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aseguraba que la aparición de parásitos dañinos para el hombre no sólo podía producirse obedeciendo a la voluntad divina, sino también por las artimañas del diablo y de las fuerza del mal a él sometidas. La expresión práctica de estas ideas la constituyeron los numerosos procesos incoados en la Edad Media contra las «brujas», a las que se acusaba de lanzar contra los campos ratones y otros animales nocivos que destruían las cosechas.

      La iglesia cristiana occidental tomó de la doctrina reaccionaria de Tomás de Aquino, convirtiéndolo en dogma, el principio de la generación espontánea y repentina de los organismos, según el cual los seres vivos se originarían de la materia inerte, al ser esta animada por un principio espiritual.

      Este era también el punto de vista de las autoridades teológicas de la iglesia oriental. Así, Demetrio, obispo de Rostov, que vivió en tiempos de Pedro I, defendía en sus obras el principio de la generación espontánea, en forma por demás curiosa para nuestras ideas actuales. Según él, durante el diluvio universal, Noé no habría embarcado en su arca ratones, sapos, escorpiones, cucarachas ni mosquitos, es decir, ninguno de esos animales que «nacen del cieno y de la podredumbre… y en el rocío se engendran». Todos estos seres vivos perecieron con el diluvio y «después del diluvio volvieron a engendrarse de esas mismas sustancias».

      La religión cristiana, lo mismo que todas las demás religiones del mundo, sigue sosteniendo hoy día que los seres vivos han surgido y surgen de golpe y enteramente formados, por generación espontánea, a consecuencia de un acto creador del ser divino, sin ninguna relación con el desarrollo de la materia. Sin embargo, al profundizar en el estudio de la naturaleza viva, los hombres de ciencia han podido establecer que esa generación espontánea y repentina de seres vivos no se produce en ningún lugar del mundo que nos rodea. Esto quedó demostrado ya a mediados del siglo XVII para los organismos con cierto grado de desarrollo, en particular para los gusanos, los insectos, los reptiles y los anfibios. Investigaciones posteriores confirmaron también este aserto en lo que respecta a seres vivos de organización más simple, e incluso a los microorganismos más sencillos que, a pesar de no ser perceptibles a simple vista, nos rodean por todas partes, poblando la tierra, el agua y el aire.

      Vemos, pues, que el «hecho» mismo de la generación repentina de seres vivos, que teólogos de distintas religiones trataban de explicar como un acto en que el espíritu vivificador daba vida a la materia inanimada y que constituía la base de todas las teorías religiosas del origen de la vida, resultó ser un «hecho» inexistente, fantasmagórico, asentado en observaciones falsas y en la ignorancia de sus interpretadores.

      En el siglo XIX se asestó otro golpe demoledor a las ideas religiosas acerca del origen de la vida: C. Darwin y, posteriormente, otros hombres de ciencia, entre ellos los investigadores rusos K. Timiriazev, los hermanos A. y V. Kovalevski, I. Mechnikov y otros, demostraron que, a diferencia de lo que enseñan las sagradas escrituras, nuestro planeta no había estado poblado siempre por los animales y las plantas que nos rodean en la actualidad. Las plantas y los animales superiores, comprendido el hombre, no surgieron de golpe, al mismo tiempo que la Tierra, sino en épocas posteriores de nuestro planeta y a consecuencia del desarrollo progresivo de seres vivos más simples. Estos, a su vez, tuvieron su origen en otros organismos, aún más simples y que vivieron en épocas anteriores. Y así sucesivamente hasta llegar a los seres vivos más sencillos.

      Estudiando los restos fósiles de los animales y de las plantas que poblaron la Tierra hace muchos millones de años, podemos convencernos en forma bien patente de que en aquellos tiempos la población viva de la Tierra era distinta a la actual, y de que cuanto más avanzamos en la profundidad de los siglos vemos que esa población es cada vez más simple y menos diversa.

      Descendiendo gradualmente, de escalón en escalón, y estudiando la vida cada vez en formas más antiguas, llegamos a fin de cuentas a los seres vivos más simples, muy semejantes a los microorganismos de nuestros días, y que en la antigüedad eran los únicos que poblaban la Tierra. Pero, a la vez, surge inevitablemente la cuestión del origen de las manifestaciones más simples y más primitivas de la naturaleza viva, de las que arrancan todos los seres vivos que pueblan la Tierra.

      Las ciencias naturales, a la vez que refutan la posibilidad de que lo vivo se engendrase independientemente de las condiciones concretas del desarrollo del mundo material, debían explicar el tránsito de la materia inanimada a la vida, es decir, explicar el origen de la vida.

      En los geniales trabajos de F. Engels –Anti-Dühring y Dialéctica de la naturaleza–, en sus notables generalizaciones de los adelantos de las ciencias naturales, se ofrece el único planteamiento acertado y científico del problema del origen de la vida. Engels señaló también el camino que habrían de seguir en lo sucesivo las investigaciones en este terreno, camino por el que avanza con todo éxito la biología soviética.

      Engels rechazó por anticientífica la opinión de que lo vivo puede originarse independientemente de las condiciones en que se desarrolla la naturaleza y patentizó la unidad existente entre la naturaleza viva y la naturaleza inanimada. Basándose en pruebas científicas, Engels consideraba la vida como un producto del desarrollo, como una transformación cualitativa de la materia, preparada en el periodo que precedió a la aparición de la vida por una serie de cambios graduales operados en la naturaleza y condicionados por el desarrollo histórico.

      El gran mérito de la teoría darwinista consistió en haber dado una explicación científica, una explicación materialista a la aparición de los animales y plantas superiores mediante el desarrollo progresivo del mundo vivo y el haber recurrido al método histórico para resolver los problemas biológicos. Sin embargo, en el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas siguen manteniendo, aun después de Darwin, el viejo método metafísico de abordar este problema. El mendelismo-morganismo, muy extendido en los medios científicos de América y de Europa Occidental, sostiene el principio de que los portadores de la herencia, lo mismo que de todas las demás propiedades de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial concentrada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían surgido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando prácticamente invariable su estructura determinante de la vida, a lo largo de todo el desarrollo de esta; vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista de los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se reduce a saber cómo pudo surgir repentinamente esa partícula de sustancia especial, dotada de todas las propiedades de la vida.

      La mayoría de los autores extranjeros que abordan esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica) lo hacen en forma por demás simplista. Según ellos, la molécula del gen surge en forma puramente casual, gracias a una «feliz» conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo, los cuales se combinan «solos», para formar una molécula extraordinariamente compleja de esa sustancia especial, que posee desde el primer momento todos los atributos de la vida.

      Ahora bien, esa «circunstancia feliz» es tan excepcional e inusitada que únicamente podría haberse dado una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese momento sólo se produce una constante multiplicación del gen, de esa sustancia especial que ha surgido una sola vez y que es eterna e inmutable.

      Está claro que esa «explicación» no explica nada en absoluto. Lo que distingue a todos los seres vivos sin excepción es que su organización interna se halla extraordinariamente adaptada, podríamos decir que perfectamente adaptada al cumplimiento de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la multiplicación en las condiciones de existencia dadas: ¿Cómo ha podido surgir, mediante un acto puramente casual, esa adaptación interna, tan característica para todas las formas vivas, incluso para las más elementales?

      Los que mantienen ese punto de vista niegan en forma anticientífica la regularidad del proceso que da origen a la vida; consideran que este acontecimiento, el más importante de la vida de nuestro planeta, es puramente casual, y, en consecuencia, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta planteada, cayendo inevitablemente en las concepciones más idealistas y místicas, que afirman la existencia de una voluntad creadora primitiva de origen divino y de un plan determinado de creación de la vida.

      Así, en el libro de

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