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permitía ver el canal Playboy que, para mí, en 1987, era el pináculo del entretenimiento.

      Un día tuve el valor de confiar en Joseph Alred, un chico deportista con un corte de pelo a lo militar que iba al mítico quinto curso, por encima de mí. Pensándome que éramos amigos, le dije que había estado viendo el canal Playboy en casa cuando mis padres estaban fuera. En cuestión de segundos, me traicionó y me amenazó con decírselo a mis padres si no le daba dinero. El pensamiento de mi padre y mi madre descubriéndolo de repente convirtió aquello que era tan colorido e inspirador en algo obsceno. Sentí la culpa y el miedo y empecé a darle un poco de dinero cada semana a Joseph durante el resto de mi año escolar.

      Si Joseph Alred me estaba tratando como un empollón enclenque no era por mi falta de empeño en convertirme en uno. Me emocioné muchísimo cuando mi vista empezó a darme problemas, porque siempre había querido llevar gafas. Creyendo que proyectaba sofisticación en vez de debilidad, vestía camisas estridentes y a veces una corbata, e imploré a mi madre para que me comprara un maletín en el que llevar las libretas llenas de mis serpenteantes e inacabadas historias. Intenté compartir una de ellas con mi bibliotecaria preferida y me sentí algo dolido cuando se negó a leerla. «No puedes darme hojas de libreta —dijo—. Tienes que mecanografiar todo esto».

      Los adultos eran la estimulación que yo estaba buscando; por lo menos entendían de qué quería hablarles. La mujer de la tienda de libros usados me dejaba holgazanear por la caja registradora y charlar con ella entre cliente y cliente. Los dependientes de la farmacia me seguían la corriente en mis reflexiones casi a diario, mientras lanzaba una retahíla sobre cotilleos de celebridades y acontecimientos. Yo era un niño divertido y me encantaba hacer reír a la gente, utilizando el factor sorpresa si nada de lo otro funcionaba. Las madres de mis amigos eran todavía un objetivo especial. Algunas mantenían la distancia conmigo, lo que yo veía como un reto a mis poderes de cortejo. Otras parecían disfrutar de mi compañía mientras les contaba con detalle el escándalo del PTL Club de Jim y Tammy Faye Baker, o cuando Zsa Zsa Gabor abofeteó a un agente de policía en Beverly Hills. Mi padre estaba especialmente desconcertado por mi fascinación por Zsa Zsa. La llamaba farsante. A mí no me importaba lo que fuera; yo tan solo quería comprar su vídeo de ejercicios para la tercera edad.

      Mi profesora de sexto, Sheila Dyer, fue una jipi feminista y mundana. Tenía el pelo largo y marrón, llevaba gafas y no se afeitaba las axilas, para el horror de la clase. A veces ella y yo nos quedábamos en clase a la hora de la comida, y sus comentarios me hacían tanta gracia que incluso llegaba a echar la leche por la nariz. Si su interés era fingido, consiguió engañarme. Mis anotaciones en mi diario y mis historias eran dignas de sus valoraciones críticas, pero amables. Para Halloween, solo porque sabía que Ms. Dyer se partiría de risa, me disfracé como Geraldo Rivera con la nariz rota —se había golpeado fortuitamente con una silla que habían lanzado por los aires mientras presentaba un programa con miembros del Ku Klux Klan como invitados—. Me pregunto ahora si sentía algo de lástima por mí. Me había transformado en un chico raro que llevaba gafas de color rosa y tenía una risa estridente y gestos amanerados. Sí, mi madre me dejó elegir las gafas rosa.

      Había algo de tensión ocasional entre Ms. Dyer y yo. Los límites se volvían borrosos y yo me pasaba de la raya pintando unos dibujos poco favorecedores de su novio, o llamándola vieja. Sabía que podía llegar a cabrearla, pero nuestras riñas se quedaban en privado. Ninguno de los dos queríamos exponer públicamente nuestra relación tan exclusiva. Algo preciado, por lo menos para mí. Sentía que, más que nadie, ella entendía mis inquietas fascinaciones. Nuestra amistad me permitió saborear por primera vez qué era aquello de ser autónomo, de haber crecido. Me hizo preocuparme menos por lo que los otros niños pensarían de mí: su aprobación era la única que me importaba. Supongo que ella fue mi primera musa.

      * * *

      Esos últimos años en la escuela elemental estuvieron plagados de momentos en los que mis hermanas se metían en problemas. Cuando nos mudamos a la isla, las mandaron a estudiar los dos últimos años de la secundaria a un internado en Tacoma. A Windi la expulsaron por escaparse y por beber siendo menor de edad, y regresó a la isla para acabar su último año de instituto. Entonces me sentaba en mi habitación, asustado de las continuas discusiones que mantenían ella y la que alguna vez fue mi feliz madre. El teléfono sonaba en mitad de la noche: Windi no volvía a casa. «Estamos aquí si nos necesitas», escuchaba a mi padre. Él parecía resignado.

      No alcanzaba a entender qué es lo que estaba pasando, pero la ansiedad empezó a apoderarse de mis horas escolares. Dos escorias de mi clase, Matt McCutcheon y Darren Lawson, se acercaron a mí durante la hora de la comida. «Tu hermana es una puta», dijeron. Con medio sándwich aún en mi boca, empecé a sentirme mareado, porque sabía a qué se referían, pero no estaba seguro de qué estaban hablando. Tenía demasiado miedo para contestar. Matt me empujaba o me llamaba marica constantemente. Durante años fantaseé con su muerte. Una década después, cuando su coche cayó por un precipicio y murió, me sorprendió y al mismo tiempo no me sorprendió no sentir nada en absoluto.

      Windi pronto se esfumó de nuestras vidas. Se mudó con su novio lugareño antes de acabar el curso. Él era un extraño, y yo lo odiaba. A veces, desde el coche, la veía caminar por la acera con su novio al lado, vistiendo una chaqueta vaquera con forro polar y fumando. Me sentía tan solo; no podía comprender por qué nos había dejado. La división de nuestra familia carecía de sentido.

      Mi otra hermana, Sheryl, que se había ido a la universidad, empezó a tener problemas también. Mis padres se preocupaban por sus payasadas y acabaron asumiendo que sus dos hijas se habían convertido en alcohólicas. En retrospectiva, no creo que fuera alcoholismo lo que les afectaba, sino simplemente infelicidad. Nos habíamos mudado a esa isla tan tranquila, imaginando una vida calmada y fácil, rodeada de tanta belleza. Pero estaba fuera de nuestro alcance. Los huesos que necesitábamos para mantenernos juntos se habían fracturado, y cuando intentamos curarlos volvieron a romperse. ¿Por qué nuestras vidas no podían ser como las de la familia de Ryan Smith, con sus apacibles atardeceres en la cabaña de leños?

      Esos años fueron un jaleo de centros de rehabilitación y oficinas de terapeutas fuera de la isla, a los que me arrastraban a mí también. Eran lugares deprimentes y estériles, seguidos por noches en moteles cercanos, donde yo compartía una habitación doble con mis padres. En una ocasión cogimos el ferri de las seis de la mañana, recogimos a Windi de su rehabilitación a mediodía y celebramos un deplorable día de Acción de Gracias en Denny’s.

      En estos desalentadores viajes intentaba ocupar mi tiempo con libros. Me encerraba en el cuarto de aseo con Piers Anthony y un baño caliente. Escritores como William Sleator y John Saul me ayudaron a pasar las horas en el asiento trasero del coche, esperando a que la sesión de terapia acabara. Me sentaba fuera en el ferri nocturno, viendo nada más que oscuridad, con el único sonido del motor y del agua.

      Por muy preocupados que mis padres se volvieron, yo nunca me sentí ignorado. Mi madre venía a mi habitación y me abrazaba tras una batalla de tierra quemada, y me decía que me quería. Durante ese tiempo me pareció que mi familia estaba realmente jodida. Pero solo éramos gente normal. Creo que estábamos intentando hacer lo que considerábamos que era lo mejor.

      [9] El centerfold de la revista Playboy era el reportaje fotográfico más importante de la misma, que iba siempre en las páginas centrales. (N. del T.)

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