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Cf. Pap. VIII, 2 B, pp. 1-3.

EL LIBRO SOBRE ADLER. UN CICLO DE ENSAYOS ÉTICO-RELIGIOSOS

      [91] PREFACIO

      Lo esencial de este libro solo podrá ser captado por entendidos en teología y, entre estos, solo interesará a aquel individuo que (en lugar de darse importancia y criticarme por el hecho de haberme atrevido a escribir un libro tan voluminoso sobre el profesor Adler) se entregue a la lectura con esfuerzo y, de ese modo, descubra hasta qué punto Adler es el objeto de este texto y hasta qué punto nos sirve para arrojar luz sobre nuestra época y para sostener ciertos conceptos dogmáticos; en definitiva, hasta qué punto se presta aquí la misma atención tanto a nuestra época como al propio Adler.

      Cuando alguien que todavía vive se dirige a sus contemporáneos, puede verse tentado a plantear que el mundo anteriormente iba bien, pero que se ha echado a perder en catorce días. De ese modo solo conseguirá que sus contemporáneos se mortifiquen, y con razón, puesto que indudablemente el mundo es más o menos igual de próspero, o más o menos igual de decadente que siempre. «Un vistazo a nuestros días», «un retrato del presente», «una interpretación de nuestra época» y otras expresiones por el estilo son fáciles de explotar a través de la retórica. El orador o escritor organiza el discurso (como bien saben hacerlo los más brillantes) con el fin de producir cierto efecto sobre el instante [92] sin preocuparse por trasladar una concepción sólida y firme sobre su época, ni siquiera por reflexionar sobre si la tarea pudiera resultar demasiado grande.

      Un predicador que desee seducir a su parroquia dirá: «Podemos decir en honor a nuestra época, y es algo que no se puede pasar por alto, que una nueva vida ha comenzado a agitarse, que cada vez serán más y más, etcétera». Pero al domingo siguiente añadirá despotricando: «¿Será que la corrupción de nuestra época aún no ha llegado a su grado máximo?, ¿será acaso que aún podemos alcanzar cotas más altas de frivolidad?», etcétera. Todas estas diferentes apreciaciones se presentan en ocasiones simultáneamente en un mismo texto, y quien permanezca algo atento a la lectura cerrará atónito el libro y pensará: «Dios sabrá en qué época vivió realmente esta persona».

      Por eso es mejor dejar hablar a los difuntos. Cuando un pastor se plantee predicar sobre la opulencia de nuestra época y, por casualidad, el sábado por la tarde tropiece con un sermón de 1718 sobre el mismo tema, creo que servirá mejor a sus feligreses si se limita a leer dicho texto que si habla por sí mismo. La cuestión principal no es que alguien tenga derecho a despotricar y los demás deban soportarlo, la cuestión es que todos y cada uno de nosotros nos hagamos más sabios. Cuando un muerto habla de algún modo nadie habla y por esa misma razón todos estamos dispuestos a escucharlo.

      Copenhague, enero de 1847

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