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acabo golpeándome en la caída, un coscorrón contra la pata de una mesa o el filo de una puerta incrustado en las costillas. El mundo está lleno de obstáculos, nunca se puede estar seguro. Cuando me recompongo, cuando consigo estabilizarme, busco con la mirada la cucaracha esquivada o la posibilidad de la cucaracha esquivada e, invadido por una ternura que siempre me sorprende, me dirijo a ella con voz suave, calmada: No es tu culpa, le digo. De verdad que no es tu culpa. Si fuese de otra forma te lo diría. ¿Qué gano mintiéndote? Repite conmigo, anda; pero no con la boca, no con el cerebro, repite conmigo con el corazón: No es mi culpa, no es mi culpa, no es mi culpa.

      A eMe y a la Rubia les debo el haber medio superado mi fobia a las cucarachas. Aún resuena en mí un temor que, si no es ancestral, le hace la competencia: todavía tuerzo el gesto cada vez que una cucaracha trepa la cortina del baño mientras me ducho, o salta del cajón de los cubiertos cuando lo abro, o imprime una sombra escurridiza en la distancia que va de la lavadora a la nevera, el rabillo del ojo todavía se inventa apariciones y se sobresalta por nada. Pero gracias a que eMe ya no está conmigo y lo mío con la Rubia ya es historia, ahora soy capaz de espachurrar cucarachas sin ayuda de nadie. Ya no salgo de la habitación, o puede que hasta del piso, ni suplico porfavorporfavorporfavor no me avises hasta que hayas acabado con la cucaracha, te lo ruego por lo que más quieras porfavorporfavorporfavor. Me mal acostumbraron, puede decirse. O sea, me quisieron.

      Pongo cepos, rocío cada zócalo, cada esquina, cada bajo de puerta con flis flis, instalo dispositivos eléctricos que emiten ultrasonidos y que, al decir de unos, resultan infalibles, y, según otros, no sirven para una mierda. Lo que sea con tal de acabar con las cucarachas.

      Todo en vano. Cada mañana el suelo del salón-cocina amanece con entre una y muchas cucarachas bocarriba, muertas del todo o sacudiendo apenas una pata con movimientos irregulares, espasmódicos, desesperantes. Como si se estuviesen despertando de una anestesia y sus miembros recobrasen poco a poco la sensibilidad. Al parecer, la efectividad de estos métodos es limitada. Sólo resultan eficaces con las cucarachas que son alcanzadas de lleno con el flis flis o con las incautas que prueban el veneno de los cepos. Las demás, las más prudentes, las que permanecen agazapadas en sus nidos, no se ven afectadas. Por no hablar de la inmunidad que pueden llegar a desarrollar por la sobreexposición a estos productos. Una locura.

      Cómo de largas pueden ser las noches pobladas de cucarachas nadie lo sabe. Uno puede pensar que está a punto de quedarse dormido cuando de repente, abriéndose paso desde lo más profundo de la noche, escucha con una claridad apabullante el avance de cientos de cucarachas, un estruendo de pasitos que me espabila de golpe y me devuelve a mi realidad de élitros y antenas. Cientos es una exageración, soy consciente. Lo que no significa que sea mentira. Que haya cientos o ninguna es lo de menos. Algo irrelevante. Anecdótico. Hace rato que entendí que la manifestación física no es un requisito necesario para que algo exista, que la existencia tiene lugar en diferentes planos, ninguno de por sí más consistente que otro, ninguno más real. Hay múltiples formas de crear presencia, y la corporización es sólo una de ellas. Ni mejor ni peor. Igual de válida. Igual de tramposa.

      Con un insomnio descomunal a cuestas, me sumerjo en internet en busca de los métodos más eficaces. Leo blogs, consulto tutoriales en YouTube, visito foros, hasta llegar a la conclusión de que lo mejor para acabar con las cucarachas es elaborar un mejunje a base de dos cucharadas de ácido bórico, tres de azúcar glas y un poco de leche. Una vez removido eso, se forma una pasta con la que se rellenan tapones de botellas, que luego se colocarán en distintos puntos del piso, en los lugares donde haya visto cucarachas o crea que pueda estar el hábitat más adecuado para ellas. A saber: rincones cálidos, cerca de una fuente de agua y de migajas de alimentos. Según parece, este remedio casero es un manjar irresistible para las cucarachas. Una vez ingerido, se solidificará en sus intestinos y les provocará, al cabo de los días, tal tapón que hará que exploten de puro estreñimiento. Las demás cucarachas, atraídas por el contenido de las entrañas desparramadas, devorarán el cadáver y, con ello, los restos del mejunje, un proceso que se repetirá hasta la completa extinción. Mano de santo, dicen.

      Y parece ser cierto. En los días sucesivos a la instalación de las trampas, aparecen más cucarachas de lo normal a deshoras, a plena luz del día y caminando con pasitos lentos y tambaleantes, como un reproductor de casettes que se estuviera quedando sin pilas. Cucarachas sin el vigor acostumbrado en sus escaramuzas diarias, sin el nervio. Abandonan sus nidos, avanzan a campo abierto y, ahí mismo, en plena cocina, explotan sin más. Es un estallido sordo, sin parafernalia, un estallido minimalista, reducido a lo esencial: la cucaracha partida en dos, su cuerpo mutilado enmarcado en el jugo de sus vísceras.

      Un espectáculo que no se lo recomiendo a nadie. Tristísimo. Ese suspiro en el que aún conservan un hilo de vida. Su expresión de incredulidad. Hay que tener un corazón muy podrido para no sentir al menos un pellizquito al contemplar aquello. Contemplar aquello me sume en un estado que no sabría explicar del todo. Por un lado, me invade cierto alivio. Por otro, está también cierta pena, una opresión en el pecho como si me estuvieran estrujando los pulmones para escurrirlos.

      Ahora es de día. Una luz lechosa, llena de grumos, se filtra por los visillos. El aire estancado y la presión que soportan mis huesos me recuerdan a un submarino. Nunca he estado en un submarino. Los recuerdos también se heredan. Una cucaracha abandona el escondrijo de la lavadora. Es incapaz de avanzar en línea recta, deja un reguero de eses sobre las baldosas. Unas eses angustiosas, pordioseras. Sus patas –¿cuántas?– apenas la sostienen en pie. Se sabe, porque se sabe, que una araña tiene ocho patas, que un ciempiés tiene cien, pero nadie sabe cuántas una cucaracha. Podría aventurarse una respuesta que lo mismo da en el clavo, pero no se trata de eso, para nada de eso. No hay justicia en el mundo. Se mire por donde se mire, no la hay. Me acerco a la cucaracha, me acuclillo a su vera y, con un aplomo inexplicable, la recojo del suelo y la sostengo en la palma de la mano. Los humanos cometen a menudo tales actos de osadía o de imprudencia. Gracias a eso, los enamorados se atreven a declararse y los desesperados aprietan el gatillo, esos Himalayas. La naturaleza tiene sus mecanismos de compensación. Si no, de qué.

      La cucaracha en mi mano. Sus patitas tamborilean en miniatura, me hacen cosquillas. Acuenco la palma para evitar que se caiga y la observo de cerca. Sus élitros están surcados por un laberinto de nervaduras. Con un esfuerzo descomunal, se yergue sobre sus patas –seis– y su cuerpo se eleva unos milímetros como venciendo la gravedad. Noto su peso, su calor. Aquello, esas cosquillas, esa masa, esa consistencia, es la primera cosa viva que sostiene mi mano en mucho tiempo. Una mano que descansa en la mía. Había olvidado el tacto de una mano, su textura, el milagro de dedos entrelazados y la respuesta agradecida de tantísimas terminaciones nerviosas. El peso de una mano desmayada sobre la mía, confiada, segura de mí. Su temperatura. Esa caricia. La cucaracha.

      La cucaracha que, para sorpresa de nadie, explota de repente, se parte en dos y desparrama sus vísceras. Un estallido sordo. La incredulidad de que aquello esté pasando, que haya pasado ya.

      Repite conmigo: no es mi culpa, no es mi culpa, no es mi culpa.

      Hoy he contabilizado seis bajas. El sofá no lo muevo por pereza o por miedo a echarme a llorar. El número de bajas puede ser aún mayor. El mejunje va haciendo efecto con el transcurso de los días. Las hay más débiles, que apenas aguantan cuarenta y ocho horas. Otras, sin embargo, resisten como colosos. Pero todas terminan explotando. Todas. No hay nada que pueda hacerse al respecto, ya no.

      Las cucarachas tienen sus estaciones. Como esos árboles que se desprenden de sus hojas llegado el otoño y ofrecen su malestar de manos crispadas al paisaje, manos de incontables dedos suplicando algo o a punto de soltar un zarpazo. Con los primeros fríos a la vuelta de la esquina, las cucarachas desaparecen, hibernan o se esconden en alcantarillas, en rincones infestados de toda la porquería que genera el día a día y no se barre. Eso no significa que ya no me quieran, ni mucho menos. Tardé en comprenderlo, no fue algo que asumí de la noche a la mañana. Tardé en aceptar que las cucarachas tienen sus altibajos, sus intermitencias, sus periodos de no dejarme ni para ir al baño y sus etapas de no querer verme ni en pintura. Está en su naturaleza, lo llevan en los genes. Pero no significa que ya no me quieran.

      Una sucesión de fuegos artificiales me saca de mi letargo. Me cuesta ubicarme. La noche,

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