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y el camarada Witherspoon se agitaba en su asiento y balbuceaba desde sus espesas barbicas. Sin embargo, la fuerza de la rutina hubiera hecho aprobar la candidatura. Pero, al tiempo en que el presidente iba a abrir la boca para declararla aprobada, Syme se puso de pie y dijo suavemente:

      —Sí, señor Presidente, yo me opongo.

      Un cambio inesperado de voz es de mucho efecto en la oratoria. Evidentemente Mr. Syme entendía algo de oratoria. Habiendo pronunciado las anteriores palabras con suavidad y sencillez, hinchó ahora la voz de manera que la bóveda resonó como si hubieran descargado un fusil.

      —¡Camaradas! —gritó, y todos saltaron en los bancos—. ¿Y para oír esto hemos venido aquí? ¿Para eso tenemos que vivir debajo de la tierra como unos ratones? Para oír eso bastaría ir a las comidas de las escuelas dominicales.

      “¿Hemos revestido de armas estos muros, hemos puesto la muerte tras esa puerta para impedir que venga cualquiera a oír que el camarada Gregory nos aconseje: Sean buenos y serán felices, la honradez es la mejor política, la virtud tiene en sí misma su recompensa? En el discurso del camarada Gregory no ha habido una sola palabra que no hubiera regocijado a un cura. (Muy bien, muy bien). Pero como yo no soy cura (risas), no me han hecho ni mucha ni poca gracia (risotadas), y un hombre capaz de ser un buen cura, no es capaz de ser un Jueves enérgico, duro e implacable (¡Muy bien, bravo!). El camarada Gregory nos ha dicho, como pidiendo indulgencia, que no somos enemigos de la sociedad. Pero yo les digo que somos enemigos de la sociedad, y tanto peor para la sociedad. Somos enemigos de la sociedad, porque la sociedad es la enemiga de la Humanidad: su más antigua y despiadada enemiga (¡Bravo!). El camarada Gregory nos dice, como solicitando perdón, que no somos aquí asesinos. Concedido. No somos asesinos, sino ejecutores.” (Alaridos.)

      Desde que Syme se levantó, Gregory lo había estado oyendo con un asombro que se reflejaba casi en una expresión de imbecilidad. Al fin, aprovechando una pausa, sus labios inmóviles se abrieron para dejar salir, con una precisión automática, esta condenación:

      —¡Hipócrita abominable!

      Syme clavó su mirada azul en los temibles ojos de su adversario, y dijo con altivez:

      —El camarada Gregory me llama hipócrita. Sabe él tan bien como yo que estoy cumpliendo puntualmente mis juramentos y haciendo lo que debo. Yo no me ando con atenciones ni las quiero. He dicho que el camarada Gregory no sería un buen Jueves, a pesar de sus amables cualidades. Es inepto para ser Jueves, en razón de sus amables cualidades. No queremos que el Supremo Consejo de la Anarquía se contamine de conmiseración lacrimosa. (¡Muy bien!). Aquí no hay tiempo que gastar en cortesías ni en modestias. Presento yo mismo mi candidatura contra la del camarada Gregory, como me propondría yo mismo contra todos los Gobiernos de Europa. Porque el anarquista que ha dado su corazón a la anarquía, ese no se acuerda de la modestia, como tampoco se acuerda del orgullo (Gritos prolongados). Yo aquí no soy un hombre: soy una causa. (¡Bravooo!). Me propongo contra el camarada Gregory con la misma impersonalidad, con la misma naturalidad con que preferiría, en ese muro, una pistola a otra pistola. Y digo, en suma, que antes de tener a Gregory y sus dulzonerías en el Consejo Supremo, ofrezco mi candidatura, y...

      El final quedó ahogado en una catarata de aplausos. Todos los rostros, que se habían ido enfureciendo de aprobación a medida que las palabras de Syme eran más violentas, ahora se torcían con gestos de esperanza o se abrían con gritos de entusiasmo. Cuando Syme anunció que estaba dispuesto a ser Jueves, un rugido de asentimiento le contestó, que no fue ya posible aplacar. Y aunque Gregory, de pie, mascando espuma, clamaba a plenos pulmones contra el clamor general, nadie le escuchaba.

      —Deténganse, insensatos —gritaba—. ¡Deténganse! Pero por sobre sus gritos y sobre aquella tempestad de alaridos, se dejó todavía oír Syme, con voz de trueno:

      —Yo no iré al Consejo a refutar las calumnias de los que nos llaman asesinos: iré a merecer yo mismo esas calumnias (largos y prolongados aplausos). Al sacerdote que dice: “estos son los enemigos de la religión”, al juez que dice “he aquí los enemigos de la ley”, al obeso parlamentario que exclama: “ahí tienen a los enemigos del orden público y de la moral pública”, a todos esos yo les diré: “Son falsos reyes, pero son profetas verídicos. Porque heme aquí venido para destruirlos y para cumplir sus augurios”.

      El inmenso clamor se fue lentamente apaciguando. Antes de que hubiera cesado del todo, Witherspoon se había puesto de pie, el pelo y la barba erizados, y había dicho:

      —Propongo, como enmienda, que el camarada Syme sea designado para el puesto.

      —¡Alto! ¡Deténganse, repito! —gritaba Gregory frenético—. ¡Todo es una...! La fría voz del presidente vino a cortar sus protestas:

      —¿Hay quien secunde la enmienda propuesta?

      Un sujeto alto, y flaco, de ojos melancólicos y barba a la americana, hizo ademán de levantarse entre los últimos bancos. Gregory, que había estado aullando hasta entonces, habló ahora con una voz más extraña que sus aullidos.

      —¡Acabemos! —dijo, y su voz cayó como una piedra—. Este hombre no puede ser electo, porque es un...

      —¿Sí? —dijo Syme imperturbable—. ¿Qué es? Gregory gesticuló sin articular palabra.

      Un leve sonrojo sucedió a su lividez anterior.

      —Porque es un hombre —dijo— que carece casi por completo de la experiencia necesaria.

      Y se dejó caer en el banco.

      Pero ya el hombre alto y flaco de la barba americana estaba de pie, diciendo con un monótono acento americano:

      —Me adhiero a la candidatura del camarada Syme.

      —Según la costumbre —dijo Mr. Buttons, el presidente, con mecánica rapidez— será presentada al sufragio la enmienda Syme. Ahora hay que saber si el camarada Syme...

      Gregory estaba otra vez de pie, jadeante:

      —¡Camaradas! —suplicó—. Yo no soy un loco...

      —¡Oh! ¡Oh! —protestó Witherspoon.

      —Yo no soy un loco —insistía Gregory con una sinceridad angustiosa que suspendió la asamblea por un instante—. Les voy a dar un consejo, y llámenme loco si quieren. No: tampoco es un consejo, porque no voy a darles ninguna razón para apoyarlo. Es una orden: si se empeñan, digan que es una locura, pero obedézcanla. “Pega, pero escucha”. Mátenme, pero obedézcanme. ¡No elijan a ese hombre!

      La verdad, aun encadenada, es tan terrible, que por un instante pareció que la efímera victoria de Syme iba a doblarse como un junco bajo la tempestad. Pero quien hubiera visto los tranquilos ojos azules de Syme nada habría temido. Contentóse con decir:

      —El camarada Gregory ordena... Esto bastó para romper el encantamiento. Al punto gritó un anarquista:

      —¿Y quién es usted para mandar? Usted no es el Domingo. Y otro, con un vozarrón:

      —Usted no es el Jueves.

      —Camaradas —gritó Gregory con la voz del mártir que, en el éxtasis del dolor, acaba por sobreponerse al dolor—. Poco me importa que me detesten como un tirano o como un esclavo. Si no escuchan mis órdenes, reciban al menos mi humillación. Me arrodillo ante ustedes, me echo a sus pies, les imploro: no elijan a ese hombre.

      —Camarada Gregory —observó el presidente—, realmente la actitud de usted no me parece muy digna.

      Por primera vez desde el principio de la discusión, hubo un corto silencio. Gregory se volvió a sentar. No era un hombre, sino un pálido despojo humano.

      El presidente soltó la frase ritual como un reloj de repetición:

      —Se trata de saber si el camarada Syme debe ser electo para desempeñar el cargo de Jueves en el Consejo General.

      Rumor

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