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en el mundo seguirán teniendo una gran influencia sobre lo fenoménico, aunque el ser siga siendo el mismo. No dejaría de resultar sospechoso, por ejemplo, que en nuestra época apareciera un profeta que se asemejara a uno de los antiguos como dos gotas de agua.

      Por si alguien pregunta quién soy yo para acometer esta empresa, esta es mi respuesta: soy un crítico fiel, una persona insignificante que se atribuye el mismo derecho ético que cualquier otra persona sobre un escritor. En la medida en que toda la cuestión respecto al profesor Adler no debe tomarse como algo irrelevante que sería mejor ignorar, es de suma importancia [112] enfocarla con claridad. Resulta inquietante que un escritor ingenioso pero confundido no sepa qué es lo que él mismo entiende por tener una revelación. Del mismo modo que resulta cuestionable que los libros que muestran un gran ingenio consigan desviar la atención de lo determinante. Por lo que se deduce con claridad de sus escritos, estoy completamente convencido de que el apóstol san Pablo de ningún modo se habría incomodado si alguien le hubiera preguntado si realmente había tenido una revelación. Igual que sé que san Pablo, con la concisión que debe caracterizar a la seriedad, habría contestado: «Sí». Pero, en el supuesto de que san Pablo (y espero que me perdone por lo que voy a decir para aclarar el asunto), en lugar de ofrecer con seriedad una respuesta corta, hubiese contestado: «Sí y no», y hubiera proseguido con un dilatado discurso similar a este: «Bueno, es cierto que he afirmado algo así, pero quizá ‘revelación’ sea una palabra demasiado contundente para describirlo, aunque algo sí que hubo, sucedió algo genial...», en ese caso, la cosa habría sido bien distinta. Con los genios, ¡Dios me libre!, me las apaño bien. Si se trata de un gran genio, no tendré ningún reparo en mostrar con respeto estético mi admiración por ese espíritu magistral del que me proclamo aprendiz. Pero, si tuviera que prestarle obediencia religiosa, si tuviera que dejar mi juicio cautivo en obediencia a su autoridad divina, eso no lo haría, ningún genio podría exigir tal cosa de mí. Si una persona no muestra reparos en reinterpretar su existencia apostólica como el fruto de su propia genialidad sin recordar sus primeras afirmaciones, entonces está completamente confundida.

      El profesor Adler es un individuo de este tipo, capaz de levantar pasiones fácilmente y que puede acabar siendo objeto de una u otra admiración ignorante, puede acabar incluso teniendo seguidores. Pero de ese modo no conseguirá nada, más bien al contrario, podría hacer mucho daño dadas las limitaciones del país. Y aunque con sus obras haya enriquecido nuestro capital [114] espiritual (que se ha ido acumulando de muchos modos en nuestra época con la aportación de múltiples manifestaciones), esto apenas tiene importancia si lo comparamos con la posibilidad de alterar los conceptos más relevantes sobre los que descansa todo el cristianismo. Pues en el ámbito espiritual puede darse además un placer tan intenso, una peligrosa tentación para el espíritu que, a base de repetirse, produce una falta de claridad total. A pesar de que todos los escritores en general tienen una gran responsabilidad, en el contexto de una tradición literaria como la alemana, por ejemplo, parece que esta sea menor en la medida en que los escritores pueden esfumarse rápidamente en medio de la masa causando el mínimo daño. Creo que el profesor Adler debería darse cuenta de esto. Yo, al menos, he tratado de hacer todo lo posible para convertirme en un individuo del tipo que he descrito.

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