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con sus nuevos proyectos de vida, pero, para él, en esa casa se encerraba todo un mundo: el mundo donde habitaron y fallecieron sus padres. Ellos llevaron una vida que a Levin le parecía la ideal y que él anhelaba imitar con su esposa y su propia familia.

      Casi no recordaba a su madre. Siempre la evocaba como algo muy sagrado, y su mujer debía ser, en sus sueños, la continuación de ese ideal de santa mujer que fuera su madre.

      No solamente le era imposible concebir el amor sin el matrimonio, sino que incluso en su mente primero imaginaba la familia y después la mujer que le permitiera construir esa familia. De aquí se derivaba que sus opiniones sobre el casamiento fueran tan distintas de las de sus conocidos, para quienes el contraer matrimonio no es sino una de las cuestiones corrientes y normales de la vida. Para Levin, por el contrario, era la cuestión principal y de la que dependía toda su felicidad. ¡Y debía renunciar a ella ahora!

      Tomó asiento en el pequeño salón donde tomaba el té. Al acomodarse en su butaca con un libro en la mano y, como siempre, la vieja ama de llaves le dijo: «Padrecito, me sentaré un rato» y se instaló en la silla cercana a la ventana, Levin sintió que, por raro que pareciera, no se podía desprender de sus ilusiones y tampoco vivir sin ellas. Como ya no se podía casar con Kitty, tenía que hacerlo con otra mujer. Estaba leyendo, pensaba en lo que leía, escuchaba la voz del ama de llaves hablando incesantemente y, en el fondo de todo esto, por su pensamiento desfilaban, sin conexión, los cuadros de su futura vida familiar. Entendía que en lo más hondo de su alma se posaba, se condensaba y se formaba algo.

      Escuchaba comentar a Agafia Mijailovna que Prójor, con el dinero que Levin le obsequiara para adquirir un caballo, se dedicaba a beber, y que golpeó a su esposa casi hasta causarle la muerte. Mientras escuchaba, Levin leía, y la lectura avivaba todos sus pensamientos. Se trataba de una obra de Tindall sobre el calor. Recordaba haber criticado a Tindall por su carencia de profundidad filosófica y por la satisfacción con que hablaba del éxito de sus experimentos. Y súbitamente le acudió una idea agradable al pensamiento:

      «Voy a tener dos vacas holandesas dentro de dos años. La misma “Pava” quizá vivirá todavía; y si se agregan estas tres a las doce crías de “Berkut”, ¡será maravilloso!».

      Cogió el libro nuevamente.

      «Vamos a aceptar que sean lo mismo el calor y la electricidad, pero ¿es posible que sea suficiente una ecuación para solucionar el inconveniente de sustituir un elemento por otro? No. ¿Entonces? Siempre se siente por instinto la unidad de origen de la totalidad de las fuerzas de la naturaleza... Va a ser sumamente agradable ver la cría de “Pava” transformada en una vaca pinta. Posteriormente, cuando se les añadan esas tres, van a formar una bella vaca. Entonces, mi esposa y yo saldremos con los invitados para verlas entrar. Mi esposa comentará: “Kostia y yo siempre cuidamos a esa ternera como a una niña”. “¿Es posible que estos asuntos le interesen?”, preguntará el visitante. “Por supuesto; todo lo que le interesa a Constantino, me interesa a mí...”. Pero, ¿esa mujer quién será?».

      Y Levin recordó lo que había sucedido en Moscú.

      «¿Qué voy a hacer? Yo no soy culpable. Las cosas irán de otra manera de ahora en adelante. Dejarse dominar por el pasado es una verdadera estupidez; es necesario luchar para vivir mejor, mucho mejor...».

      Pensativo, levantó la cabeza. Todavía emocionada por la llegada de su dueño, la vieja “Laska”, después de recorrer el patio ladrando, volvió, moviendo la cola, metió la cabeza bajo la mano de Levin y, aullando tristemente, pidió que la acariciase.

      —Únicamente le falta hablar —comentó Agafia Mijailovna—. Nada más es una perra, pero comprende que el dueño volvió y que está afligido.

      —¿Afligido?

      —Padrecito, ¿cree que no me doy cuenta? Yo he tenido tiempo de aprender a conocer a los señores. ¿Acaso no me he criado entre ellos? Pero ya pasará, padrecito. Todo lo demás no importa con tal que la conciencia esté sin mancha y haya salud.

      Levin la miraba fijamente, sorprendido de que pudiera adivinar sus pensamientos de aquella manera.

      —¿Le traigo otra taza de té? —preguntó el ama de llaves.

      Entonces cogió el cacharro vacío y se marchó.

      Constantino Levin acarició a “Laska” que insistía en querer poner la cabeza bajo su mano. Con el hocico apoyado en la pata delantera, el animal se enroscó a sus pies. Y, como en señal de que todo estaba bien ahora, abrió levemente la boca, movió las fauces y, poniendo sus húmedos labios y sus viejos dientes de la manera más cómoda posible, se adormeció en un reposo beatífico.

      Levin había seguido sus últimos movimientos con bastante interés.

      —La debo imitar —susurró—. Voy a hacer lo mismo... Las cosas marchan como deben... Todo esto no es nada.

      XXVIII

      Anna Karenina envió, el día siguiente del baile, por la mañana, un telegrama a su esposo notificándole su salida de Moscú para ese mismo día.

      —Me tengo que marchar, me tengo que marchar —decía mientras explicaba su inesperada decisión a su cuñada en un tono en el cual daba la impresión de que tenía tantos asuntos pendientes que le esperaban que no los podía enumerar—. Sí, es necesario que me marche hoy mismo.

      Aunque no comió en casa, Esteban Arkadievich prometió ir a las siete para acompañar a Anna a la estación.

      Kitty no se presentó; mandó una nota disculpándose con la excusa de una jaqueca muy fuerte. Anna y Dolly comieron solas con los niños y la inglesa.

      Los chiquillos, fuese que no tuvieran el carácter constante, fuese que percibieran en su tía Anna un cambio con respecto a ellos, dejaron repentinamente de jugar con ella y se desinteresaron completamente de su partida.

      Anna pasó toda la mañana ocupada en los arreglos del viaje. Anotaba sus gastos, escribía notas a sus amigos de Moscú y hacía su equipaje. A Dolly le dio la impresión de que no estaba tranquila, sino en ese estado de preocupación, que conocía perfectamente por propia experiencia, que en rara ocasión se produce sin razón y que en la mayoría de los casos indica únicamente un hondo disgusto de sí mismo.

      Anna subió a su habitación a vestirse después de comer y Dolly se fue tras ella.

      —Hoy te noto extraña.

      —¿Tú crees? No, para nada, no estoy extraña. Lo que sucede es que me siento muy triste. Esto me ocurre algunas veces... Siento como ganas de llorar. Es una bobería; ya va a pasar —dijo Anna rápidamente, y escondió, de repente, su cara enrojecida, inclinándose hacia el otro lado para rebuscar en un pequeño saco donde guardaba sus pañuelos y su gorro de dormir. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, que casi no lograba retener—. Salí de mala gana de San Petersburgo y en cambio ahora me cuesta mucho marcharme de aquí.

      —Hiciste muy bien en venir, porque has hecho una obra excelente —contestó Dolly, mientras la miraba atentamente.

      Anna volvió hacia ella sus ojos cubiertos de lágrimas.

      —Dolly, no digas eso. Ni hice ni podía hacer absolutamente nada. Me pregunto algunas veces por qué todos se empeñan en consentirme tanto. ¿Qué hice y qué podía hacer? Tienes mucho amor en tu corazón para perdonar, y eso fue todo, nada más.

      —¡Solo Dios sabe lo que habría sucedido de no haber venido tú! ¡Y es que eres tan dichosa, Anna...! ¡En tu alma hay tanta pureza y tanta claridad!

      —Todos tenemos en el alma skeletons, como dicen los ingleses.

      —¿Tú qué skeletons puedes tener? ¡En tu alma todo es tan claro! —dijo Dolly.

      —Sin embargo, los tengo —dijo Anna. Y, a través de sus lágrimas, una sonrisa maliciosa e inesperada torció sus labios.

      —Tus skeletons me los imagino más divertidos que lúgubres —opinó Dolly, también con una sonrisa.

      —Estás

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