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contenido o materias por enseñar).

      4.Modelo formalizado de “mentor-protegido” (formalized mentor-protegee): supone la existencia de un mentor entrenado, capaz de ayudar a profe sores debutantes a estructurar y guiar sus procesos de aprendizaje profesional y a convertirse progresivamente en profesionales autónomos y autodirigidos. El núcleo de la acción de apoyo está en el “desarrollo profesional” del debutante, integrado por tres dimensiones básicas: “personal”, “saberes y destrezas” y “ecológico-contextuales”. Implica una relación dinámica y recíproca, en un ambiente de trabajo que se establece entre un profesor avanzado en la carrera docente (el mentor) y uno que se inicia en ella (el “protegido”), con objeto de promover el desarrollo de ambos en la carrera docente.

      Sin hacer un análisis exhaustivo, pronto nos damos cuenta de que en los cuatro modelos ocurre una relación básica: maestro novato-maestro experto, que se hace más intensa si seguimos el mismo orden de los modelos. El patrono de los educadores no leyó a Vonk, pero sí sabía de la importancia de esta relación. Sin duda, con los medios que tuvo a su disposición y salvaguardando su idea de educación, promovió los modelos tres y cuatro. La presencia ad latere de un maestro experto y de toda una comunidad aseguraba el aprendizaje de unos saberes básicos y necesarios en el joven maestro: saber conocer (o saber por enseñar), saber enseñar o comunicar, saber aprender, saber trabajar con y construir con, y saber escuchar e innovar.

      Pero bueno, eso fue “en aquel tiempo”. ¿Qué podemos hacer ahora? Si aquella intuición sigue siendo válida, ¿cómo podríamos actualizarla? De forma específica, si la educación es un acto de creación, ¿qué podríamos crear dentro de nuestros programas de pregrado o posgrado que tienen por cometido la formación de maestros?

      Dentro de este propósito, quisiera compartir dos experiencias que llevo a cabo en el Laboratorio Lasallista, seminario de IV semestre de la Maestría en Docencia. En la primera, le propongo a los maestrantes que identifiquen a un(a) “buen(a) maestro(a)” o a un(a) “mal(a) maestro(a)” de sus instituciones. Esta identificación resulta relativamente fácil si han trabajado por varios años en la institución; de lo contrario, los invito a revisar las evaluaciones docentes, a hacer una encuesta con los estudiantes de último año o a dialogar con el responsable de los procesos académicos. El siguiente paso consiste en hacerle una entrevista semiestructurada que tenga como pregunta nuclear “¿Por qué te hiciste maestro?”. Esta se encuentra acompañada por preguntas concomitantes previstas en un guión y por otras que resultan en el desarrollo de la entrevista. Sus respuestas son transformadas en un relato de vida que es llevado al seminario. Los intercambiamos y les hacemos un análisis narrativo básico para tratar de “comprobar” la siguiente hipótesis: “Una persona que ha elegido ser maestro(a) demuestra en sí mismo(a) un sentimiento de plenitud y realización”. Sobra decir que la hipótesis ha sido verificada una y otra vez, pero lo más importante son las preguntas que siguen: “¿Qué pasa cuando sucede esto?”, “¿Y nosotros? ¿Por qué llegamos a ser maestros?”. La revisión de las motivaciones y su sentido hace de la sesión un espacio para la problematización y la reflexión. No falta quien queda golpeado por el ejercicio.

      La segunda experiencia consiste en organizar grupos de tres personas. Una de ellas invita a las otras dos a una de las clases que va a tener en la siguiente semana. Los invitados, de la forma más discreta posible, hacen un registro de su observación con la ayuda de un diario de campo y una videograbación de la sesión. Luego, teniendo en cuenta unos criterios muy precisos (didácticos y relacionales), hacen un análisis crítico-propositivo de la clase de su colega. Dentro de él, tratan de responder a preguntas como “¿Qué se quiso enseñar?”, “¿Con qué propósito?”, “¿Bajo qué metodología?”, “¿Qué secuencia o momentos siguió?”, “¿Con qué recursos?”, “¿Cómo evaluó?”, “¿Cómo se percibió el clima de la clase?”, “¿Cómo es la interacción del profesor con los estudiantes?”, “¿Cómo es la geografía del aula de clase?”, entre otras. Al responder estas preguntas, se les pide que destaquen lo positivo de su colega, pero que también señalen lo que podría mejorar. Para la socialización de este ejercicio, el grupo edita la videograbación y la acompañan con los elementos identificados. Regularmente, el gran grupo no se resiste a hacer sus propios aportes y, al final, bajo el principio de autorreferencialidad, toman conciencia sobre lo que cada uno hace en su propia clase: “Ver al otro me permite verme a mí mismo”. La crítica propositiva que recibe el otro también le sirve a cada uno.

      Si estas experiencias tuvieran algún sentido para la formación de los maestros noveles y los no tan noveles, ¿qué más podríamos proponer, implementar o hacer para responder a la preocupación de La Salle que, aunque no es única, nos exige precisamente por estar en una universidad que lleva su apellido? Al final, nos daríamos cuenta de la riqueza de los recursos que tenemos y que facilitarían echar a andar dichas propuestas. Basta pensar en las posibilidades que nos ofrecen las nuevas tecnologías de comunicación e información, la relación entre la universidad y las instituciones en donde están ejerciendo sus egresados o el número significativo de profesores(as) jubilados(as) — destacados por sus méritos académicos y docentes mientras estaban en ejercicio— que estarían dispuestos a acompañar a sus colegas que recién inician su carrera docente, por nombrar solo algunas. Este es un desafío que merece ser afrontado para dar respuesta a uno de los grandes problemas de la educación en el siglo XXI.

      Referencias

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      Rousseau,

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