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hombre mediante la razón pura» –e incluso propagar la especie–74. La filosofía tenía que ser poetizada –¿pero, con qué fin?–. Aquí, se añadía una nota mística a la discusión. Lo que Novalis realmente detestaba de la filosofía de Fichte era que no conducía al éxtasis75. Thomas Carlyle, el eco tardío de todo lo que fue tan discutible en el romanticismo alemán, exclamó: «a saber, llegar a la verdad de algo es siempre un acto místico –donde la lógica más sofisticada solo consigue balbucear en la superficie–»76. No es poesía ni filosofía; es un deseo no resuelto de dos cosas muy diferentes –la pura vida, inmediata, y la exaltación mística–. Este tipo de romanticismo no es más que «un encuentro entre materialismo y misticismo»77.

      Como era natural, los filósofos se alzaron contra tales planteamientos. Hay un conflicto real entre filosofía y todo el esteticismo, no solo de tipo espurio. El filósofo recuerda al «sacerdote de la verdad» en palabras de Fichte y, como tal, es verdadero guía de los jóvenes –al menos en su opinión–78. En esto, por ejemplo, Fichte no difiere de sus predecesores del siglo XVIII. En su opinión, el fin del hombre todavía estaba «sujeto a la naturaleza irracional que le es propia, y sujeto a ella sin reservas, según sus propias leyes»79. Pero, aunque no podamos lograr esta meta, nuestra tarea más importante es hacernos cada vez más razonables. En cuanto a las bellas artes, Fichte esperaba que el estado perfecto las promoviese como una buena salida para el exceso de energía que quedaba después de que el hombre hubiese conquistado la naturaleza80. Sin embargo, filosofía y religión nunca pueden ser tema de regularización estatal, pues están por encima de la sociedad. Solo vinculan al hombre con lo absoluto y, por tanto, representan sus más altas aspiraciones81. Aquí, Fichte estaba abriendo la contienda de los filósofos contra los poetas, pero fue Hegel quien realmente emprendió la guerra con ardor, no al reducir la posición kantiana, sino al apropiarse para la razón de todo lo que el romanticismo había reclamado para el arte.

      La fenomenología de Hegel señala esta abdicación del romanticismo; también supone, paradójicamente, el ataque filosófico más romántico al romanticismo82. No la belleza, sino la verdad, es «una rebelde bacanal donde ninguno de sus participantes está sobrio»83. La razón, no el arte, es unir la vida externa e interna del hombre. En cuanto a la obra de los filósofos poetas, solo albergaba el más profundo desprecio –«las creaciones de ficción que no son ni carne ni pescado, ni poesía ni filosofía»–84. La tarea de la filosofía no es, como suponen estos diletantes, «restaurar el sentimiento de existencia o servir al entusiasmo y los anhelos del éxtasis»85. «La belleza», dice amargamente, odia el entendimiento porque es demasiado débil para soportar «la muerte», que es inherente al proceso analítico. Sin embargo, la razón soporta este sufrimiento, surge de él y finalmente alcanza el conocimiento absoluto en el que se resuelven todas las contradicciones86. En cuanto a la conciencia-Fausto de Sturm und Drang, que niega todos los límites objetivos de los derechos de la personalidad, termina en desesperación. Como solo busca disfrutar, se encuentra encadenada férreamente a la necesidad material y el destino. «En vez de haber escapado de la teoría de la muerte y haberse sumergido en la vida real, solo… se ha precipitado en la conciencia de su propia falta de vida y disfruta simplemente como una necesidad desnuda y extraña, realmente sin vida»87. Hegel pensaba que ni siquiera era capaz de crear un gran arte, pues el genio incontrolado es incapaz de tales alturas88.

      Sin embargo, no fue en su desdén por la personalidad poética, sino en su concepción de la relación entre arte y filosofía donde se hace evidente la deuda de Hegel y su antagonismo con el romanticismo. Al haber resistido a sus tentaciones y aceptado el mundo, trató de demostrar que se había alineado con lo inevitable, lo racional y la única realidad viva. Como los románticos, deseaba la unión de lo objetivo y subjetivo en el espíritu humano. Afirmaba que, al final, el Espíritu había triunfado en su esfuerzo por ser consciente de esta unión. El Arte y la religión eran, de hecho, expresiones de esta evolución, pero la «filosofía» era la fase más alta, más libre, más sabia»89. Aunque no es la intuición, sino el sentimiento, lo que nos lleva a la verdad. Más aún, el Arte es grande hasta el punto en que expresa la Idea. Por tanto, se reduce desde un punto de vista histórico a una forma inferior de filosofía90. Era lógico, aunque no muy feliz por su parte, criticar la literatura romántica moderna por tratar con sentimientos que solo interesan a individuos comprometidos, pero que no tienen importancia universal en absoluto91. De nuevo, la poesía era para Hegel la más alta forma de arte, porque es «el arte universal de la mente, que se ha hecho libre en su propia naturaleza… (aquí) el arte se transciende, en la medida en que abandona el medio de una encarnación armónica de la mente en una forma sensual, y pasa de la poesía de la imaginación a la prosa del pensamiento»92.

      El destino del arte es, entonces, morir convirtiéndose en filosofía. Aquellas expresiones más altas del Espíritu, la filosofía y el estado, no acaban con el arte; nada podría haber gustado más a Hegel. Pero el Espíritu ha sobrepasado al arte. El arte está muerto y ha ido más allá de toda recuperación. Al principio, en la Fenomenología, el arte significaba arte griego; Hegel, como su amigo Hoelderlin, sentía que el arte había muerto con el olvido de los dioses antiguos93. En su última obra sobre estética, el arte cristiano recibía su atención, pero el cristianismo estaba tan muerto como Grecia.

      Podemos admirar el arte del pasado, pero no podemos revivir las experiencias que lo crearon; ya no podemos adorar el arte, y nunca volveremos a ser artistas de nuevo94. La edad de la poesía ha dado paso a la edad de la prosa y Hegel se resigna a ello –nos preguntamos si felizmente.

      La reivindicación hegeliana de la filosofía fue tan poco moderada como la de los poetas por las artes. Le siguió una forma aún más extrema de «conciencia infeliz» que encontró su expresión en oposición a él, al igual que sus predecesores lucharon una vez contra Kant y Fichte. Desde el punto de vista romántico, un sistema filosófico que trata de absorber toda la vida es objetable como algo que, simplemente, ignora la vida por completo. Kierkegaard, como Hegel, había pasado por un período estético, pero cuando salió de él, no abandonó su inspiración, solo su objetivo. La importancia de vivir por encima de la reflexión seguía siendo su pensamiento central95. Para él, como para todos los románticos, la filosofía no «estaba en el juego»; la vida pasaba a su lado96. De hecho, es una forma de escapismo, una ficción sistemática, un retiro de la naturaleza trágica de la vida. Los filósofos saben todo sobre las abstracciones, sobre la muerte, por ejemplo, pero nada sobre la muerte97. Hegel simplemente era un «pedante»98. Nunca supo lo que era vivir. Aceptar el mundo objetivo, reconciliarlo con el ámbito subjetivo, con ideas confortables sobre meditación, es mera cobardía. El «hombre general» de la filosofía está hecho para «perderse en la objetividad»99. Se le permite negar su situación personal y sus más altos intereses. Este es el tesoro de la vida –y es inherente a toda filosofía–. Para todos los filósofos, no solo para Descartes, se comenzaba con la duda, solo después se buscaba alguna respuesta satisfactoria. La verdadera persona viva comienza no con la duda, sino con la desesperación, y busca a Dios100. Obviamente, no se trata de la antigua controversia entre religión y filosofía. A Kierkegaard le gustaba menos el cristianismo tradicional que a Hegel. Lo que le importaba era la intensidad con que los hombres vivían y experimentaban sus momentos más vitales, su relación con Dios. Sus improperios contra los «profesores» tildándoles de «eunucos», de casi inhumanos, se inspiraban en su resentimiento hacia la indiferencia intelectual que estos esgrimían frente a los hombres reales101. Como Hegel, reducían la persona a «un animal dotado de razón», a un objeto dentro de un sistema102. Para él, no era un problema vivir apartado, como lo había sido en Sturm und Drang; tampoco lo era la vida estética; se trataba de una vida religiosa distinta, pero concebida en términos de conciencia romántica como algo irreflexivo, que se experimenta directamente, que absorbe toda la personalidad del individuo. Cuando las astillas están a punto de arder, como en el caso del sacrifico de Abraham, el juicio ético es tan inútil como la apreciación estética103. En su experiencia más crucial, frente a Dios, el individuo también trasciende. El hombre ético, en toda su superioridad frente al hombre estético,

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