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la Luz. La excursión de un kilómetro le había permitido ver sólo una pequeña parte de las catacumbas. Prohibidos a los turistas, había numerosos túneles secundarios y cámaras repletas de huesos, con sus oscuras bocas abiertas seductoramente tras las rejas cerradas con candado. Allí estaban los restos de seis millones de parisienses que en el pasado habían sentido el sol en su cara, que habían experimentado el hambre, la sed y el amor, que habían sentido en su pecho los latidos del propio corazón, la ráfaga del aire al entrar y salir de sus pulmones. Tal vez nunca llegaran a imaginar que un día desenterrarían sus huesos de su lugar de reposo en el cementerio y los trasladarían a aquel lóbrego osario debajo de la ciudad.

      Que algún día los exhibirían para que grupos de turistas los contemplasen embobados.

      Ciento cincuenta años atrás, con el fin de dejar espacio a la continua afluencia de muertos en los abarrotados cementerios de París, habían desenterrado los esqueletos y los habían trasladado a la enorme colmena que formaban las antiguas canteras de piedra caliza que se extendían bajo la ciudad. Los peones que trasladaron los esqueletos no los habían amontonado de cualquier manera; habían realizado su macabra tarea con sentido artístico, apilándolos de modo que adoptaran formas caprichosas. Como albañiles esmerados, habían levantado altos muros decorados con capas alternas de calaveras y huesos largos, transformando la descomposición en manifestación artística. Y habían colgado placas grabadas con citas sombrías, recordatorio para todos los que recorrían aquellos pasillos de que nadie escapa a la muerte.

      Una de aquellas placas captó la atención de Maura, que se detuvo entre la marea de turistas para leer lo que decía. Mientras se esforzaba por traducir las palabras utilizando el vacilante francés que había aprendido en el instituto, oyó el discordante sonido de risas de niños en los oscuros pasillos y el acento nasal de un hombre de Texas que murmuraba a su esposa:

      —¿Puedes creer que exista un sitio así, Sherry? Me pone la carne de gallina... La pareja de Texas se alejó y sus voces se extinguieron hasta que de nuevo reinó el silencio. Por un momento, Maura se quedó a solas en la cámara, respirando el polvo de los siglos. Bajo la tenue penumbra de la luz del túnel, el moho había crecido entre las calaveras, cubriéndolas con una capa verdosa. En la frente de una de ellas, como una especie de tercer ojo, se abría el agujero de una bala.

      «Sé cómo te llegó la muerte.»

      El frío de los túneles se le había filtrado en los huesos, pero no se movió, decidida a traducir aquella placa, a sofocar el horror acometiendo esa tarea intelectual inútil. «Vamos, Maura. ¿Tres años de francés en el instituto y no puedes descifrar esto?» En aquellos momentos se había convertido ya en un reto personal, que mantenía a raya todas las ideas sobre la mortalidad. Entonces las palabras adquirieron significado y Maura sintió que se le helaba la sangre... Dichoso aquel que siempre se enfrenta a la hora de su muerte y todos los días se prepara para su fin.

      De pronto fue consciente del silencio. No había voces, ni eco de pasos. Dio media vuelta y abandonó aquella lóbrega cámara. ¿Cómo había podido quedarse tan rezagada de los demás turistas? Estaba sola en el túnel, a solas con los muertos. Pensó en repentinos apagones de luz, en tomar el camino equivocado en medio de la más absoluta oscuridad. Había oído comentar que, un siglo atrás, unos trabajadores parisienses se habían extraviado en aquellas catacumbas y habían muerto de hambre. Apresuró el paso, ansiosa por alcanzar al resto del grupo, por unirse a la compañía de los vivos. Sintió que el apremio de la muerte era demasiado cercano en aquellos túneles. Pensó que las calaveras la miraban con resentimiento; eran un coro de seis millones de personas recriminándola por su curiosidad morbosa.

      «Hubo una vez en que estuvimos tan vivos como tú. ¿Crees poder escapar al futuro que aquí contemplas?»

      Cuando por fin salió de las catacumbas y llegó a la zona soleada de la calle Remy Dumoncel, respiró profundas bocanadas de aire. Por una vez agradeció el ruido del tráfico, las prisas de la gente, como si se le acabara de conceder una segunda oportunidad de vivir. Los colores le parecieron más brillantes; los rostros, más afables. «Mi último día en París —pensó—, y sólo ahora aprecio de veras la belleza de esta ciudad».

      Había pasado gran parte de la semana anterior encerrada en salas de reuniones, asistiendo a la Conferencia Internacional de Patología Forense. Había dispuesto de muy poco tiempo para visitar la ciudad, y hasta las excursiones programadas por los organizadores de la conferencia estaban relacionadas con la muerte y las enfermedades: el museo de la Historia de la Medicina, el antiguo anfiteatro de la Escuela de Cirugía.

      Las catacumbas.

      De todos los recuerdos que se iba a llevar de París, resultaba irónico que el más intenso fuera el de restos humanos. «Eso no es saludable —pensó mientras permanecía en la terraza de un café, saboreando la última taza de café exprés y una tartaleta de fresas—. Dentro de dos días estaré de regreso en mi sala de autopsias, rodeada de acero inoxidable, aislada de la luz del sol. Respiraré sólo aire frío, filtrado, procedente de los aparatos de refrigeración. Este día será como un recuerdo del paraíso.»

      Se tomó su tiempo para grabar aquellos recuerdos. El olor del café, el sabor de la pasta mantecosa. Los pulcros hombres de negocios con el móvil pegado a la oreja, los complicados nudos de las pañoletas que revoloteaban en torno al cuello de las mujeres. Se entretuvo con la fantasía que sin duda había rondado por la cabeza de todos los estadounidenses que alguna vez habían visitado París: «¿Qué pasaría si perdiera el avión, si me quedara aquí, en este café, en esta espléndida ciudad, para el resto de mi vida?».

      Sin embargo, al final se levantó de la mesa y paró un taxi para que la llevara al aeropuerto. Al final se alejó de la fantasía, de París, pero sólo con la promesa de que algún día volvería. Lo malo es que no sabía cuándo.

      El vuelo de regreso llevaba tres horas de retraso. Habría podido pasar esas tres horas paseando junto al Sena, pensó mientras aguardaba contrariada en el aeropuerto Charles de Gaulle. Tres horas en las que habría podido deambular por el Marais o curiosear por Les Halles. En cambio, estaba atrapada en un aeropuerto tan abarrotado de viajeros que no encontraba sitio donde sentarse. Cuando por fin subió a bordo del reactor de Air France, se sentía cansada y dominada por el malhumor. El vaso de vino que acompañaba la cena que les sirvieron fue lo único que necesitó para quedarse profundamente dormida, sin soñar.

      No despertó hasta que el avión empezó a descender sobre Boston. Le dolía la cabeza y el sol poniente fulguró en el interior de sus ojos. El dolor de cabeza se intensificó mientras aguardaba en la recogida de equipajes, examinando maleta tras maleta, ya que ninguna de las que se deslizaban por la cinta era la suya. Más tarde, mientras hacía cola para rellenar el formulario reclamando el equipaje extraviado, el dolor se intensificó y se convirtió en un martilleo implacable. Había oscurecido cuando subió al taxi sin más equipaje que el de mano. Lo único que ansiaba era un baño caliente y una generosa dosis de Advil. Se hundió en el asiento trasero del taxi y de nuevo se refugió en el sueño.

      El brusco frenazo del coche la despertó.

      —¿Qué ocurre ahí? —oyó que decía el taxista.

      Maura se enderezó y, con los ojos legañosos, observó las centelleantes luces azules. Necesitó un segundo para identificar lo que estaba viendo. Entonces comprendió que habían doblado por la calle donde vivía y se sentó erguida, repentinamente alerta, alarmada por lo que veía. Había cuatro coches patrulla de la policía de Brookline aparcados; las luces del techo cercenaban la oscuridad.

      —Parece que hay alguna emergencia —comentó el taxista—. Esta es su calle,

      ¿verdad?

      —Y aquella de allí es mi casa. Hacia la mitad de la manzana.

      —¿Donde están los coches de la policía? No creo que nos dejen pasar. Como para confirmar las palabras del conductor, se acercó un agente haciendo señas de que dieran media vuelta. El taxista sacó la cabeza por la ventanilla.

      —Traigo aquí una pasajera a quien debo dejar. Vive en esta calle.

      —Lo siento,

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