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Un cuento difícil de asir.

      JC: Ese cuento tiene una capacidad extraordinaria de desubicar e incomodar al lector. Conmueve cuando hay eslabones tan complicados de unir como es la infancia y la muerte, jugando la una con la otra. Y además María Luisa de Luján lo realiza con la naturalidad anatómica de un forense. La muerte en esta antología es un rumor que cohesiona distintos cuentos, apareciendo de un modo central o simplemente tangencial. Ocurre algo similar con el tema de la infancia. Son esos elementos casi invisibles que confieren coherencia a la antología. Desde este punto de vista la antología es orgánica y un continuo diálogo entre los textos a través de canales más visibles unas veces, subterráneos otras. Asimismo, en la atmósfera que hemos otorgado a esta selección, “Cómplices de extraños juegos” apuesta un poco a despistar. Sucede también con los cuentos “Muerte por alacrán”, de Armonía Somers, o “Locura”, de María Luisa Elío, que asaltan el ritmo y enriquecen la propuesta de lectura. El broche de esta intención es “El occiso”, de María Virginia Estenssoro, un cuento poético y bello, un instante de quietud, la epifanía del cuerpo más allá de la muerte.

      SV: El cuento de Estenssoro revela una muerte larvaria, donde ya no hay ni siquiera un cuerpo: queda solo la consciencia de la muerte, y porque existe esa consciencia sigue habiendo vida, si es que se le puede llamar así. Se publicó en 1937, lo menciono porque podría haber cierta resonancia con Pedro Páramo de Rulfo, que se publicó casi veinte años después. Imposible no recordar también La amortajada, de María Luisa Bombal, publicada en 1938. Historias inquietantes en las que no existe la vida y sin embargo hay un hecho vital, la enunciación de la muerte rodeando a esos seres.

      JC: Hay un cuento que debemos mencionar, “Nadie llama de la selva”, de Mirta Yáñez, un texto crepuscular, intencionadamente moroso y con una carga simbólica poderosísima. Habla del final del camino y de esa soledad a la que parece que estamos destinados. Ese eco de la muerte y de aquellos que la pueblan resuena en “Jacinta Piedra”, de Mercedes Durand, donde los personajes pudieran estar vivos o solo ser un recuerdo de quien vive la plenitud de la muerte. En el proceso de lectura te confesé mi enamoramiento pleno con el texto de Mercedes Durand.

      SV: Un cuento brevísimo, intenso, de una belleza que nos traspasa. Hay una economía del lenguaje y una austeridad que tiene que ver con la forma de hablar de una etapa terminal de la vida. Está en la vejez, pero más allá. Son muertos pero se les ha olvidado, como si la muerte fuera una distracción que se prolonga conversando.

      JC: Por otro lado, hemos incluido cuentos muy cortos que tienen una capacidad elíptica maravillosa. “Desaparecida”, de Yvonne Recinos, una historia de dos páginas, es un ejemplo clave; pasa lo mismo con “Jacinta Piedra”, o “Locura”, de María Luisa Elío, con su fragmentación.

      SV: Igual que a ti, me ha sorprendido María Luisa Elío, cómo es posible que no la haya leído antes. Esa reconstrucción que ella hace de la memoria, esa ambigüedad entre lo que ocurrió en la realidad patente y verificable, y lo que sucedió en un plano onírico, en una secreta vida interior, y todo eso mezclado constituye su universo narrativo.

      JC: Ella hace perfectamente lo que no debe hacerse en un cuento y por eso crea una obra maestra. Es lo que hemos perseguido con esta antología: ese momento en que cierras sus páginas y sientes que has tenido entre tus manos algo que nunca habías leído. Si lo hemos logrado, la ventana estará abierta, la luz vindicta prenderá.

      Después de tantos meses de pasión por esta antología siento que podría estar hablando horas y horas. Sin embargo, antes de terminar, quiero volver a decirte Socorro que trabajar durante todos estos meses, en momentos tan terribles para todos, ha sido un placer, un oasis y un bálsamo de lectura. Estoy feliz de participar como editor en la recuperación de escritoras latinoamericanas que debemos reivindicar y vengar. Esta convicción debe sustituir la pasada, y abrir puertas y ventanas para que entre la luz y no volvamos a ver tumbas sin nombre.

      SV: Me ha encantado editar a cuatro manos, Juan. Nos tocó el tiempo más extraño para hacer un libro, pero al mismo tiempo pienso que tuvimos una suerte enorme y mucha solidaridad y apoyo de amigas escritoras e investigadoras. Eso hace este libro entrañable para mí. La posibilidad de amplificar aquí las voces de estas autoras, vale todo. Por otro lado, es duro pero necesario decir que la invisibilización de las mujeres es un hecho histórico, pero no del pasado. Vindictas nos reafirma en la convicción de que no podemos abandonar la lucha permanente para exigir sociedades igualitarias y tener el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras historias; la lucha para que nos lean sin prejuicios, que no haya debate ni discusión sobre “lo que necesitan las mujeres” sin nosotras, que no se organicen programas académicos sin nosotras, ni coloquios ni enseñanza de la literatura sin escritoras, y que el mundo entero sea una habitación propia.

      *Este prólogo procede de una conversación vía Zoom que tuvo lugar el 21 de agosto de 2020, desde Madrid y Ciudad de México.

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      inmóvil sol secreto

      María Luisa Puga

      También él tiene miedo, pensó Díaz Grey al cruzar la calle, unidos por el miedo, sería tan melodramático como unidos por la culpa o por el remordimiento pero mucho más verdadero.

      j. c. onetti, Juntacadáveres

      Llegamos a la isla por la mañana. Siempre la llamamos isla, pero en realidad era una aldea porque la isla era enorme y nosotros estábamos en una de sus puntas. Había cuarenta casas, no nos habían dicho. Cuarenta, de las cuales una era una escuela abandonada. Había, nos dijeron, solo dos niños. Y un adolescente. Los demás eran todos viejos, cansados, parecían sabios en su quietud amodorrada. Mujeres invisibles, gordas cuando rara vez salían, de aire latinoamericano, faldas floreadas, blusas a cuadros, risa fácil, murmullos, codazos. No vimos un solo vestido negro o miradas torvas, hostiles, herméticas. Pero no hablaban con nadie.

      Cefalonia no fue nunca invadida por los turcos.

      A raíz de un terremoto más o menos reciente, casi toda la gente se había ido, y aunque nuestra aldea estaba completamente reconstruida, persistía un aire de catástrofe, de terror callado. Pero lucía valiente sus flamantes casitas horrorosas, sus caminos pulcramente pavimentados invadiendo el cerro hosco y seco que enclaustraba un poco a la aldea. La electricidad llegaría en unos cuantos meses. Todo era nuevo y barato y contrastaba con las escasas embarcaciones de color azul cielo o de un blanco espeso, lleno de grumos.

      Enfrente estaba Ítaca. Ítaca, decía Enrique, mirándola con ojos entrecerrados por el sol. Ítaca, repetía tanteando la salida de nuestra depresión.

      Y en el aire flotaba una música lastimera y los cencerros de los corderos que parecían no llegar jamás a ninguna parte. Por todos lados se aparecía el mar violeta, hinchado.

      No era triste, pero nos sentimos abandonados, olvidados para siempre y agobiados por nuestra decisión de quedarnos ahí, asidos de la mano, sintiendo desinflarse nuestra esperanza entre las miradas curiosas de la gente y el taxista que creía más conveniente gritar sin soltar la portezuela de su auto a acercarse a la mujer que se esforzaba por oírle desde la puerta del café.

      Ya otros extranjeros habían venido antes que nosotros, nos había contado el taxista en el camino. Pero no era un pueblo de turismo. No había restoranes ni hoteles como en Argostolión o en Sami. Ni los yates se acercaban a Fiskardo. Para qué, si no había nada. Con todo, este grupo de extranjeros volvía cada año en el verano y siempre ocupaban el faro abandonado que quedaba un poco apartado de la aldea. Eran jóvenes. Americanos, creía el taxista en su italiano atroz, pero nosotros tampoco hablábamos, de manera que ahí nos entendíamos con gestos y miradas, fingiendo comprender antes de tiempo.

      Extranjeros, en fin, ellos los mismos siempre. Ellas distintas cada vez, pero los extranjeros, se alzaba de hombros el taxista. En el pueblo los aceptaban bien. Habían

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