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había renovado casi toda la planta de arriba. Casi nadie podría decir que debajo de aquella planta había tres plantas de fabricación. Allí en el cuarto piso era donde trabajaban los diseñadores, el departamento de administración y donde estaba el despacho del señor Forrest.

      –Siéntese, Margaret –le dijo, mientras él se acomodaba en su sitio. Meg se sentó en la silla y cruzó las manos en su regazo.

      Su jefe la miró con aquellos ojos color azul penetrantes que tenía. Ella lo miró de forma impasible, tratando de mantener la calma todo el tiempo.

      Era casi imposible no enamorarse de él nada más verlo. Era como un sueño. Se parecía a Pierce Borsman y vestía con trajes de diseño italiano. Era un hombre encantador y con mucha personalidad. En el Ocean State Journal una publicación mensual a veces incluían fotos de él, a menudo con una de las modelos más de moda del brazo.

      Por si su popularidad social no fuera suficiente, Nathan Forrest era uno de los que más fuerza tenía en el sector de las joyerías. Los productos que llevaban su nombre, a pesar de que eran productos destinados al consumo, eran famosos por su calidad y diseño. Todo lo había conseguido en el poco tiempo que llevaba ocupándose del negocio. Había conseguido cuadruplicar el volumen de negocio.

      Incluso en la actividad diaria se notaba su influencia. Trabajaba como el que más, dedicando entre diez y doce horas al negocio, porque quería controlar todos y cada uno de los aspectos de la producción. Se le podía encontrar tanto participando en el departamento de diseño como arreglando una máquina que se había averiado.

      Además, viajaba mucho. Pilotaba su propio avión, jugaba al polo y hablaba tres idiomas.

      Era fácil enamorarse de un hombre como Nathan Forrest. Pero aquello era como enamorarse de una estrella del cine, como enamorarse de alguien que era inalcanzable. Estaba en otra esfera social y económica. Además de que no se conocía que hubiera tenido romance alguno en el trabajo.

      –Es posible que el señor Forrest mantenga una vida social muy activa fuera del trabajo –le había advertido en una ocasión la señora Xavier al poco tiempo de que la contrataran–, pero cuando viene aquí, sólo le interesa lo relacionado con el negocio. Incluso pone mala cara cuando se entera de que dos trabajadores están saliendo juntos. Piensa que eso resta eficacia y concentración.

      Aquella política a Meg le gustaba. Porque ella no tenía ni el tiempo ni las ganas de mantener una relación amorosa con nadie ni en el trabajo, ni en ningún otro sitio. Tenía muchos asuntos que resolver en su vida. Por lo que se refería al señor Forrest, ella tenía la cabeza sobre los hombros. Sabía distinguir entre la realidad y la fantasía, y valoraba mucho el sueldo que recibía cada mes.

      –Margaret, tengo que pedirle un favor –le dijo.

      Meg parpadeó e hizo un esfuerzo por concentrarse. ¿Un favor? ¿La había llamado para pedirle un favor?

      –Este fin de semana –continuó diciéndole–, tengo que ir a casa de mis padres, en Bristol. Mi familia va a celebrar el cumpleaños de mi padre el sábado.

      Al parecer no le iba a regañar por haber llegado tarde. Meg respiró más aliviada.

      –Parece que reunirnos el primer fin de semana del mes de septiembre se ha convertido en una costumbre en mi familia –añadió–. Es una especie de fiesta de cumpleaños y preparación de las vacaciones de verano.

      –Suena agradable.

      –Lo es –le respondió–. Pero yo preferiría quedarme aquí a trabajar en el catálogo de primavera. Todos los cambios que se han introducido tienen que estar en la imprenta el lunes. Tienen que estar preparados para la próxima feria. Pero dado que no puedo faltar, he pensado que lo mejor es trabajar allí. Y ahí es donde usted interviene, Margaret. Nunca le he pedido que se quede a trabajar un fin de semana. Tengo entendido que cuando la señora Xavier la contrató una de las condiciones que usted puso era que no podía quedarse horas extras. Pero me preguntaba si no podría hacer una excepción este fin de semana y venirse conmigo como ayudante.

      Meg abrió los ojos de forma desmesurada.

      –¿Yo? ¿Quiere que le acompañe yo a esa reunión de familia?

      –Sí –se acomodó en su silla, relajando los hombros, las piernas cruzadas. El sol le iluminaba la cabeza y parecía formar un halo en torno a sus sedosos cabellos negros–. Nos iríamos mañana por la tarde y nos quedaríamos hasta el domingo si es que… –hizo una pausa cuando vio que ella movía en sentido negativo la cabeza–. ¿Qué le ocurre?

      –Lo siento, pero no puedo –no podía hacer otra cosa que rechazar aquella petición. Los fines de semana los tenía reservados para Gracie.

      –Si lo que le preocupa es que esto se pueda convertir en una costumbre –añadió él–. Le prometo que no va a ser así.

      –No, no es eso. Es que ya he hecho planes –Meg se dio cuenta de que su expresión cambió. Parecía estar irritado. Probablemente pensaba que ella no tenía que hacer cuando terminaba su trabajo allí, que era demasiado egoísta anteponiendo su ocio al trabajo.

      Pero claro, él no sabía nada de Gracie. Ni tampoco nadie de aquella empresa lo sabía.

      Antes de empezar a trabajar en Forrest, Meg había pasado tres años sin trabajar. Había abandonado toda actividad cuando se quedó embarazada. Cuando la niña creció y su suegra se pudo quedar a cuidarla Meg decidió volver a trabajar, porque necesitaba el dinero.

      Aunque en todos los sitios que la habían entrevistado se habían quedado impresionados con sus conocimientos, en cuanto había mencionado que tenía una hija, la habían rechazado. No se lo habían dicho de forma abierta, pero una hija en edad escolar suponía ausencias porque se ponía mala y por las muchas preocupaciones que daba. Además, cuando el candidato no tenía pareja, aquellas ausencias podían ser más numerosas.

      Meg había intentado convencerles de que ella no tenía esa clase de problemas, que su suegra se quedaba con su hija, que vivía muy cerca y que se acercaba cada vez que la necesitaba. Pero no la contrataban.

      Después de meses de obtener la misma respuesta en muchas empresas, Meg decidió ocultar que tenía una hija. Sólo quería trabajar y demostrar que era una persona válida. Y la siguiente entrevista fue la de Forrest.

      Mentir no le había costado trabajo. Meg incluso había creído que cuando le contara a todos la verdad, la iban a admirar por su valentía.

      Qué estupidez por su parte. ¿Cómo iba a decirles a sus compañeros que los había engañado? ¿Qué iba a pensar la señora Xavier de ella, cuando se enterara de que había ocultado esa información? ¿Y el señor Forrest? ¿Cómo iba a confiar en ella? Lo peor era que cuanto más dejara pasar el tiempo, más le iba a costar decir la verdad. Se sentía atrapada en una tela de araña que había tejido ella sola.

      De pronto se dio cuenta de que el señor Forrest le había hecho una pregunta.

      –Perdone, ¿qué ha dicho?

      –Le he preguntado si está segura de que no puede trabajar este fin de semana.

      –Sí. Lo siento –repitió ella, humedeciéndose sus labios resecos con la lengua–. Pero habrá alguien más que pueda acompañarle. La señora Veden, o la señora May, por ejemplo –esas dos mujeres llevaban trabajando allí mucho tiempo y conocían el negocio.

      –Prefiero que venga usted, Margaret. En primer lugar porque usted es soltera, y ellas no. Ellas tienen familias que atender los fines de semana.

      Meg se miró las manos.

      –Pero lo más importante –le dijo–, es que en las pocas semanas que lleva aquí, me ha impresionado su capacidad de trabajo. Es usted una persona diligente y eficaz Margaret, Y además, no se limita a escribir las cartas, sino que las compone y las edita también. Todo eso es lo que necesito este fin de semana para hacer este catálogo.

      Meg se acomodó en su sitio y sonrió, sintiéndose orgullosa.

      –Pero

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