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que se dirigieron desde el principio y conscientemente en su contra.

      En retrospectiva, la Ilustración se erige como el punto más álgido de un optimismo del que hemos ido descendiendo, gradual pero constantemente, al menos en el sentido filosófico. El público menos reflexivo permaneció felizmente indiferente a las corrientes intelectuales de desaliento que habían ido cobrando fuerza a lo largo del siglo XIX, al menos hasta el año 1914. Aún más, la Ilustración no solo es un punto de partida histórico. Conscientemente, o a menudo solo de forma semiconsciente, la Ilustración todavía es el pilar intelectual de muchos pensadores que ya no comparten sus creencias, y que desarrollan su propio punto de vista refutando actitudes de una era pasada. Para los románticos, el racionalismo asociado a la Ilustración todavía es objeto de desprecio. El cristiano ortodoxo encuentra aborrecible su radicalismo ateo, también activamente antirreligioso. Por tanto, merece la pena preguntarnos qué queremos decir con el término Ilustración. Pero no nos importa qué fue realmente en su complejidad interna, sino solo esos aspectos que han quedado en retrospectiva y que, desde el principio, crearon controversia.

      Los tres rasgos cardinales de la Ilustración fueron el optimismo radical, el anarquismo y su intelectualismo. El optimismo se basaba en la creencia en que la condición moral y social de la humanidad iba en aumento constante. El progreso no solo era una esperanza para el futuro, era una ley que marcaba todo el curso de la historia. Aunque los filósofos de la Ilustración fueron extremadamente críticos con las instituciones y costumbres de su propia época, no tenían sensación de alienación de la historia europea en su conjunto. Las épocas más oscuras del pasado no eran sino pasos hacia una época más brillante. Aunque el presente pueda parecer deplorable, era infinitamente mejor que el pasado, pues la historia, como el hombre individual, era racional y la razón estaba obligada a manifestarse incluso en mayor medida. Esta fe en la razón hizo al pensador ilustrado sentirse seguro en su sociedad y en la historia como conjunto.

      El siglo XVIII está imbuido de la creencia en la unidad e inmutabilidad de la razón. La razón es igual para todos los pensadores, naciones, épocas y culturas. De la mutabilidad de los credos religiosos, de máximas y convicciones morales, de opiniones y juicios teóricos, podemos extraer un elemento firme y duradero que, en sí, es permanente, y que en su identidad y permanencia expresa la esencia real de la razón1.

      Aunque el progreso era inevitable, no era un problema de fuerzas suprapersonales. No era una «ley» de desarrollo económico o de evolución biológica, sino de sentido común, pues los hombres aprenden a través de la experiencia que la Ilustración creía en el progreso. Sus esperanzas eran verdaderamente radicales, lo cual no ocurre en las teorías pseudocientíficas del progreso, pues la esencia del radicalismo es la idea de que el hombre puede hacer consigo mismo y con la sociedad lo que desee. Si es razonable, construirá una sociedad racional; si es ignorante, vivirá en un estado de barbarie. Para la Ilustración, el futuro político y económico estaba abierto. Y, como sus proponentes veían el desarrollo de un conocimiento útil por todas partes, asumieron que el conocimiento simplemente tenía que incrementarse y difundirse hasta que fuera de uso social. Los filósofos no eran profetas de la violencia, pero sí fueron bastante más radicales en su filosofía que los últimos revolucionarios sociales, pues no consideraban a los hombres como agentes del destino social, sino como libres creadores de sociedad.

      El intelectualismo de la Ilustración fue una parte integral de este optimismo. Incluso aquellos que creían que la utilidad gobernaba la acción humana más que la razón, estuvieron de acuerdo en que un interés puramente intelectual era suficiente para una conducta perfecta. Condorcet afirmaba que, puesto que todos los errores políticos y morales se basaban en falacias filosóficas, la ciencia, que disipaba nociones metafísicas falsas y meros prejuicios, también tenía que conducir a los hombres a la verdad y a la virtud social2. Sin embargo, este optimismo intelectual tenía otra cara. Si la razón era la guía suprema del progreso, los intelectuales, los hombres más razonables de todos, estaban autorizados a una posición de liderazgo en la sociedad. De hecho, muchos intelectuales sentían que estaban alcanzando esa meta. Marmontel declaró con bastante franqueza que los filósofos habían sucedido a un clero negligente en sus «funciones más nobles» y que «predican desde los púlpitos unas verdades que rara vez dicen los soberanos»3. Duclos no podía ocultar su orgullo cuando consideraba la importancia de los filósofos. «De todos los imperios, el de los intelectuales, aunque invisible, es el más extenso. Aquellos que están en el poder mandan, pero los intelectuales gobiernan, porque al final forman la opinión pública, que tarde o temprano subyuga o destrona a cualquier despotismo»4. Pero este imperio de intelectuales estaba habitado solo por un grupo. Poetas y artistas, como el clero, quedaban excluidos. Solo los «razonadores» – científicos y filósofos, moralistas profesionales– eran verdaderamente ilustrados y razonables, «lumières», tal y como ellos mismos se llamaron en Francia.

      La idea del moralista secular como intelectual ideal no era accidental. Surgía directamente de la actitud ilustrada hacia la religión o el arte. Después de todo, «ilustración» significaba iluminación de la mente, hasta ahora secuestrada por la religión. La oposición a la Iglesia católica romana era el vínculo más fuerte que unía a los filósofos. En esto, racionalistas y utilitaristas, deístas y ateístas, iban al unísono. Razón significaba «no-religión», y el universo racional, armónico, estaba libre de la interferencia arbitraria de su Creador. De hecho, una sociedad sana no tendría, como base, una iglesia establecida; en su extremo, se habría librado de todo el sacerdocio. En el ámbito de la estética, los filósofos ilustrados aceptaron en general los cánones del neoclasicismo heredado del siglo XVII, con todas las restricciones a la imaginación poética que esto implicaba. De hecho, a comienzos del siglo, Fontenelle había declarado la supremacía de la prosa y relegado a la poesía a una posición literaria muy inferior. Aunque la Ilustración representada por Voltaire y Marmontel, por ejemplo, no iba más allá, continuaba subordinando el arte a las exigencias de la filosofía. En cierto sentido, hicieron del arte algo superfluo al exigir que fuese totalmente realista –es decir, siguiendo el patrón que impone un universo natural supuestamente armónico–. La escena no debía mostrar nada salvo lo probable, lo típico, lo general –en suma, solo temas de importancia universal–. Más aún, el propósito del arte era instruir, moralizar. Shakespeare fue condenado tanto por Voltaire como por el conservador Dr. Johnson por su falta de decoro. Homero disgustaba y Virgilio era elogiado en los mismos términos; el gusto y no la fuerza era el criterio final. Incluso Diderot y Lessing, que modificaron la teoría aristotélica con la exigencia de que el teatro debía conmover al público emocionalmente, no abandonaron los prerrequisitos de la ética. Los espectadores tenían que conmoverse solo con sentimientos virtuosos, especialmente la piedad. El aditivo de la sentimentalidad a la literatura solo era un mecanismo educativo, no una concesión al espíritu de la poesía5. La vocación del intelectual era, a ojos de la Ilustración, reformar y enseñar a la sociedad hasta que toda la humanidad se viese libre de impulsos irracionales, ya fueran artísticos o religiosos.

      Naturalmente, este sentimiento de los filósofos ilustrados según el cual estaban destinados a redimir a la humanidad, les inspiró para trabajar enérgicamente en la elaboración de proyectos para la inminente mejora de la sociedad. La filantropía es el término que mejor describe este celo por la reforma práctica. Era una pasión que llenaba tanto a un hombre bastante simple como el abate de Saint-Pierre, cuanto a personas más sensibles o profundas como Bentham o Kant. De hecho, fue nuestro buen abate quien dio vigencia en los primeros años del siglo a la palabra «bienfaisance», que iba ser tan querida para los autores que le siguieron6. Aunque en Francia y Alemania especialmente no había lugar para la actividad política por parte de los intelectuales, el sueño de la ciudadanía, y sobre todo del liderazgo político, se sentía con intensidad. Fue una época profundamente política.

      Sin embargo, la política de los intelectuales era de una naturaleza peculiar. Eran los políticos que iban a acabar con toda política. La fuerza no solo era innecesaria en una sociedad compuesta de personas razonables, era el primer instrumento de la sinrazón. El anarquismo fue la actitud lógica para aquellos que sentían tanta confianza en la inteligencia en general y en el intelectual profesional en particular. Todas las instituciones religiosas y políticas existentes eran irracionales, obsoletas

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