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problema de nacimiento en el ojo derecho, una atrofia que le impedía la visión de ese ojo casi por completo. Para leer se ayudaba de su lupa, que tengo aquí, en mi escritorio. Es uno de sus recuerdos. La miro, sonrío y siento que me acompaña.

       «¿No te he contado cuando fui a Marruecos en busca de tu tío Jacobo?... España se encontraba inmersa en la guerra del Rif, también llamada segunda guerra de Marruecos, una guerra que enfrentó a las tribus rifeñas con las autoridades coloniales españolas y francesas entre 1911 y 1927. Fue una larga contienda, con numerosos altibajos, que marcó la historia de España en el primer tercio del siglo XX. En 1921 se inició definitivamente el comienzo del fin del largo conflicto.

       Todo empezó cuando el 12 de febrero de 1920 el general Manuel Fernández Silvestre, que había sido jefe del Cuarto Militar del rey y que tenía una hoja de servicios llena de actos heroicos, fue nombrado comandante general de Melilla. En enero de 1921 decidió emprender una ofensiva para tomar la bahía de Alhucemas. Dejándose llevar por su arrojo, que al fin se mostró imprudente, prescindió de los mandos superiores y quiso hacer la guerra por su cuenta, con unas tropas poco preparadas y con problemas de suministros, enfrentadas a las duras tribus rifeñas, acostumbradas a las calamidades y conocedoras de un territorio muchas veces ingrato y siempre duro. Perdieron la vida 10.000 hombres entre oficiales profesionales y soldados de reemplazo. También cayeron heridos o prisioneros otros 10.000 en manos de Abd el-Krim. A punto estuvo de perderse Melilla.

       Allí, en medio de esa masacre, se encontraba Jacobo, tu tío. En su servicio militar le había tocado Marruecos y se vio obligado a quedarse. Contaba veintitrés años de edad. Las noticias que llegaban a la Península eran muy alarmantes y algo me dijo que debía tomar rápidamente cartas en el asunto. No sabíamos si estaba vivo o muerto porque hacía mes y medio que no recibíamos noticias suyas. Después de debatir sobre la mejor solución con tu abuela, decidí que debía desplazarme a Marruecos; parecía lo más cabal. Estaba en periodo vacacional, así que empecé a mover contactos con amistades; acababa de hacerme socio del Ateneo y conseguí a través de un amigo una carta de recomendación para el Alto Comisario. Imposible iniciar este viaje sin unas credenciales. Viajé hasta Algeciras y allí embarqué en un carguero que admitía pasajeros.

       Gracias a las gestiones del Alto Comisario logré averiguar que Jacobo se encontraba en un hospital en Tánger. Por fin pude encontrarlo; se hallaba en unas condiciones deplorables. Tenía sarna y una afección intestinal que le hubiera costado la vida. Apenas podía andar. Conseguí sacarlo del hospital por la noche a base de sobornar al enfermero de guardia y lo llevé a un hotel donde las condiciones higiénicas dejaban mucho que desear, con camastros que no invitaban a acostarse. Quité los colchones y, como era verano, coloqué las sábanas —que aparentemente estaban limpias— encima del somier. Quería evitar como fuera las picaduras de pulgas y chinches. Era un lugar que nos aseguraba la clandestinidad que precisábamos. Allí nos hospedamos hasta la noche siguiente. Nos trasladamos en una carreta hasta el lugar donde íbamos a embarcar. Era principios de agosto de 1922. Nos llevó un día entero.

       Viajaba lleno de tensión, preocupado por su extrema debilidad. Al día siguiente conseguí que un pescador accediera a cruzar el estrecho de Gibraltar gracias a una buena cantidad de dinero. Por fin llegamos a España tras una travesía en la que nos acompañó la suerte. Había luna llena, que nos iluminó el camino; sin embargo, se me hizo larguísimo. Siempre le tuve mucho respeto al mar y viajar de noche impresiona muchísimo. Una barca rodeada de agua oscura y profunda. Parecía que el pescador era un hombre seguro y experto, pero yo me sentía totalmente desprotegido, se me entumecían las piernas y no me podía mover. Tu tío apenas se enteraba de lo que estaba sucediendo.

       En Cádiz alquilé un piso. Jacobo estaba en tan malas condiciones físicas que no podía emprender un viaje de retorno a Madrid. Un médico le visitaba todos los días y le dio un tratamiento que logró que poco a poco pudiera recuperarse. No figuró como prófugo porque eran tantos los cadáveres sin identificar y los prisioneros, unido al desastre de organización, que al poco tiempo pudimos regresar a la capital sin problemas.

       A tu abuela le envié un telegrama desde Tánger cuando encontré a Jacobo y otro nada más instalarnos en Cádiz. Luego ya empecé a escribirle, poniéndola al corriente de nuestro día a día. Así transcurrieron mis vacaciones de aquel año.

       Tu tío había estudiado Bellas Artes. La guerra de Marruecos interrumpió sus aspiraciones a continuar en la universidad. Una vez recuperado de los horrores y sufrimientos pasados, preparó unas oposiciones para funcionario de correos e inició su trabajo con veinticinco años de edad.

       Eugenio, tu padre, padeció desde pequeño bronquitis asmática, que le impedía llevar los estudios con normalidad. Fue el único que no estudió una carrera universitaria porque pasaba temporadas en un sanatorio de Granada. Este hecho le liberó de hacer el servicio militar. Cuando acabó el bachillerato en el Liceo Francés preparó oposiciones como funcionario de telégrafos y ya estaba trabajando cuando Jacobo y yo regresamos de Marruecos».

      Recuerdos de la posguerra en Bruselas (1944)

      Yo estaba atenta a su relato, sin pestañear. Me parecía el héroe de una historia de aventuras. Presumía de abuelo con mis amigas.

      Después de comer regresaba al colegio. Mi hermana Feli trabajaba en las oficinas de un taller de confección de trajes de caballero; su relación con el abuelo era escasa debido a su horario, que en aquella época era de 48 horas semanales. Además, tenía novio. Estaba plenamente integrada en otras historias.

      Por la tarde hacía mis deberes y deseaba acabar rápidamente para poder volver a charlar con él. Estaba a mi lado, entretenido en sus lecturas.

       «La Segunda Guerra Mundial fue terriblemente devastadora; hubo una población en Bélgica que fue bombardeada por los alemanes y nadie sobrevivió, solo un niño que había ido a visitar a sus abuelos y no se encontraba allí. Utilizaron las mismas bombas incendiarias que en Guernica. En realidad, fue precisamente en Guernica donde experimentaron para poder luego arrasar también Londres y muchas otras ciudades.

      Una vez finalizada la guerra, hubo un acto en el que se colocó la primera piedra para reconstruir la ciudad. Fueron representantes de toda Europa, menos España. Allí me trasladévivía entonces en París. Tus tíos Leandro y Evelyn se encontraban en Bruselas y aproveché el viaje para pasar unos días con ellos. Fue un acto en el que iban de la mano el dolor y la esperanza. El dolor y el sufrimiento latentes en los supervivientes. La esperanza de construir una Europa libre y alejada de nuevas contiendas».

      En nuestro hogar mis padres hablaban muy poco de la guerra. Alguna vez mi madre recordaba a su hijo perdido y se notaba que comentarlo le hacía mucho daño. También nos hablaba de su querido hermano muerto, del terror y la angustia de vivir en Barcelona bajo los continuos bombardeos, del hambre, del frío y de su resistencia a vivir en una ciudad en la que había pasado las peores experiencias de su vida. Toda la información que me daba el abuelo era totalmente nueva para mí. En casa apenas se comentaba nada de Hitler ni de la Segunda Guerra Mundial.

      Mi padre trataba de localizar con un transmisor de cascos la emisora Pirenaica. La Pirenaica fue la más importante en su momento entre las emisoras clandestinas. Se creó a instancias de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, y comenzó a emitir desde Moscú el 22 de julio de 1941. El apelativo de estación pirenaica se utilizaba para eliminar la sensación de lejanía que podía significar para los oyentes de España el hecho de estar en Moscú. En ella se podía localizar una información que contrastaba con el «parte oficial» que se emitía en las emisoras españolas. Ese famoso «parte oficial» finalizaba de la siguiente forma: «¡Viva Franco! ¡Arriba España!», seguido del himno nacional. Ese final no se podía oír en casa; mi padre no lo soportaba. El que estuviera más próximo a la radio tenía que salir corriendo para apagarla. Era una norma de obligado cumplimiento.

      Muy a menudo se hablaba en ese parte del peligro para la sociedad española de los conspiradores contra la patria: judeomasones, marxistas, leninistas y trotskistas.

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