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sin ocultar la conmoción–. No lo sabía.

      –No tenías por qué saberlo. Murió en un accidente de coche cuando tenía veinte años.

      –¿Cuántos años tenías tú? –preguntó ella, tras un momento de silencio.

      –Dieciocho.

      –Debió de ser horrible para ti y para tus padres.

      –Lo fue –admitió él, jugueteando con las gafas de sol sobre la mesa.

      Un incómodo silencio cayó sobre ellos, mientras los villancicos callejeros seguían escuchándose en la distancia.

      –¿Cuándo pasó, estabas en el reformatorio militar todavía? –preguntó ella, echando mano de lo primero que le pasó por la cabeza.

      –Estaba en mi semana de vacaciones, después de mi graduación.

      A Mari se le encogió el corazón al pensar en todo lo que había perdido Rowan, sobre todo, en un momento en que debía de haber estado celebrando el haber terminado las clases en aquel reformatorio.

      Sin pensarlo, ella le tomó la mano.

      –Rowan, no sé qué decir.

      –No hay nada que decir –negó él, acariciándole la muñeca con el dedo pulgar–. Solo quiero que sepas que te he confiado una parte de mi pasado de la que no suelo hablar.

      A Mari le subió la temperatura al sentir su contacto.

      –¿Me estás hablando de ti mismo para…?

      –Para acercarme a ti –reconoció él con ojos ardientes–. Para que sepas que ese beso no fue un accidente. No soy el santo que la prensa dice que soy.

      No había estado imaginándose cosas, caviló Mari. Rowan Boothe la deseaba.

      Y ella quería acostarse con él.

      El sonido de un camión dando marcha atrás sacó a Rowan de aquel momento mágico. Miró a su alrededor para comprobar que los guardaespaldas siguieran en sus puestos. Vio a dos enamorados sentándose en la mesa de al lado. La pareja de turistas con los que habían hablado antes estaba pagando la cuenta para irse. Una familia llenaba una larga mesa contigua.

      Allí estaban tan seguros como podrían estar en cualquier lugar público.

      Él sabía que no podía mantener a Mari y a Issa bajo llave. Esperaba que, con la protección adecuada, Mari pudiera disfrutar de salir en público. Al imaginársela acosada durante el resto de sus días, apretó los dientes frustrado. Ella se merecía algo mejor que tener que vivir en las sombras.

      Por otra parte, Rowan se dijo que le debía mucho a Issa por haberlos unido. Le conmovía el lado sensible de Mari, la inesperada dulzura que latía bajo su cerebro de científica y sus genes reales.

      Con la ayuda de Salvatore, encontrarían a la familia de Issa o le buscarían un hogar adoptivo donde pudiera ser feliz.

      Sin embargo, no estaba tan seguro de cómo terminaría aquella situación con Mari. Sin duda, ella lo deseaba. Aunque también sentía desconfianza hacia él.

      Una retirada táctica era lo más adecuado, pensó, al menos, hasta que encontrara el momento apropiado para avanzar.

      –Tú debes de haber disfrutado de fiestas de Navidad muy lujosas con tu padre –comentó él, sirviendo café para los dos.

      Mari bajó la vista.

      –Mi padre suele ser bastante discreto. La economía del país se está estabilizando gracias a las exportaciones de cacao, pero el tesoro nacional no está sobrado de efectivo. Me criaron para tener en cuenta mi responsabilidad hacia el pueblo.

      –No tienes hermanos con quienes compartir esa responsabilidad.

      Rowan habló sin pensarlo, quizá porque el recuerdo de su hermano estaba demasiado fresco en su memoria. Se sentía culpable por haberle fallado a Dylan. Si sus decisiones hubieran sido diferentes…

      –Mis dos padres se volvieron a casar y se volvieron a divorciar, pero no han tenido más hijos –explicó ella–. Así que yo soy la única. El futuro de mi país está en mis manos.

      –No suenas muy entusiasmada.

      –Solo creo que debe de haber alguien mejor preparado que yo –indicó ella, y tomó un trago–. ¿Por qué me miras tan sorprendido? No pensarás que soy la mejor opción para mi pueblo, ¿verdad? Prefiero encerrarme en el laboratorio con una cafetera antes que tener algo que ver con el mundo del poder.

      –Creo que harás bien cualquier cosa que te propongas –aseguró él. ¿Cómo era posible que tuviera tan poca confianza en sí misma?, se preguntó–. Cuando entras en una habitación, iluminas todo con tu presencia. Eres como una estrella.

      Ella agachó la cabeza hacia su taza, sin dejar de mirarlo.

      –Gracias por tu voto de confianza. Pero yo prefiero hechos concretos y tangibles. Soy una científica.

      –Yo diría que mucha gente apreciaría la lógica y el pensamiento racional en su líder.

      Ella apartó la vista.

      –No he sido siempre así.

      –¿Cómo?

      –Tan precisa –explicó ella, y le lanzó una rápida mirada por el rabillo del ojo–. De niña, era bastante descerebrada. Perdía los lazos del pelo en los hoteles, me dejaba las muñecas y los libros en los aviones. Siempre me quedaba dormida más de la cuenta por las mañanas y llegaba tarde a los sitios. Los criados tenían órdenes de despertarme media hora antes de lo necesario, por si acaso.

      –¿Eso te pasaba en casa de tu madre o de tu padre?

      –En los dos sitios. Mi reloj interno no entendía de despertadores ni de horarios –confesó ella. Solo había sido una niña intentando sobrellevar un estilo de vida transcontinental, las presiones de pertenecer a la realeza y la dificultad de ir cinco cursos por delante de los niños de su edad.

      –A mí me parece que has viajado mucho en tu vida. Seguro que sabes que perder cosas durante los viajes es algo tan común como el jet lag, incluso para los adultos.

      –Eres muy amable –repuso ella, encogiéndose de hombros–. Yo aprendí a hacer listas y a estructurar mi mundo de forma meticulosa.

      –¿Cómo? –quiso saber él, de pronto, tan interesado por su forma de ser como por besarla una segunda vez.

      –Siempre me siento en el mismo asiento de un avión. He creado una rutina para los trayectos trasatlánticos, siempre viajo a la misma hora, por ejemplo. Así el mundo me resulta menos confuso.

      –¿Confuso?

      –Olvídalo.

      –Demasiado tarde. Recuerdo todo lo que dices –afirmó él y era cierto.

      –Ah, eres una de esas personas con memoria fotográfica. Imagino que es útil en tu trabajo.

      –Mmm… –murmuró él. No tenía memoria fotográfica con todo, sino solo con ella. Pero no iba a confesárselo.

      –Apuesto a que mis rutinas te suenan un poco excesivas. Pero la vida me resulta una locura la mayoría de las veces. Soy una princesa. No puedo escapar a eso –señaló, y dejó su taza sobre la mesa–. Tengo que aceptar que, por muchas listas que haga, mi mundo nunca será predecible.

      –A veces, que algo sea impredecible tiene sus ventajas también –comentó él, ansiando acariciarle su hermosa cara.

      Mari tragó saliva.

      –¿Es ahora cuando me sorprendes con otro beso?

      –Esta vez, podrías sorprenderme y dármelo tú.

      Ella se quedó mirándolo en silencio, tanto tiempo que Rowan pensó que iba a reírse en su cara. Sin embargo, justo cuando creía que iba a mandarlo al diablo…

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