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plenamente este gesto ilegal. También lo es poner el foco sobre unas menores de edad que, aunque críticas ya que muestran su disconformidad son pacíficas, son expuestas al escarnio público.

      La pregunta que se hace mucha gente es qué cosas podrían suceder, legitimadas tal vez por un amplio apoyo electoral, en el caso de que este gobierno no lograse doblegar la realidad a sus deseos. El lenguaje es muy importante porque a menudo anticipa acontecimientos reales y la crispación sirve para crear zonas grises de apoyo implícito.

      Es cierto que, empezando por la ley de presupuestos y terminando por las presiones conjuntas del «Estado dentro del Estado» y de Europa, hemos asistido a una reducción en las aspiraciones de los nacionalpopulistas. Pero es en la ampliación de lo que es socialmente aceptable donde está materializando su hegemonía el nacionalpopulismo. En la actualidad es difícil adivinar si Salvini moderará su tono o continuará en estos términos, siguiendo vistiendo el uniforme de policía en las manifestaciones y esperando que los delincuentes se pudran en la cárcel. De vuelta en la oposición, ¿perderá a los moderados que votaron por él en las europeas? ¿Será absorbido por su propia propaganda? Quizá incluso los liberales y conservadores que no tienen prejuicios hostiles contra él deberían reaccionar ante su búsqueda obsesiva de apoyos, sumaria y agresiva, que anula cualquier visión política. Como si quien exige respeto a las leyes fuese tan solo un débil y cerebral desprovisto de sentido común.

      El reto al que se enfrenta quien se mantiene escéptico sobre las posibilidades emancipadoras del populismo no es solo evaluar las acciones que seguirán a las palabras, sino reconocer que a estas alturas en diferentes segmentos de la sociedad hemos desarrollado formas radicalmente opuestas (y que quién sabe si algún día puedan llevar a reconciliarse nuevamente) de evaluar los comportamientos y los mensajes de una parte política que, si bien demuestra ser capaz de ceder ante el realismo, promete sin embargo al «país real» la absolución de cualquier indecencia. Sin embargo, ciertos comentarios sobre el Estado de derecho y el civismo del discurso tienen poca influencia, hasta ahora, en el ámbito de apoyo cercano al M5S y a la Lega, para el cual parecen apuntes a modo de pretexto, ya que los problemas son siempre otros. Sea cual sea la forma que pueda tomar una respuesta a todo esto, tendrá que partir de la admisión de que el éxito del nacionalpopulismo italiano se debe en gran medida a la violencia implícita en sus mensajes, que los votantes demuestran apreciar.

      La atención obsesiva a las formas de nacionalpopulismo y la correspondiente subestimación de sus contenidos llevan a muchos analistas a malinterpretar las motivaciones ideológicas de quienes le votan. Esta constatación nos lleva al capítulo IV del libro, que explorará la capacidad del nacionalpopulismo de construir mitos orgánicos y potentes sobre el momento político en el que vivimos. Mi hipótesis es que en la lectura de este fenómeno deben superarse dos enfoques, ambos destinados al fracaso. Por un lado, el «paranoico», inspirado en sus ideas en las teorías del historiador Richard Hofstadter, quien ve el nacionalpopulismo como un movimiento irracional y antiintelectual abocado a la extinción en cuanto la acción del gobierno provoque algún daño económico. Por otro lado, aquel que podríamos llamar «neomarxista», más extendido en la izquierda radical, que reconduce a la rebelión populista hacia motivaciones exclusivamente materiales, que una vez satisfechas hacen que vuelvan a entrar los elementos más reaccionarios de la revuelta.

      Soy de la opinión de que, lejos de ser hostil a la cultura o motivado únicamente por razones económicas, lo que a menudo se denomina en Italia también con el nombre de «soberanismo» es capaz de desarrollar a veces mucho mejor que sus oponentes una idea precisa de Italia y sus veleidades revolucionarias. Aunque basto en su comunicación y simplista en su sustancia, la nueva vía propone una línea de acción consistente, basada por ejemplo en la culpabilización de los elementos «incongruentes» presentes en la sociedad, en la «repolitización» de algunas entidades que la tecnocracia había intentado convertir en abstractas (como los bancos centrales, las fronteras y la ciencia), en la humillación del narcisismo de izquierda y en la intervención masiva del Estado en la economía como fuerza impulsora del desarrollo.

      Lo que hace que sea aún más difícil la construcción de un frente de desacuerdo con esta visión, o con las partes más agresivas de esta, es que algunas de las batallas nacionalpopulistas han sido compartidas incluso por sus enemigos: la guerra contra la información «oficial», por ejemplo, es un clásico del ala izquierda de los movimientos, mientras que la burla del feminismo contemporáneo o el ataque violento al islam (ya sea moderado o radical) han sido transmitidos por diarios liberales que están hoy en la vanguardia de la defensa del cosmopolitismo. Es posible que tanto la última versión de la centro-izquierda (con su desdén por los sindicatos y los cuerpos intermedios) como los medios de comunicación de masas progresistas (con su antigua predilección por el servilismo y la aproximación) hayan desempeñado un papel decisivo en preparar el camino al resentimiento general.

      A pesar de estos precedentes, el nacionalpopulismo se reduce a una forma de hacer política y conquistar el poder, en lugar de una ideología en sí misma digna de respeto. Sin embargo, la profunda sensación de pérdida causada por los fracasos liberales ha hecho posible que muchos militantes de extrema izquierda encuentren una conexión íntima con los conservadores católicos y los posfascistas en temas como la globalización, la inmigración y la identidad, en un marco teórico que aparece (y en cierto modo lo es realmente) más orgánico que el presentado por la oposición. La «masa de reacción» que se ha acumulado contra las democracias liberales es potente porque el muro contra el que se rompe lleva ya tiempo cuestionado.

      Entre los objetivos de este libro no está demostrar que todos los ideales del antiguo régimen eran correctos, sino que al perseguir su revuelta, el nacionalpopulismo ha librado una guerra contra la hipocresía no muy distinta de la que libró la izquierda que «hizo el 68» y, como el movimiento de aquel entonces, va a tener que lidiar con la institución de nuevas prácticas, nuevas relaciones de poder y nuevos compromisos que, en más de un caso, corren el riesgo de transformar un delirio de omnipotencia en un aterrizaje doloroso. La «masa de reacción» acumulada durante décadas de crisis de la democracia italiana es al mismo tiempo el origen de las fuerzas populistas y el conjunto de expectativas esperan ser colmadas; pero potencialmente es también el obstáculo que podría interponerse entre estas fuerzas y la verdadera derrota del statu quo.

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