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menos conscientes de lo que pasaba a su alrededor que esa niña.

      —¿Sabes tu dirección? —insistió.

      Esta vez la niña lo miró frustrada.

      —No, es nueva.

      Pareció preocupada por no poder recordarlo. Bueno, si la madre no aparecía pronto, él tenía amigos en la policía que podían ayudarle a encontrarla.

      Le dio la mano y se alejaron del camión.

      —A veces, lo nuevo es difícil de recordar —dijo—. ¿Sabes cómo te llamas?

      La niña lo miró como si fuera idiota.

      —Claro que sí. Mi nombre no es nuevo. Es tan viejo como yo.

      —Ya veo. Yo me llamo Bryce Walker, ¿y tú?

      La niña agitó la cabeza, moviendo el cabello rubio.

      —CeCe Billings. Me llamaron así por mi abuela. La primera parte.

      —La primera parte…

      —Sí. CeCe. Pero ella se llama realmente Cecilia. Yo también, pero mi mamá me llama CeCe para no confundirnos.

      —Ya veo. ¿Y cómo te llama tu papá?

      —Nada —dijo la niña tranquilamente—. Yo no tengo papá. Mamá nos dice que nos va muy bien sin uno.

      —Vaya… Bueno, no creo que ahora ella esté sintiéndose bien. Seguramente que te esté buscando.

      La niña agitó la cabeza.

      —No creo. Mamá está ocupada.

      —¿Haciendo qué?

      Bryce no tuvo muy buena opinión de una madre que estuviera demasiado ocupada como para darse cuenta de que su hija se había perdido.

      CeCe continuó inspeccionando el camión.

      —Les está diciendo qué hacer a todos esos hombres. Están todos muy confundidos.

      Y no eran los únicos, pensó él.

      —¿Qué hombres?

      —Los que la están ayudando. No me estás escuchando. Mamá siempre le está diciendo a la abuela que los hombres no escucháis.

      —¿Sí?

      Estaba muy claro que la madre de esa niña no tenía muy buena opinión de los hombres. Lo que los ponía al mismo nivel, ya que él no tenía muy buena opinión de las mujeres que descuidan a sus hijos.

      Pero en ausencia de una madre histérica, a él no le quedaba más remedio que mantener ocupada a la niña. Le dio un golpecito en el hombro y, cuando ella lo miró, le ofreció la mano.

      —¿Quieres que te enseñe el cuartelillo mientras tratamos de ver cómo encontramos a tu madre?

      CeCe tomó su mano, pero lo miró de nuevo como si fuera tonto.

      —¿Por qué? Mi madre no se ha perdido.

      Él sonrió a la niña. Si no hubiera querido otra cosa para sí mismo, le hubiera gustado tener una hija como CeCe. Pero eso era como agua bajo un puente que él había querido dejar atrás hacía ya mucho tiempo.

      —No, pero tú sí lo estás.

      —No, no lo estoy —dijo CeCe sonriendo—. Estoy aquí. Contigo.

      A él le pareció muy difícil discutir eso, así que ni lo intentó.

      Lisa Billings estaba agotada. Durante los últimos meses había estado volando entre su antiguo hogar en Dallas y la ciudad donde había decidido instalarse de nuevo con su familia, tratando de encontrar el lugar perfecto tanto para su casa como para el almacén. Una nueva casa donde pretendía llevar una vida nueva para ella y su hija. La llamada de un nuevo comienzo era muy fuerte.

      No pedía mucho, pero lo que pedía no era negociable. Quería un lugar limpio, luminoso y seguro, con buenos colegios que satisficieran a una niña tan ansiosa por aprender como lo era CeCe. Por fin, eso la había llevado a Bedford, en California, un lugar que le había parecido casi perfecto.

      Mirando atrás, en los últimos seis meses, no podía recordar un momento en que no hubiera estado ocupada. Pero eso no la había dejado pensar, lo que era una suerte.

      Pero lo cierto era que había estado tan ocupada que había perdido de vista a lo más importante de todo. CeCe. CeCe, la razón por la que se había dedicado a llevar una tienda de juguetes, su razón de vivir.

      De alguna manera, entre el lío del montaje de la tienda, había perdido de vista a su hija.

      En un momento la niña estaba jugando en el jardín delantero y al siguiente había desaparecido. No estaba por ninguna parte. Estaba claro que CeCe se había ido de exploración.

      Trató de no dejarse llevar por el pánico y la volvió a buscar por toda la zona.

      La búsqueda resultó tan infructuosa como la anterior. Con quien se encontró fue con su madre, que estaba dirigiendo a los de la mudanza con aires de mariscal de campo. A Cecilia Dombrowski le bastó una mirada a su hija para darse cuenta de que algo no iba bien.

      —¿Qué pasa? —le preguntó.

      —No la encuentro por ninguna parte, madre. No encuentro a CeCe.

      Cecilia levantó las manos llamando la atención de los hombres de la mudanza.

      —Mi nieta se ha perdido. Todos saben cómo es. Por favor, dejen lo que están haciendo y vayan a buscarla. ¡Ya!

      Los hombres, cuatro hombretones, se miraron entre sí confundidos.

      —¡Ya! —repitió Cecilia—. Llamen a todas las puertas. Pregunten. Estaba aquí hace unos minutos y tiene las piernas cortas. Sus piernas son mucho más largas, así que pueden cubrir más distancia. Por favor.

      Eso último pareció más una orden que un ruego.

      Los hombres hicieron lo que se les pedía. Los muebles podían esperar.

      Cecilia suspiró y se dirigió a su hija, poniéndole las manos en los hombros.

      —Tú haz lo mismo. Ve a buscarla. La encontraremos. Sabes que sí.

      Había veces que Lisa creía que Dios no se atrevería a discutir con su madre y, ella no lo iba a hacer. Solo con oír sus palabras se sentía mejor.

      —Sí —dijo—. La encontraremos.

      —Muy bien. Yo me quedaré aquí por si vuelve. Ya sabes como es —dijo Cecilia sonriendo.

      Lisa pensó que su hija era demasiado inteligente como para haberse alejado demasiado.

      ¿Pero dónde estaría?

      Salió a la calle, donde la luz le hizo daño en los ojos. Hizo pantalla con la mano y entonces fue cuando lo vio.

      El cuartelillo de bomberos de la esquina de la calle. Solo le había prestado una atención marginal cuando llegaron.

      Pero ahora se daba cuenta de todo su significado.

      No era como si fuera fácilmente accesible, ya que entre él y la casa había una calle de tres carriles y con una pequeña isla enmedio para los peatones que no hubieran podido pasar con el semáforo.

      A CeCe le encantaban los camiones de bomberos.

      Rogó para que estuviera allí.

      Cruzó con el semáforo en verde y llegó a la isla antes de que se pusiera en rojo.

      Él no supo exactamente lo que lo hizo mirar entonces. Tal vez se hubiera medio esperado la aparición de una madre frenética, tal vez fue solo por casualidad por lo que miró por la ventana que daba a la calle. Por lo que fuera, se quedó pasmado por la visión de esa mujer corriendo.

      Se movía como una gacela.

      Se

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