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      —Su padre ganó —murmuró Víctor.

      Luis vio a sir Edward alzar el brazo con el puño apretado, celebrando el triunfo. Pero volvió a centrar su atención en la hija.

      —Voy abajo —dijo Luis—. Asegúrate de que todo esté listo para cuando nos vayamos.

      —¡Bien! —exclamó sir Edward y alzó a su hija en brazos—. ¡Hemos ganado, querida! Un par más de golpes de suerte y volaremos alto.

      Pero él ya estaba en las nubes, pensó Caroline.

      —Por favor, papá —le rogó—. Para ahora, que puedes. Esto es…

      Iba a decir «una locura». Pero su padre la interrumpió:

      —No seas aguafiestas, Caro. Esta es nuestra noche de suerte, ¿no lo ves? —la soltó y se volvió a la mesa, donde el crupier estaba retirando las fichas—. Déjelas —le dijo al hombre.

      Caroline vio con angustia cómo su padre se jugaba hasta el último penique en otra vuelta de ruleta.

      Se había empezado a formar un corro alrededor de la mesa. Sus murmullos se fueron apagando cuando giró la rueda. Caroline contuvo la respiración. Estaba furiosa en su interior. Pero la habían educado en la creencia de que no se debía hacer escenas en público, y su padre lo usaba como arma contra ella.

      No habían servido de nada las promesas, ni los meses y años de estrecha vigilancia.

      Estaba cansada. Y tenía la sospecha de que aquella vez no iba a ser capaz de perdonar a su padre por hacerle aquello.

      Pero no podía hacer nada, más que soportar aquella pesadilla, en aquel maldito lugar. Solo faltaba que apareciera Luis Vázquez para que la pesadilla fuera completa.

      Tembló.

      En aquel momento sintió que alguien se quedaba de pie detrás de ella. Sintió su aliento en la nuca. Pero la atención de Caroline estaba en la mesa, en aquella pequeña bola, y el ruido rítmico de la rueda.

      —¡Sí! —exclamó victorioso su padre, al doblar su apuesta.

      La gente reunida empezó a animarlo en su buena suerte. Pero Caroline se hundió. Se sentía mareada. Y debió de balancearse levemente, porque una mano le rodeó la cintura para sujetarla.

      Y ella debió de sentir su desfallecimiento, porque dejó que esa mano se deslizara por su espalda y la atrajera contra su cuerpo firme.

      No habría quién parase a su padre ahora. No se contentaría hasta que no hubiera perdido todo.

      El objetivo no era ganar, ni el motivo por el que jugaba la gente. Ganar significaba tener suerte. Y se jugaba hasta perderla. Y luego hasta volver a ganar.

      Se estremeció.

      Finalmente pudo separarse de aquel brazo y dijo:

      —Gracias, pero estoy…

      Se quedó helada. No pudo continuar hablando.

      Unos ojos negros, que le resultaban familiares, se clavaron en ella y entonces Luis le dijo:

      —Hola, Caroline.

      Capítulo 2

      Le dio un vuelco al corazón.

      —Luis… —balbuceó.

      Creyó estar alucinando, que su imagen era producto del infierno que estaba viviendo, porque la locura de su padre y aquel lugar eran sinónimo de aquel hombre en su mente.

      —No —incluso llegó a decir Caroline.

      —Lo siento, pero sí —contestó él burlonamente.

      Ella empezó a sentirse mareada nuevamente.

      —Por favor, suéltame —dijo Caroline, desesperada por poner distancia entre ellos.

      —Por supuesto —Luis quitó la mano instantáneamente.

      Ella recordó al extraño que había conocido en la entrada del casino. Aquel hombre le había recordado a Luis. Sin embargo, no le había gustado a simple vista…

      —Tu padre está de suerte, por lo visto —comentó, mirando lo que ocurría en la mesa.

      —¿Sí? —preguntó ella con escepticismo.

      Él la miró. Pero ella no podía mirarlo. Su mirada le hacía daño. Porque Luis representaba todo lo que ella había aprendido a despreciar del mal de su padre. Obsesión, maquinación, decepción, traición.

      Sintió amargura. Quiso apartarse de él, pero en aquel momento empezó a arremolinarse la gente, felicitando a su padre, demostrando su alegría por ver que estaba ganando a la banca contra toda previsión.

      En aquel momento, el brazo de Luis volvió a rodearla, para protegerla de los codos que iban en su dirección. La apretó contra él. Ella se sintió envuelta en su calor.

      Apenas podía respirar. Los recuerdos no se hicieron esperar.

      Habían sido amantes hacía tiempo. Sus cuerpos se conocían muy íntimamente. Estar allí, apretada contra él entre la gente era el peor castigo que podía sufrir por haberse atrevido a volver a aquel sitio.

      —¿Sigues jugando para ganarte la vida, Luis? —le preguntó ella sarcásticamente—. Me pregunto qué haría la administración del casino si supiera que tienen a un profesional en su club.

      Luis la miró achicando los ojos.

      —¿Es una amenaza velada, por casualidad? —preguntó él.

      Caroline se hizo la misma pregunta, sabiendo que con una sola palabra al oído de los responsables del casino echarían a Luis de allí.

      —Fue solo una observación —suspiró Caroline.

      No tenía derecho a criticar a Luis cuando su padre era igual.

      —Entonces, para contestar a tu observación, no —contestó él—. No estoy aquí para jugar.

      Pero Caroline no estaba escuchando. Acababa de asaltarla una idea, que la estremeció.

      —Luis… —le murmuró ansiosamente—. Si hablase serenamente con los responsables del casino sobre mi padre, ¿harían algo para impedir que siguiera jugando?

      —¿Y por qué iban a hacerlo? —torció la boca—. No es un profesional. Solo es un hombre con un vicio que se le ha transformado en obsesión.

      —Una obsesión suicida —respondió Caroline con un temblor.

      La mano que tenía en la espalda la acarició. Pero Luis no dijo nada. Él conocía a su padre muy bien.

      —Odio esto —dijo ella.

      —¿Quieres que no lo deje jugar más? —se ofreció Luis.

      —¿Piensas que podrías hacerlo?

      En respuesta, Luis alzó la vista hacia donde estaba su padre, emergiendo de entre la gente que lo felicitaba.

      —Sir Edward —dijo, sin subir el tono de voz ni desafiarlo.

      No obstante esas dos palabras causaron impacto, puesto que apagaron los murmullos de excitación de la gente.

      Ella presintió que su padre se daba la vuelta. No lo vio, porque Luis la tenía apretada contra su pecho, pero sintió el shock de su padre.

      —Pero… Si es Luis… ¡Qué sorpresa! —dijo su padre con un acento inglés aristocrático, cuando se recuperó.

      Su hija hizo una mueca de dolor.

      —Sí, qué sorpresa, ¿verdad? Siete años y aquí estamos otra vez. A la misma hora, en el mismo lugar…

      —Debe de ser el destino —dijo su padre.

      «Triste y cruel

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