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Era día martes y debíamos hacer la fila de los calzones. Recorrí el corto pasillo desde el baño hacia el dormitorio, pero un ruido me interrumpió el destino. Un quejido. Un llanto. Me acerqué un poco más hacia la puerta de la sala de la hermana de turno y apoyé el oído derecho. ¡Ahí estaba de nuevo! Un nuevo lamento y muchos más provenían del interior. Me asusté, ¿quién podría ser? Por la voz, intuí que era una interna. ¿Debía avisar a alguien? Miré a mi alrededor. Una de las niñas grandes caminaba hacia mí.

      —¿Qué hací' ahí? —me preguntó y me incorporé rápidamente.

      —Algo pasa ahí aentro —dije con angustia.

      —Sí. sabemos. Es la Sofía. Le pasa por comerse la comida de otra —comentó sin gesto de asombro.

      —¿Y qué le hacen?

      —Nadie sabe. Las que han estado ahí mismo nunca cuentan na. Yo creo que les prohíben decir, pero avanza mejor, si te pillan aquí te van a castigar también.

      Corrí hacia el dormitorio. Mis palpitaciones estaban a mil. Me inquietaba saber qué pasaba ahí. Me saqué los calzones, recibí el pijama y me acosté. No lograba controlar mi ritmo cardíaco. Las sábanas comenzaron a pesarme, unas gotas de sudor corrían por mi frente y se depositaban en mis oídos. La luz se apagó, la monja nos ordenó dormir, pero dormir era justamente lo que no podía hacer. Había una niña, tal vez grande o como yo, como Margarita ahí dentro. A nadie más parecía sorprenderle o importarle.

      Miré el techo, esperé. Pensé en un plan. Quería salvarla. Me senté en la cama y, olvidándome por completo del miedo que sentía a la oscuridad, me lancé litera abajo. Mis pies sintieron el frío del suelo. Caminé lentamente hasta el borde de mi cubículo. Las manos me sudaban. Me apoyé con el pecho contra la pared y, lentamente, me asomé al borde. Aparentemente todas las internas dormían. ¿Cómo podían? Salí de mi escondite y avancé hacia la oscuridad. Mi cuerpo temblaba, nervioso, inquieto. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la intensa oscuridad y me agaché en el suelo, prefería gatear. Con cada paso que avanzaba, mis rodillas más se resentían, me sobé, descansé. Trataba de aplacar el sonido de mi corazón, temía que despertara a alguna interna y pudieran castigarme también. Tuve cuidado de no rozar las camas de mis compañeras. Sentí algo en la mano. Me petrifiqué. No aguanté. Di un brinco escandaloso, caí a los pies de la cama de alguien. Me incorporé, la interna se despertó, se sentó en la cama, me tiré al suelo y esperé. Nada ocurrió, volvió a acostarse y yo, empapada en sudor, soportando mis palpitaciones, solté el aire retenido lo más despacio que pude. Retomé mi avance, sigilosa, nerviosa. Mis manos comenzaron a congelarse, el frío que emanaba del suelo se colaba en mis huesos y mis rodillas dejaban de sostener mi cuerpo. Sentí un escalofrío, un viento helado, un movimiento, me apresuré a mirar hacia atrás. Una sombra errante se acercaba. Me aparté del centro del pasillo que se formaba entre las hileras de camas y me tendí en el suelo entre dos internas que dormían profundamente. La sombra avanzaba por delante mío. Se me ocurrió que la niña debía ir al baño. Así que esperé. La luz iluminó el pasillo hasta el fondo. Desde mi lugar solo veía las patas de las camas de mis compañeras. El frío se dejaba entrever en mi cuerpo, mi mandíbula comenzaba a temblar sin poder controlarla. Mi compañera se demoraba y yo cambié de posición para poder entregar calor a mis manos. La luz se apagó, la puerta del baño hizo un leve ruido y tuve que acostumbrar la visión, nuevamente, a la oscuridad. La sombra, ya no errante, pasó frente a mí. Agudicé el oído, los metales de la cama sonaron, ya estaba acostada. Me arrastré hacia el pasillo. Ya casi llegaba a la puerta. Dolor. Un agudo dolor en la rodilla. Debía de ser un clavo. Se rasgó mi piel. Ahogué un grito. Me senté, abracé mi rodilla, sentí la humedad, era sangre. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Podría haber estado acostada. ¿Por qué me había levantado? Presioné con fuerza la herida. Limpié mis ojos y caminé cojeando el trayecto que me quedaba hacia la puerta.

      Me apoyé de espaldas contra la pared a un costado del umbral. Mis palpitaciones estaban a mil. Me olvidé del dolor y me apoyé con fuerza. Asomé la cabeza por la puerta, desde donde tenía la perfecta visión hacia la entrada de las hermanas. La luz que salía por debajo de la puerta, iluminaban sutilmente el suelo. Volví a agudizar el oído. Aún se oían sollozos. La hermana hablaba, no lograba entender qué decía. Decidí avanzar. Tenía que oír desde cerca. Dudé en dar el primer paso. El frío se había desvanecido. En su lugar había llegado el sudor. Mi cuerpo temblaba. Avancé. Estaba tan cerca de la puerta. La manilla se movió. La luz comenzó a hacerse más visible. En una milésima de segundo, pude ver. La interna, de unos 16 años, estaba hincada encima de un libro que se encontraba en el suelo al lado de un escritorio, de fondo un mueble con libros y adornos. Tenía los brazos estirados hacia adelante y lloraba desconsoladamente.

      —Párate y anda al baño —le dijo la monja a la interna.

      La niña no podía pararse. Las piernas le temblaban y, cuando pudo ponerse en pie, se desvaneció en el piso. La hermana, a quien no logré ver, le pegaba con lo que parecía una regla para que se parase. Desperté de mi estado de shock y decidí que sería bueno esconderme. Ágilmente corrí de vuelta al dormitorio y me refugié detrás de la puerta. Desde ahí podía escuchar a la monja hablar.

      —¡Párate te dije!

      —No puedo —gemía la interna mientras mi mandíbula temblaba sin parar, acusando el llanto que quería salir.

      —No es para tanto. Espero que hayas aprendido que no puedes comerte la comida de otras compañeras.

      —Sí, hermana —lograba decir la niña entre llantos.

      —Avanza, y después a tu dormitorio.

      Pude ver las sombras que se dibujaban en el pasillo del dormitorio y, como si de un monstruo se tratara, vi avanzar la sombra de la monja hacia la puerta en donde yo estaba. La hermana se detuvo en el umbral. Desde la apertura, entre medio de las bisagras, divisé su perfil. Solo logré distinguir parte de su oreja que el hábito dejaba ver. La luz le daba en la espalda. Imaginé que supervisaba si estábamos todas dormidas. El nudo en mi garganta amenazaba con convertirse en llanto. Una gota de sudor comenzó a caer por mi frente. Avanzaba rápidamente por mi sien y seguía hacia mi mejilla. Comenzó a darme comezón y me retorcí para aguantarme. Mi pecho subía y bajaba a velocidades impresionantes y mis manos se apretaban nerviosas. La monja giró un cuarto de vuelta. Quedó de frente a mí. Me vio. Nuestros ojos se cruzaron. La luz le iluminó la mitad del rostro. Se dio la vuelta completamente y avanzó hacia el lado opuesto del dormitorio. Me quedé ahí, petrificada. No me vio, pensé que sí. Había querido morir. Mis hombros se relajaron y descansaron. Esperé. Escuché una puerta cerrarse y la luz desapareció. No quise moverme de inmediato. Debía estar segura de que se había marchado. No me había dado cuenta de que apreté tanto las manos, que mis uñas habían comenzado a enterrarse en mis palmas. Las relajé y sentí el escozor. Mi corazón ya no galopaba. La espera se había tornado casi eterna. Debía volver a mi cubículo. Entrecerré los ojos. Ya podía ver mejor. Di el primer paso sin emitir sonido alguno. Avancé rápidamente con la sensación de que la monja en algún momento tiraría de mi pijama. No quise mirar atrás. Avancé, corrí, llegué a los pies de mi litera. De un salto subí a la cama de arriba. Me cubrí con las sábanas. Presioné con fuerza el pecho. Quería que mis palpitaciones se tranquilizaran. Me acomodé de lado. Casi en posición fetal. La noche sería larga. No salvé a nadie. No era una súper heroína.

       10

      Los días siguientes avanzaron sin sobresaltos. Según mi cuenta ya había pasado, aproximadamente, un mes y medio desde que habíamos llegado al hogar. Se suponía que la primavera estaba pronta a llegar, pero el frío seguía, sin piedad, acosándonos cada día, y no se hizo extrañar el día sábado en que, según yo, cumpliría uno de mis mayores anhelos.

      Poco después del desayuno, en la sala común, la hermana Carmen dio un comunicado.

      —Hoy iremos a Fundación Mi Casa. En media hora las llamaremos para que se pongan chaquetas —dijo la monja.

      —¿Y si nos vienen a ver? —preguntó una de las internas.

      —Los

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