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que perfilarla, pero creo que sí. Confía en mí.

      El semblante de Clio se relajó.

      –Gracias, Damen, sabía que podía contar contigo.

      Veinte minutos más tarde, Damen estaba junto a su mejor amigo, Christo, que estaba a punto de casarse. Christo estaba mirando su teléfono, y Damen, en lugar de contemplar la vista panorámica de la costa de Corfú, aprovechó para estudiar a los invitados reunidos en el jardín de la villa.

      Necesitaba a una mujer. Y pronto. Una mujer que interpretara el papel de su amante el bastante tiempo como para que Manos aceptara que Clio y él no tenían un futuro.

      Si acudía a la inminente boda de Cassie, la hermana de Clio, con una novia despampanante, Manos perdería la esperanza; y si la mantenía a su lado al menos una par de meses como su acompañante…

      Pero ¿quién podía ser esa mujer? Tendría que estar soltera y ser muy atractiva si es que quería convencer a Manos.

      Al mismo tiempo, Damen necesitaba a alguien que no pretendiera aprovechar la situación para acabar ganándose un lugar en su vida.

      –Relájate –la voz de Christo interrumpió sus reflexiones–. Soy yo el que se casa, no tú.

      Damen sonrió.

      –Y con la misma mujer por segunda vez. Has batido un récord.

      Christo abrió las manos.

      –La primera vez no tenía ni idea de cuánto la quería. Esta vez, todo es perfecto. Solo espero que alguna vez encuentres una mujer como Emma, que sea el centro de tu vida y a la que ames por encima de todo.

      La sonrisa de Damen se congeló. Él ya no creía en ese cuento de hadas. Había perdido la inocencia una década atrás. Ahuyentó los recuerdos de los acontecimientos que habían cambiado su vida y la de su familia para siempre. Aquel era un día para celebrar, no para pensar en errores del pasado. Damen tomó dos copas de champán de la bandeja de un camarero y le pasó una a su amigo.

      –Por ti y por tu encantadora Emma –bebieron y añadió–: Y por que yo encuentre a la mujer perfecta para mí.

      Que fuera atractiva, inteligente, complaciente y, sobre todo, prescindible.

      –Estás preciosa, Emma –Steph retrocedió un paso para ver a su amiga con el velo. Nunca la había visto tan feliz ni tan guapa.

      –Ya conocías el vestido –dijo Emma sonriendo.

      Era el mismo con el que se había casado la primera vez con Christo, antes de averiguar que no la amaba y abandonarlo. Desde entonces habían pasado muchas cosas, pero Emma y el millonario griego habían limado sus diferencias. Estaban tan enamorados que su felicidad casi resultaba irritante.

      –¿Estás bien, Steph? –preguntó Emma.

      Ya cuando había recogido a su amiga en el aeropuerto de Corfú le había inquietado su semblante de preocupación, pero Steph se resistía a arruinar la felicidad de su amiga. Encontraría una solución a sus problemas, por más que hasta el momento ninguna de las que había buscado hubieran servido de nada. Pero seguiría intentándolo. Sobre todo porque el problema no la afectaba a ella exclusivamente. Contuvo un estremecimiento.

      –Claro que estoy bien, solo un poco sentimental al verte tan radiante. Pareces una princesa.

      –¡Así es como me siento! –dijo Emma.

      Steph la abrazó.

      –Te lo mereces, Em.

      –No es cuestión de que me lo merezca… –Emma dio un paso atrás como si fuera a añadir algo, pero Steph la detuvo.

      –Vamos, Em, tenemos que salir.

      Emma se sobresaltó al ver la hora y se volvió precipitadamente hacia la puerta. Steph le recolocó el velo y la siguió al escenario perfecto para una boda: el jardín de la villa con el espectacular azul turquesa del mar al fondo.

      Pero lo que convertía aquel día en verdaderamente especial era ver a su amiga casándose con el hombre al que amaba.

      Sin embargo, más tarde, mientras saludaba a los demás invitados, no conseguía concentrarse en el presente. Y no por culpa de sus preocupaciones, sino por una incómoda y vibrante energía procedente de él incluso mientras charlaba con cada una de las mujeres presentes de menos de cuarenta años. Steph habría podido identificar su recorrido porque dejaba a su espalda un rastro de mujeres fascinadas.

      Ese no sería su caso, porque el hombre que destacaba por encima de los demás por su altura y hombros era Damen Nicolaides, una serpiente. El hombre que le había hecho actuar como una idiota.

      Pero lo que más la irritaba era las facilidades que le había dado. Era impulsiva, pero no confiaba fácilmente en los hombres. Por eso mismo no podía entender por qué había olvidado toda cautela cuando Damen Nicolaides había acudido a ella.

      Quizá porque había cometido el error de creer que Damen era diferente. Que era leal y cariñoso, y lo era, aunque solo con aquellos que pertenecían a su círculo íntimo. Fuera de ese círculo, actuaba con una calculadora y retorcida crueldad.

      El recuerdo de aquella tarde en Melbourne todavía la acosaba cada vez que estaba baja de moral o cansada, lo que sucedía a menudo, puesto que la angustia la mantenía despierta la mayoría de las noches.

      ¿Cómo era posible que se hubiera dejado engañar por otro hombre de aspecto y modales amables después de la experiencia con Damen, el diablo en persona?

      Cuando estaba especialmente vulnerable, Steph pensaba que haber sucumbido al encanto de Damen había arrasado con sus defensas y con su sentido común. Que por eso su juicio estaba enturbiado en relación a los hombres.

      Así que había decidido no tener nada que ver con el sexo opuesto. Solo así estaría a salvo.

      Al menos con Damen solo había sufrido su orgullo… no como la catástrofe que la esperaba cuando volviera a Melbourne. Recordarlo hizo que su ánimo se desplomara y que necesitara estar a solas.

      Vio un sendero que partía de la villa y, recogiéndose el vestido, lo siguió hasta que el rumor del festejo se acalló. Había llegado a lo alto de un acantilado a cuyos pies había una playa de arena blanca. En la brisa flotaba el olor a cipreses y a mar, y Steph la aspiró profundamente.

      Solo necesitaba calmar su mente y recuperar algo de energía.

      –¿No lo estás pasando bien?

      La voz era como chocolate denso y Steph descubrió, aterrada, que algo se relajaba en su interior… como si hubiera estado esperando aquel momento.

      Habría reconocido la voz de Damen Nicolaides en cualquier parte porque todavía la oía en sueños.

      Apretó los dientes y se cuadró de hombros.

      –Quería respirar y estar sola.

      Al contrario de lo que había pretendido, oyó los pasos de Damen aproximarse.

      –Tan directa como siempre, Stephanie.

      Steph se mordió el labio, irritada por la facilidad con la que aquella voz activaba sus hormonas femeninas. Que Damen fuera la única persona que la llamaba por su nombre completo, sonaba como una invitación al pecado.

      –Así entenderás la indirecta y te marcharás.

      La respuesta de Damen fue una risa seca. En lugar de irse, se detuvo detrás de ella. Steph no podía verlo, pero sí percibirlo.

      –Te he traído una rama de olivo.

      Una mano cetrina de dedos largos y uñas perfectas apareció ante Steph. Sujetaba una copa de champán. Antes de que pudiera rechazarla, Damen continuó:

      –Brindemos por la feliz pareja.

      Siempre tan astuto. Sabía que era una sugerencia a la que no podía negarse.

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