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una locura.

      —Ponme a prueba.

      —Quiero que el laboratorio de criminología coteje mi ADN con el de ella. Maura oyó que, al otro lado de la línea, el segundo teléfono dejaba al fin de sonar.

      —Repítelo —dijo Rizzoli—, porque creo que no te he oído bien.

      —Quiero saber si mi ADN coincide con el de Anna Jessop.

      —Oye, reconozco que existe una gran semejanza...

      —Hay otra cosa.

      —¿De qué otra cosa estás hablando?

      —Ambas tenemos el mismo grupo sanguíneo. B positivo.

      —¿Y cuántas otras personas tienen el B positivo? —inquirió Rizzoli, con toda razón—. ¿Cuántos serán? ¿El diez por ciento de la población?

      —Y la fecha de nacimiento. Has dicho que nació el 25 de noviembre. Yo también, Jane.

      Esta confesión provocó un silencio repentino.

      —Está bien —dijo Rizzoli con voz queda—, has conseguido que se me ponga piel de gallina.

      —Entiendes adonde quiero ir a parar, ¿verdad? Todo en ella..., desde su apariencia, el tipo de sangre, la fecha de nacimiento... —Maura hizo una pausa—. Ella soy yo. Quiero saber de dónde procede. Quiero saber quién es esa mujer. Se produjo un largo silencio. Luego Rizzoli comentó:

      —Responder a esta pregunta va a ser mucho más complicado de lo que yo imaginaba.

      —¿Porqué?

      —Esta tarde nos llegó un informe de su tarjeta de crédito. Hemos descubierto que su MasterCard sólo tiene seis meses de antigüedad.

      —¿Y qué?

      —El permiso de conducir es de hace cuatro meses. La matrícula del coche se emitió hace tres meses.

      —¿Y qué pasa con su residencia? Tenía una dirección en Brighton, ¿no? Tienes que haber hablado con los vecinos.

      —Anoche, al final pudimos dar con su casera. Dijo que hace sólo tres meses que alquiló el piso a Anna Jessop. Nos dejó entrar en el apartamento.

      —Está vacío, Doc. Ni un solo mueble, ni una sartén, ni un cepillo de dientes. Alguien pagó la televisión por cable y una línea de teléfono, pero nadie vivía allí.

      —¿Y los vecinos?

      —Nunca la han visto. La llamaban «el fantasma».

      —Tiene que existir alguna dirección anterior. Otra cuenta bancaria...

      —Los buscamos. No hemos podido encontrar nada de esta mujer que remita a una fecha anterior.

      —¿Y eso qué significa?

      —Significa... —dijo Rizzoli— que hasta hace seis meses Anna Jessop no existía.

      Capítulo 4

      Cuando Rizzoli entró en J. P. Doyle’s encontró a los sospechosos habituales en torno a la barra. La mayoría eran policías que intercambiaban las batallitas del día frente a una cerveza y cacahuetes. Situado justo en la calle donde estaba la subcomisaría de policía de Jamaica Plain, Doyle’s era con toda probabilidad el bar más seguro de Boston. Si alguien llegara a hacer un movimiento en falso, una docena de polis saltarían sobre él como una horda de patriotas de Nueva Inglaterra. La detective conocía a aquellos parroquianos, y todos la conocían a ella. Se apartaron para dejar paso a la señora embarazada, y Rizzoli descubrió algunas sonrisas mientras avanzaba entre la gente. Su vientre abría la marcha como la proa de un barco.

      —¡Jesús, Rizzoli! —le gritó alguien—. ¿Has engordado o qué?

      —Sí —contestó riendo—. Pero, a diferencia de ti, en agosto ya habré adelgazado.

      Se dirigió hacia los detectives Vann y Dunleavy, que la saludaron desde el fondo del bar. Sam y Frodo, así llamaban todos a la pareja. El Hobbit gordo y el Hobbit flaco, compañeros desde hacía tanto tiempo que actuaban como un viejo matrimonio y, con toda probabilidad, pasaban más tiempo el uno con el otro que con sus respectivas esposas. Raras veces Rizzoli los veía por separado, e imaginaba que era sólo cuestión de tiempo antes de que empezaran a vestirse con trajes que hicieran juego.

      Le sonrieron y la saludaron con pintas de Guinness idénticas.

      —Hola, Rizzoli... —dijo Vann.

      —Llegas tarde —añadió Dunleavy.

      —Ya vamos por la segunda ronda...

      —¿Quieres una?

      Jesús, cada uno concluía las frases que iniciaba el otro.

      —Hay mucho ruido aquí —dijo ella—. Vayamos a la otra sala.

      Se encaminaron al comedor, al reservado habitual situado bajo la bandera irlandesa. Dunleavy y Vann se sentaron frente a ella, muy cómodos uno al lado del otro. Rizzoli pensó en su colega Barry Frost, un tipo agradable, incluso simpático, pero con quien no tenía absolutamente nada en común. Al final de la jornada, ella seguía su camino y Frost el suyo. Los dos se caían bien, pero ella no creía que pudiera soportar más intimidad que ésa. Y, sin la menor duda, no tanta como mostraban aquellos dos tipos.

      —Así que te ha tocado la víctima de una Black Talon —comentó Dunleavy.

      —Anoche, en Brookline —contestó—. La primera desde tu caso... ¿Cuánto hace de eso? ¿Dos años?

      —Sí, más o menos.

      —¿Cerrado?

      Dunleavy se rió.

      —Sellado como un ataúd.

      —¿Quién fue el autor del disparo?

      —Un tipo llamado Antonin Leonov. Un inmigrante ucraniano, un elemento de tres al cuarto que jugaba a hacerse el importante. De no haberle arrestado nosotros primero, al final la mafia rusa se lo habría cargado.

      —Menudo imbécil —bufó Vann—. No tenía la menor idea de que le teníamos vigilado.

      —¿Y por qué le vigilabais? —preguntó Rizzoli.

      —Nos llegó el soplo de que estaba esperando una entrega de Tayikistán — añadió Dunleavy—. Heroína. Una entrega importante. Le pisábamos los talones desde hacía casi una semana y nunca nos descubrió. Así que le seguimos hasta la casa de su socio Vassily Titov. Vimos cómo Leonov entraba en casa de su socio. Debió de cabrearse con él, o algo por el estilo, porque oímos disparos y luego Leonov salió.

      —Pero nosotros le estábamos esperando —remató Vann—. Como ya he dicho, un imbécil.

      Dunleavy levantó su Guinness para brindar.

      —Caso abierto y cerrado. Asesino atrapado con el arma. Nosotros estábamos allí y fuimos testigos. No sé por qué se molestó siquiera en declararse inocente. El jurado tardó menos de una hora en regresar con el veredicto.

      —¿En algún momento os dijo dónde había conseguido aquellas Black Talons?

      —preguntó Rizzoli.

      —¿Estás bromeando? —inquirió Vann—. No podía decirnos nada porque apenas hablaba inglés. Aunque no cabe la menor duda de que conocía el término

      —Mandamos un equipo para que registrara su casa y su negocio —explicó

      Dunleavy—. Encontraron ocho cajas de Black Talons guardadas en el almacén, ¿te lo puedes creer? No sabemos cómo consiguió semejante cantidad, pero era todo un alijo. —Se encogió de hombros—. Y eso es todo lo que hay sobre Leonov. Yo no veo nada que lo relacione con tu asesinato.

      —Aquí sólo ha habido dos asesinatos

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