Скачать книгу

súbitamente a la cofa del barco. Se estiró y entornó los ojos para poder escudriñar de un modo más incisivo el horizonte. A pesar de la bruma matutina que barnizaba toda la lontananza, enseguida reconoció las siluetas que, difuminadamente, se dibujaban en la lejanía.

      —¡¡Barcos!! —gritó con todas sus fuerzas.

      De repente, todo el devenir de los marineros se detuvo bruscamente, como si un viento gélido hubiera congelado a la tripulación.

      Tras unos segundos de reacción, se oyó la voz del contramaestre.

      —Triana, ¿por dónde?

      Triana era el apelativo con el que todo el mundo lo conocía. De hecho, muy pocos sabían su verdadero nombre. Pero eso a él no le importaba. Más bien al contrario, le gustaba que lo llamaran así, pues aquello le servía para tener siempre presente su querida tierra natal. Aquella tierra de la que llevaba separado tanto tiempo y a la que tanto añoraba. Aquella tierra a la que no sabía si algún día volvería.

      —Sobre la amura de estribor —contestó.

      Como si de una coreografía se tratara, la tripulación al completo, capitán incluido, giró bruscamente la cabeza en la dirección indicada. La mayor parte de ellos hubieron de acercarse hasta la borda para lograr atisbar la presencia de un conjunto de navíos.

      —¿Se distingue pabellón, mi capitán? —preguntó con voz preocupada el contramaestre.

      Trascurrieron unos minutos interminables hasta que, por fin, la voz del capitán confirmó aquello que todos más temían.

      —¡Kemal Reis!

      El sencillo pero contundente nombre de aquel almirante turco cayó como un jarro de agua fría sobre la tripulación.

      Al poco tiempo, ya se podían distinguir los característicos perfiles de los dromones bizantinos recortados contra el horizonte. Y, para mayor inquietud, a nadie se le escapaba que estos navegaban a favor del viento, mientras ellos lo hacían en ceñida por amura de estribor.

      —¡Preparados para virar! —espetó el capitán al contramaestre, el cual comenzó a dar las órdenes pertinentes.

      —¡Arriad la cangreja! ¡Verga mayor en cruz y timón a babor! ¡Rápido, panda de ineptos! ¡¡Quiero este barco virando ya!!

      La urgencia del contramaestre acentuaba la preocupación que todos sentían ante la situación que se presentaba. Sin velas en popa, la embarcación cayó rápidamente a sotavento. No obstante, había que contener la maniobra para evitar orzar en exceso, lo que podría llevarlos a virar en redondo. Una vez situados con el viento por la aleta de estribor para aprovechar mejor el velamen del barco, se oyó la voz contundente del contramaestre:

      —¡A toda vela!

      Al poco de aquella orden, comenzaron a ganar velocidad. Era un auténtico espectáculo ver la proa de aquel navío rasgando las aguas que salpicaban por encima de la regala de las amuras, mostrando así todo su poderío. Las jarcias se tensaban al tiempo que la arboladura comenzaba a crujir, como si el propio barco resoplara por el esfuerzo que estaba realizando. Sin embargo, se trataba de una embarcación demasiado grande y cargada como para poder escapar de los ágiles dromones turcos, especialmente teniendo en cuenta la distancia a la que aún se hallaban de la costa valenciana.

      En apenas media hora, ya resultaba fácil distinguir las velas latinas de la flota otomana que se les venía encima de un modo inexorable, empujada, no solo por la fuerza del viento, sino también por la de sus innumerables remeros. Y un solo barco nada podía hacer frente a aquel contingente sino rendirse.

      Cuando ya era evidente el hecho de que iban a ser prisioneros de Kemal Reis, pues presentar batalla sería un suicidio, el capitán mandó inutilizar los cañones y tirar por la borda algunas de las más codiciadas posesiones que transportaban. Con ello pretendía que aquella captura le resultara lo menos beneficiosa posible al almirante turco.

      En medio de la confusión, Rodrigo bajó sigilosamente a los compartimentos bajo cubierta, y se puso a hurgar nervioso entre unos viejos pergaminos que mantenía allí escondidos. Cuando por fin encontró los que buscaba, hizo un pequeño rollo con ellos y se los escondió bajo sus ropas. Se disponía a subir de nuevo a la cubierta cuando, unos golpes secos sobre el costado de babor, terminaron de confirmar lo inevitable. Al salir de nuevo, vio cómo innumerables garfios enclavados sobre la borda del barco servían ahora de ayuda a los otomanos para abarloar el buque, preparando así el abordaje. En cuestión de segundos, la cubierta se infestó de piratas turcos blandiendo sus yataganes de un modo casi aterrador. El capitán rindió el barco sin presentar batalla para evitar muertes innecesarias. Los otomanos arriaron velas y cambiaron el pabellón.

      Ahora eran prisioneros de Kemal Reis.

      5

      La pandilla se pone en marcha

      A la mañana siguiente, Tania se despertó excitadísima. Necesitaba contarle a alguien lo que había descubierto en el atlas. Pero, como en casa no podía decir nada, estaba impaciente por coincidir con sus amigos y hacerles partícipes de aquel extraño suceso.

      Ya en el colegio, avisó a la pandilla de que tenía algo muy importante que contarles, por lo que debían juntarse todos en el recreo. Las horas parecían transcurrir especialmente lentas aquella mañana. Claro que la señorita Adela siempre ponía de su parte para que así fuera.

      Por fin sonó el timbre del primer descanso matutino. Tania guardó los libros en su mochila y cogió el bocadillo y la libreta en la que la tarde anterior había estado apuntando todo lo que pudo averiguar acerca de la misteriosa frase. Tras bajar las escaleras, Eva, Álex y Milo se le acercaron con curiosidad.

      —¿Qué pasa Tania? —preguntó este último—. ¿Qué es eso tan importante que tienes que contarnos?

      —Bueno, en realidad no sé si es tan importante —respondió ella un poco abrumada quizás por la gran expectación que había despertado en sus amigos. Entonces, mostrándoles su cuadernillo, les explicó todo lo sucedido. Tras oír el minucioso desarrollo de su relato, los demás se miraron con cara circunspecta, sin saber muy bien si les estaba hablando en serio o se estaba quedando con ellos.

      La excitación que Tania había experimentado por la mañana, se había convertido en cierta decepción al contárselo a sus amigos, pues estos no habían mostrado excesivo interés en el tema. Quizás se debiera a que no creían que aquello fuera realmente un misterio que tuvieran que resolver. Y en cierto modo, Tania empezó a verlo de igual manera. Seguramente todo era una pérdida de tiempo. Pero, puestos a perder el tiempo, esta era una manera tan buena como otra cualquiera.

      En esto apareció Guille.

      —Hola, ¿qué estáis haciendo? —preguntó curioso.

      —Naaada —respondió Tania—. Tú metete en tus asuntos. Anda, vete a jugar un rato con los de tu clase.

      —Hombre, no seas así —le indicó Eva con cierta condescendencia hacia Guille—, que al fin y al cabo es tu hermano, con lo que a él también le afecta.

      —¿Qué es lo que me afecta a mí también? —volvió a preguntar este, ahora con más curiosidad que antes.

      Tras dirigirle una mirada de reproche a su amiga, Tania respondió, sin pretender dar muchos detalles:

      —Nada, Guille, estamos tratando de resolver una especie de juego de pistas.

      —¡Uaaala! ¿Puedo jugar? —añadió él.

      —Es un poco difícil para ti, pues la primera pista está en latín. Creo que este juego está pensado para más mayores —insistió ella, intentando mantener a su hermano al margen.

      —¡Anda! Pues la madre de mi amigo Manuel es profe de latín. Seguro que ella lo resuelve inmediatamente —respondió Guille.

      Al oír esto, Tania sintió como un pequeño escalofrío. Quién mejor que una profesora de latín para

Скачать книгу