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abrió la puerta, el fogonazo de una sombra vista por el rabillo del ojo hizo que se llevara una mano a la empuñadura del sable.

      —Soy yo —dijo una voz conocida.

      —Charles —respondió, dejando caer la mano al instante—. ¿A qué viene esta oscuridad, amigo? Enciende una lámpara y sentémonos. Creo que moriré de agotamiento si no descanso pronto —gruñó acariciándose la herida del costado, todavía sensible al tacto.

      Mientras el conde encendía una luz y avivaba las brasas de la chimenea, Benedikt se desabrochó la vaina del sable, que dejó sobre la mesa, cerca de la cama, donde la tendría siempre a mano, se deshizo de la casaca y el corbatín, y se sentó junto al fuego, frente a su amigo, que permaneció de pie, inquieto.

      —Por favor, dime que has podido averiguar algo —dijo Charles con voz seca y cansada—. No me gusta hablar aquí, pero creo que es bastante seguro hacerlo a esta hora.

      Benedikt asintió, cerrando los ojos y dejando que el calor desentumeciera sus agotados músculos. En los años de guerra había deseado pasar días así, tranquilos, apacibles, rodeados de belleza, y jamás había imaginado que en lugares como aquel también ocurrieran cosas horribles. Después de años de sangre y matanzas solo ansiaba descansar, y toparse con la sospecha de que uno de sus hombres podía ser el culpable de algo tan desagradable, y que podría haber sido peor de no haberlo detenido él, hacía que deseara empezar a correr y no detenerse hasta llegar a casa. Lo malo era que ya no sabía dónde estaba su hogar.

      —Lo siento, pero si tú y Peter decís que no faltaba nadie de la guardia, no tengo ni idea de quién pudo atacar a la muchacha. Además, de haber sido uno de los nuestros, yo creo que le habría reconocido, y no lo hice —dijo, sin necesidad de añadir más.

      Charles asintió con la cabeza. Estaba de pie ante la chimenea. El fuego sacaba reflejos dorados a sus cabellos castaños y endurecía sus facciones. Benedikt se preguntaba si su inocencia sobreviviría a ese lance como lo había hecho a la guerra.

      —Y si así y todo fuera uno de ellos, uno de los nuestros, Ben… —dijo Charles, dejándose caer a su vez ante el sillón gemelo al que él ocupaba—. Dios, ¿qué vamos a hacer?

      Benedikt emitió una risa amarga. Había poco que pudieran hacer de verdad si querían salvaguardar el honor de Iris Ravenstook. Podían callar, no decir nada y seguir como si tal cosa, y dejar que el atacante se saliera con la suya. Eso no sería justo para la joven, pero era la manera más segura de que jamás trascendiera lo que había ocurrido. Pero no era lo que él estaba dispuesto a hacer.

      —Hablaré con los hombres mañana. Deja eso en mis manos. En todo caso, hay que averiguar quién más iba vestido igual que nosotros en ese dichoso baile. Tú estabas allí, deberías recordar algo más aparte de los ojos de tu enamorada.

      Charles emitió una risa amarga.

      —Lo siento, pero lo poco que recuerdo de esa noche poco tiene que ver con disfraces masculinos, amigo. Creo recordar que los hombres de Joseph también iban vestidos como nosotros, pero ellos se retiraron temprano, apenas estuvieron una hora en el baile.

      Benedikt suspiró.

      —Entonces dudo que fuera ninguno de ellos.

      —Quizás deberías preguntarle a Cassandra Ravenstook, ella encargó los disfraces y sabrá quiénes llevaban máscaras en forma de sol idénticas a las nuestras.

      Benedikt apartó la mirada del fuego y la fijó en su amigo, maldiciéndose por no haber pensado él mismo en ello. Con una sonrisa perezosa se dijo que todo volvía a ella. Sería difícil mantenerse alejado de la tentación en esas circunstancias.

      Fingió un suspiro de fastidio y se frotó los ojos cansados.

      —De acuerdo, hablaré con esa mujer también. Por cierto, me ha dicho un pajarito que has hablado con Iris Ravenstook hoy. Supongo que sabes que de tu actitud actual depende tu posible relación futura con ella, siempre y cuando todavía desees tener un futuro con Iris…

      Benedikt lo miró a través de la penumbra de la habitación. Lo vio alzar los hombros y la cabeza, abrir la boca para protestar. Sintió un ramalazo de furia ante lo que pensó que él iba a hacer. Aprestó el puño sin darse cuenta, y solo cuando sintió dolor en la palma se dio cuenta de que lo estaba apretando con todas sus fuerzas.

      —¿Qué tipo de hombre crees que soy?

      —No lo sé —respondió con sequedad—. Muchos hombres hacen cosas repugnantes en casos así. ¿Qué vas a hacer tú?

      Charles se levantó y lo enfrentó, todo él la imagen de la furia reconcentrada.

      —Estás hablando de la mujer que amo. Si dudas de que haré lo correcto es que no me conoces.

      Benedikt reprimió una sonrisa y enarcó una ceja.

      —Ya, muy bonito. Pero no es a mí a quien debes decirle todo esto, conde. ¿Lo sabe ya tu dama?

      Tuvo que detenerle recordándole la hora que era para que no se colara en el cuarto de Iris. Al fin y al cabo, si era cierto que su amor había sobrevivido a algo así, podría esperar un día más… o cien.

      Cassandra llegó al dormitorio y entró con cuidado de no despertar a su prima, que todavía dormía. Se desvistió en silencio a la tenue luz que emanaba de la chimenea mientras le daba vueltas a la estúpida conversación que había mantenido con sir Benedikt.

      Se preguntaba qué demonio la poseía cuando él estaba presente, que siempre la obligaba a hablar más de lo que debía y le sonsacaba cosas que jamás debería decir. ¿Qué debía de pensar él de ella en esos momentos? A esas alturas tal vez pensaba que lo admiraba de una manera que estaba muy lejos de sentir, a juzgar por su última mirada.

      Nada más lejos de la verdad. Al fin y al cabo, si no hubiera ocurrido el horrible asunto de su prima y él no la hubiera rescatado, ellos jamás se habrían acercado tanto. El hecho de que sir Benedikt estuviera en la rosaleda y hubiera sido el que la rescatara era una simple casualidad. Estaba convencida de que cualquier hombre honrado hubiera hecho lo mismo en la misma situación.

      Mientras se sentaba ante la chimenea, cepillo en mano, repasó en su mente todos los encuentros que habían tenido desde la noche anterior.

      ¿Había dado ella a entender algo que no debía?

      Lo que era más grave, ¿habían cambiado los hechos su relación con sir Benedikt?

      Era cierto que ahora ya no sentía deseos de estrangularle cada vez que lo veía y que su sonrisa burlona ya no la irritaba tanto como antaño, pero eso no quería decir que él le agradara, en absoluto, se dijo con cierta molestia.

      Lo que sentía por él era un gran agradecimiento por lo que estaba haciendo por su prima. Sentiría algo similar por cualquier hombre que hubiera hecho lo mismo. En ese sentido, lo que había dicho en la cena era completamente cierto, él era un caballero para ella como ningún otro, ya que la ayudaba a pesar de que no la soportaba.

      Se negaba a pensar en el momento en que había estado a punto de besarla y en que, por un instante, un ridículo y diminuto segundo, casi lo había deseado.

      Apretó los labios en un gesto de disgusto y comenzó a cepillar sus cabellos con energía. Por fortuna, en cuanto se solucionara el asunto de Iris, las aguas volverían a su cauce y ya no tendrían que intercambiar más que alguna que otra palabra de compromiso, lo cual sería un alivio para los dos. Estaba convencida de que ambos lo agradecerían, se dijo, mirando con fijeza los dibujos que hacían las llamas en la oscuridad.

      Doce

      Joseph hizo una finta con su sable. Bruno apenas pudo detener la estocada de su señor, evitando el corte en el pecho por apenas unos milímetros. Se lo quitó de encima como pudo, con un burdo empujón, mientras perdía el equilibrio, ocasión que aprovechó Joseph para colocar su sable en el cuello de su rival, más débil a pesar de su mayor peso y envergadura.

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