligido, mientras se alisaba la canosa barba contra la garra de oso de seis dedos grabada sobre su coraza de cuero tachonada—. Lo del caballo era broma, ¿eh?

      —Por supuesto —dijo Clay.

      La metedura de pata del Primer Escudo quedó ensombrecida, literalmente, por la llegada de un barco volador que descendió hacia ellos muy rápido.

      Clay intentó disimular su asombro ante los que lo rodeaban, mientras el galeón descendía de los plomizos cielos. Él y su banda habían encontrado muchos barcos como ese naufragados durante sus giras —la mayoría entre las ruinas del Dominio—, pero todos eran pecios de velas ajadas y cascos astillados. Los últimos años había oído rumores de que se habían hallado barcos voladores más o menos intactos, pero los había considerado falsos hasta que terminó por ver uno de ellos surcando las nubes sobre Coverdale. Aun así, Clay creía que nunca llegaría a ver uno de cerca.

      —El Segundo Sol —anunció Moog, que se colocó junto a él—. El buque insignia de la mismísima sultana.

      Para Clay era un barco como cualquier otro, menos las velas, que tenían una forma parecida a la de las hojas de una planta y estaban dotadas de unos montantes de metal que chisporroteaban con una electricidad azulada y resplandeciente. Bueno, y también estaba el hecho de que volara, claro.

      —¿Buque insignia? —preguntó—. ¿Eso significa que Narmeer tiene una flota entera de barcos como este?

      El mago rio:

      —No, claro que no. Puede que tengan uno o dos, pero me sorprendería si hubiera treinta barcos voladores en todo el mundo que estén en condiciones de funcionar. Encontraron el Segundo Sol enterrado en las arenas que hay cerca de Xanses. He oído decir que la Reina Salina de Fantra también tiene uno. Son algo que no puede faltar entre las propiedades de un buen monarca.

      —Los estoy oyendo, ¿eh? —dijo Matrick.

      El rey miraba con codicia el galeón flotante, del que ahora sobresalían un par de enormes anclas que llegaban al suelo. Los soldados narmeeríes lanzaron con mucha destreza unas redes con las que cubrieron el casco, y luego un palanquín cubierto por unas cortinas empezó a descender por una polea.

      Clay también tenía la mirada clavada en el barco.

      —¿Cómo? —fue lo único que consiguió articular.

      Moog se rascó la incipiente calvicie de la coronilla.

      —¿Que cómo vuela? ¿Ves esos orbes que parecen de metal que tiene a ambos lados?

      Clay asintió. Había dos de ellos a la altura de la proa y otros dos a la de la popa. Los cuatro estaban rodeados por unas volutas de niebla dispersa.

      —Los veo.

      —Son motores de marea —dijo el mago—. Están formados por una serie de giroscopios hechos de duramantio puro y accionados por la electricidad estática de las velas.

      Clay nunca había oído hablar de los motores de marea, y estaba segurísimo de que no tenía ni la menor idea de lo que era un “giroscopio”. Del duramantio siempre había creído que dicho metal era un mito creado por los mercaderes para vender espadas diez veces más caras.

      —O sea, que es mágico —murmuró.

      Moog volvió a reír.

      —No se puede decir con exactitud que lo sea, pero algo así.

      Ocho kaskarianos enormes, vestidos con faldas plisadas de bronce y sandalias con correas hasta las pantorrillas, cargaron con el palanquín que los narmeeríes habían bajado del barco y lo llevaron hasta la colina. Los norteños, sobre todo los rubios de ojos claros, se ganaban muy bien la vida como guardaespaldas de élite de los nobles narmeeríes. La mayor parte de los que se dedicaban a ello eran parias o criminales, y Clay se dio cuenta de que los guardias de la sultana ponían mucho cuidado en evitar la mirada del Primer Escudo cuando soltaron el palanquín y se apostaron a ambos lados. La enigmática gobernante del reino más meridional se quedó en el interior del palanquín, mientras un trío de representantes con barbas trenzadas y túnicas estampadas murmuraban entre ellos.

      Los carteanos llegaron al fin cuando empezaba a anochecer, y cruzaron el antiguo campo de batalla en unos robustos ponis. Los pendones azules y amarillos del Alto Han se sacudían lánguidos, pero al alcanzar la cima la intensa brisa otoñal los hizo flamear y agitarse.

      —¡Mi reina! —se dirigió el jinete principal a Lilith. Clay supuso que este era Obolon Han—. ¡Mire lo tieso que se me pone el pendón cuando usted está cerca!

      Este comentario provocó una risa gutural entre los hombres que lo rodeaban y dibujó una extraña sonrisa de satisfacción en los labios de la reina. Clay miró a Matrick y al guardaespaldas, al que ella había llamado Lokan durante el desayuno, y no supo discernir cuál de los dos parecía más ofendido.

      El Han desmontó con la facilidad de alguien que se levanta de una silla y avanzó hacia ellos con toda calma. Iba flanqueado por dos efectivos de la Guardia Córvida, que se destacaban por las alas tatuadas que tenían debajo de las clavículas. Los tres hombres lucían una franja negra pintada sobre los ojos y los tabiques nasales, y cargaban al hombro con sendos arcos compuestos y también con un sable desenvainado que les colgaba de la cintura.

      Obolon eran un hombre bajo pero de complexión fuerte, con hombros anchos y músculos compactos envueltos por una capa de grasa que evidenciaba que le gustaba comer y beber solo un poco menos de lo que amaba montar a caballo y luchar. Sus brazos estaban llenos de cicatrices de batalla, así como los de los hombres que iban detrás de él, y los tenía bronceados debido a la cantidad de días que pasaba bajo la luz del sol. Su cabeza y sus mejillas estaban desprovistas de pelo, pero lucía una barba rala en la barbilla que a Clay le pareció muy ridícula, la verdad.

      Los ojos estrechos y de párpados grandes del Han le resultaban muy familiares, y mientras intentaba recordar si lo había visto antes en algún lugar, Gabriel inspiró con fuerza a su derecha:

      —Mierda —susurró con tono incrédulo por encima del hombro de Clay—. El más gordito.

      Clay frunció el ceño. No... “Por la Benévola Doncella”, se dijo para sí cuando captó el sentido de las palabras de su amigo, e intentó mantener la boca cerrada. Ese hombre, el caudillo que lideraba las tribus de Cartea, sin duda era el verdadero padre de Kerrick, el hijo de Matty. “No es de extrañar que Matty lo odie. Esperemos que ambos estén a la altura y no monten un numerito en el concilio”.

      Obolon se detuvo ante el rey y extendió sus fornidos brazos a la espera de un abrazo.

      —¡El viejo rey Matrick!

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