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secar durante toda la noche. Por la mañana aún un poco húmedos los ponía encima de la mesa de la cocina y los cortaba casi todos a la misma medida para que cupieran en las latas que Leonor tenía en su alacena. Les duraban varios días, (quizás semanas) y así Leonor o ella misma se los irían echando al puchero cada día. Porque en España el plato principal es el puchero de fideos con garbanzos. Comida típica de los campesinos al medio día y por la noche la sopa de fideos y hierbabuena. Después venía la pringá, que consistía en comer toda la carne y el tocino que se había echado de la matanza. Esta cena se terminaba casi siempre con una ensalada, sobre todo en las casas pobres, lo que afortunadamente no era el caso de mi abuela. Ella venía de una familia más o menos pudiente, originaria de unos cortijos de Villanueva de Algaidas, (provincia de Málaga) y al casarse con mi abuelo, que era un don nadie, pero guapísimo, la moza llevó en su ajuar tierras y casa, además de un montón de reales que guardaba como oro en paño en el fondo de su baúl. Ya se ocupó ella bien de organizarle la vida a mi abuelo Antonio instalando un huerto en el fondo de la cañada, donde pasaba la acequia con un hilillo de agua clara, que bien guiada daba para regar todo el huerto. Ella misma se procuró para su casa un par de gallinas y un gallo, formando su propio gallinero que con el tiempo le daría carne para su olla y huevos para freírlos con patatas. En Navidad esta era su buena matanza, lo que duraría todo el año.

      Recuerdo como haber visto unas cañas atravesadas dentro de la chimenea de mi abuela y donde colgaban chorizos y morcillas para que se ahumaran. Los ponía bien altos para que nadie pudiera alcanzarlos. Nadie salvo ella, que lo hacía con una caña muy larga que tenía un pincho en la punta con el que desenganchaba chorizos y morcillas (objetos de todos mis deseos) que nunca me daba. Y ya comprenderán más adelante el por qué.

      La primera vez que vi a mi madre hacer esos fideos no la olvidaré nunca. Tenía una destreza increíble, los hacía muy finos, casi como los que conocemos hoy en día de fábrica. Su fábrica eran sus manos. Cogía los fideos por los dos extremos cuando aún estaban húmedos y torciendo sus manos cada una en un sentido hacía una especie de ochos que a mí me encantaban. Parecían flores, daba pena comérselos. Pero nos los comíamos rápidamente. Nosotros no teníamos latas para guardarlos como Leonor. A nosotros no nos duraban más de dos días, ya que en ese tiempo la miseria estaba siempre presente en nuestra casa. Muchos días no teníamos pan. Mi madre cogía harina y aceite y nos hacía gachas. Esa era nuestra cena. Otros días nos hacía sopa de puerros con fideos, pero había días que no teníamos ni eso. Fue una época muy dura para ella y para nosotros (ya hablaré más adelante de este episodio).

      Por el día de hoy enterramos al tío Ramón (que el tabaco se lo había llevado antes de tiempo) en el cementerio de La Estellá. María en su condición de hija única entre varones seguía el cortejo hacia el cementerio, sumisa y enlutada como era de costumbre. Su madre la vigilaba a hurtadillas “con el rabillo del ojo”, y por causa (desde hacía algún tiempo), María andaba más revuelta que de costumbre. Aunque hacía poco que había salido de la edad del pavo (para gusto de Leonor demasiado deprisa), también parecía que comía menos (cosas de la edad) pensó, quizás porque se hacía mayor. Pronto tendría quince años cumplidos. Sí, sería por eso que terminaba siempre las tareas de la casa antes de tiempo. Se arreglaba y se ponía a acarrear el agua (más de la que hacía falta). A veces hasta daba tres viajes. Sí, María hubiese vaciado la fuente cada tarde con tal de ver a su pastor mudo (porque nunca decía una palabra, y eso que a veces ella le provocaba vaciando el cántaro en el abrevadero de sus ovejas y lo volvía a llenar otra vez). Así se pasaron muchas tardes mirándose el uno al otro como un amor platónico sin atreverse ni el uno ni el otro dar el primer paso. Y a decir verdad era comprensible; ella era tan joven y él tan viejo, que tenían miedo el uno del otro. Y justamente hoy que José se había acicalado y pensaba abordarla, María no bajó a la fuente (y por causa) puesto que su tía Juana la había visto varias veces a la misma hora y con el mismo hombre en la Fuente de Las Sanguijuelas e inmediatamente fue a contárselo a Leonor. Quien desde ese día decidió que su hijo Manuel acarrearía el agua con la yegua, evitando así que María bajara a ver ese cabrero del demonio como ella decía. A partir de ese día José no vio más a María, el pobre hombre se desmadejaba el cerebro pensando: “¿qué he hecho mal?”, pero no encontraba respuesta. Lo único que oía eran los latidos de su corazón que le decían una y otra vez: “¿Lo ves?, por no hablarle a tiempo has perdido a tu niña bonita”. Y se sentía terriblemente culpable. ¿Pero qué podía hacer si ella no venía más a la fuente?, ¿cómo la encontraría si ni siquiera sabía dónde vivía? Durante varios días dejó sus ovejas solas pastando en el monte y se puso a observar todos los caminos que conducían a la fuente, pero nada, ni rastro de ella. Desesperado y casi resignado pensó: “de aquí no me moveré hasta que llegue esta moza. Llegará el momento en que necesitará agua y aquí estaré yo esperándola”. Pero se equivocaba; desde ese día fue Manuel a por el agua, un viaje por la mañana temprano y otro bien entrada la noche después de las labores del campo. Y justo una mañana cuando Manuel llenaba sus dos cántaros que luego metía en sus alforjas, uno en cada lado del lomo de la yegua, José se disponía a preguntarle si conocía a… cuando se quedó parado en seco al ver el cántaro de María. Era el mismo que María se ponía en su cadera. Lo reconoció, lo había visto mil veces con su lazo azul que María ataba al asa, el mismo lazo azul que llevaba atado en sus largas trenzas negras cuando las llevaba sueltas en su espalda. El corazón le dio tal brinco que tuvo miedo de que el aguador de la yegua notara su desasosiego. José bebió un poco de agua de la fuente y se alejó a paso lento, como el viajero que emprende su camino después de haber saciado su sed. Justo al recodo del camino pudo esconderse por donde las gayumbas y los lentiscos, que eran bien altos como para ver sin ser visto. Allí se paró, solo tenía que seguir al aguador y saber dónde vivía, porque de una cosa estaba seguro, como de haber reconocido el cántaro de María, lo que quería decir que ese joven vivía en la misma casa que ella. Una idea horrible le asaltó: ¿sería su padre? No, ese hombre era muy joven. ¿Su hermano?, ¿su novio?... De este último desechó inmediatamente la idea. Lo único cierto es que este mozo le conduciría a la casa donde ella vivía. Después ya vería él cómo se las arreglaba para encontrarse con ella. Y así fue, en cuanto Manuel llegó a la casa y paró su yegua delante de la puerta llamó:

      —¡María!, ¡mamá!, ¡que ya estoy aquí con el agua!

      Las dos mujeres salieron de la casa cogiendo cada una un cántaro, mientras que Manuel se llevaba la yegua a la cuadra. Una especie de cobertizo situado al lado de la casa. “¡Así que se llama María, bonito nombre para una bonita muchacha!”, —exclamó para sí. Había que juntar los labios para pronunciarlo, y juntando los suyos se imaginó que le daba su primer beso sellando para siempre su amor por ella. A partir de ese día, después de abrevar y encerrar a sus ovejas, emprendió una vigilancia constante alrededor de la casa de María. Alguna vez tendría que salir a hacer sus necesidades, ya que en las casas de campo antiguas no había retrete por lo que la gente salía detrás de la casa a orinar. José pensó que la pequeña cabaña de madera situada detrás de la casa servía para esas necesidades, así que tenía que armarse de paciencia y esperar. Al primero que vio fue al padre de María, al menos así lo supuso, porque era un señor mayor. También divisó a Leonor, que bien ajena a que unos ojos la miraban en la oscuridad, levantó su enagua blanca de encaje que todavía conservaba de su ajuar y enseñó su hermoso culo al pobre José que no esperaba tanto. Leonor había sido una bella moza. Un poco ruda, a lo campesino, pero hermosa. “De tal palo tal astilla, no me extraña que María sea tan bonita”. –Pensó José. Casi se disponía a marcharse dándole la vuelta a la casa, con el pensamiento de que María no saldría ya, cuando oyó la voz de Leonor que decía:

      —María, ¿has cerrado el gallinero?

      —No mamá, aún no.

      —¿Y a qué esperas para hacerlo?, ¿no ves que el zorro podría entrar y comerse las gallinas como la otra vez?

      —Enseguida voy mamá, en cuanto termine de fregar y coloque los platos en el platero.

      Con el candil en la mano, María se dirigió al otro lado de la casa donde Leonor había instalado su gallinero. Cerró su puerta y de pronto José la llamó en voz baja:

      —María, María. —Un poco asustada

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