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mar, agitado gracias a una fuerte brisa del sudoeste, asomaba por los muelles de Le Havre y se zambullía en las alcantarillas de la ciudad, mezclándose con las aguas negras y reconduciéndolas a los sótanos de las casas.

      Los médicos se frotaban las manos: «¡Qué bien! —se decían—. ¡Vengan a nos los enfermos de tifus!».

      Esto era así porque —créase o no— la ciudad de Le Havre-de-Grâce está construida de tal forma que el alcantarillado ha quedado por debajo del nivel del mar. Y ante la más ínfima marea, a pesar de la enérgica resistencia del señor Rispal, los residuos de sus habitantes se expanden cínicamente por las más lujosas arterias de la ciudad.

      ¡En fin, qué importa! El espectáculo valía la pena.

      Pasé la mayor parte del día en el muelle viendo de qué forma entraban y salían los barcos.

      Como el cierzo helaba el aire, me levanté el cuello del abrigo. Me disponía a hacer lo correspondiente con los dobladillos del pantalón (soy muy delicado con mis efectos personales) cuando apareció mi amigo Axelsen.

      Mi amigo Axelsen es un joven pintor noruego, lleno de talento y emotividad.

      Tiene talento cuando está sobrio y emotividad el resto del día.

      En ese momento se hallaba dominado por la emotividad.

      ¿Quizás fue por la brisa que soplaba más fuerte? ¿O porque su corazón estaba colmado...? La cuestión es que los ojos se le llenaron de lágrimas.

      —¿Qué pasa? —pregunté en tono cordial—. ¿Algo anda mal, Axelsen?

      —No, estoy bien. Este es un espectáculo espléndido, pero también un recuerdo doloroso. Todas las peores mareas del siglo me hacen trizas el corazón.

      —Cuéntame el motivo.

      —Con gusto, pero aquí no.

      Y me llevó a la pequeña trastienda de un quiosco de tabaco en el que una joven inglesa, bastante guapa, nos sirvió un ponche svenska que sacó de detrás de unos trastos.

      Axelsen se enjugó las lágrimas. Esta es la penosa historia que me contó:

      —Hace cinco años de esto. Yo vivía en Bergen (Noruega) y estaba dando mis primeros pasos como artista. Un día, una noche más bien, en una velada en lo de Isdahl, el gran comerciante de huevas de pescado, me enamoré de una muchacha encantadora, que cautivó mi atención al instante. Pedí que me presentaran a su padre y me convertí en una presencia habitual en su casa. Como faltaba poco para su cumpleaños, pensé en hacerle un regalo, pero ¿cuál? ¿Acaso conoces la bahía de Vaagen?

      —Aún no.

      —Bueno, es una bahía bastante bonita que volvía loca a mi querida, sobre todo un rinconcito especial. Pensé: «Le haré una hermosa acuarela de ese rincón, le encantará.» Así que una mañana bien temprano fui hacia allí con mis enseres de acuarelista. Pero fíjate que me había olvidado una cosa: el agua. Así como a los comerciantes de vino se les prohíbe diluir el vino en agua, a los acuarelistas les resulta algo más bien indispensable. ¡Sin agua! «Qué importa —me calmé—, haré la acuarela con agua de mar, a ver cómo sale.»

      Y salió una acuarela bastante bonita, que regalé a mi querida. Ella la colgó enseguida en su habitación. Solo que... ¿no sabes lo que pasó?

      —Lo sabré cuando me lo hayas contado.

      —Pues bien, pasó que el mar de mi acuarela pintada con agua marina era sensible a la atracción lunar y variaba con las mareas. Amigo, no sabes qué raro era ver en mi cuadro cómo el pequeño mar subía, subía y subía hasta cubrir las rocas y, después, bajaba, bajaba y bajaba desnudándolas de a poco.

      —¡Ah!

      —Sí... Una noche tuvo lugar, como hoy, la peor marea del siglo y una espantosa tempestad se desató en la costa. ¡Tormenta, truenos, rayos!

      Ni bien se hizo de día fui a la casa donde vivía mi amante. Me encontré con la gente en estado de profunda consternación.

      Mi acuarela había desbordado: la muchacha se había ahogado en su cama.

      —¡Qué desgracia, amigo!

      Axelsen lloraba como una foca. Le tendí la mano. Entonces agregó:

      —Oye, mira que es completamente cierto lo que acabo de contarte. Si no, pregúntaselo a Johanson.

      Esa misma noche vi a Johanson, quien me confirmó que se trataba de una broma.

      À se tordre, 1891

      1 Si por casualidad un descendiente del monarca se siente ofendido por mi apreciación, solo tiene que buscarme. Jamás he reculado ante un Valois.

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