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      Divirtiéndose de verdad, Neesa sonreía de oreja a oreja.

      Por fin, solo quedaban otro niño y ella como víctimas, en lugar seguro.

      Hank reunió entonces a sus huestes a su alrededor y les dio unas indicaciones. Luego miró directamente a los ojos a Neesa y le dijo:

      –Eres mía.

      Vaya.

      Ella se tuvo que recordar a sí misma que aquello solo era un juego.

      El niño que quedaba sin ser capturado cedió a la presión y ya eran todos tiburones menos ella. Los niños se dirigieron luego al borde para ver el gran final, el gran tiburón contra la gran ballena.

      Cielo santo, iba a tener que atraparla. Que tocarla. Porque ella era la última ballena y las reglas decían que no solo la iba a tener que tocar, sino que la tenía que sujetar para que ella no pudiera alcanzar el otro lado de la piscina. A su zona de seguridad. El pensamiento de uno de esos fuertes brazos rodeándola ya la estaba poniendo nerviosa.

      Le resultaba cada vez más difícil pensar que solo estaba allí en misión profesional.

      Hank le sonrió desde el centro de la piscina. Era una auténtica sonrisa de tiburón, pensó ella.

      De repente se dio cuenta de que aquello había dejado de ser una diversión infantil.

      Oh, sí que prometía ser divertido, pero una diversión de adultos.

      Bueno, no se iba a dejar intimidar. Así que le sonrió y se sumergió.

      Sintió la corriente a su lado cuando él se sumergió también. Lo vio tras ella extendiendo la mano y la agarró por el pie. Aun sabiendo que Hank tenía que sujetarla para ganar, ese contacto la hizo estremecerse. Soltó aire y se dio cuenta de que así no tardaría mucho en tener que salir a la superficie, donde le sería más difícil maniobrar.

      Pataleó y él sonrió. Por un momento, Neesa tuvo la impresión de que estaba jugando con ella.

      El corazón le latió más rápidamente y los pulmones empezaron a dolerle. Estaba baja de forma y hacía mucho tiempo de cuando estuvo en el equipo del instituto. Y durante el último año, después del divorcio, había dedicado muy poco tiempo a la diversión y al deporte. Ya le faltaba aire y tenía que salir a la superficie.

      Emergió y tardó un segundo en tomar aire. Error. Hank salió a su lado y le rodeó la cintura con los brazos, apretándola contra su cuerpo.

      A ella solo le quedaba admitir la derrota.

      –Eres mía –le dijo Hank al oído.

      Pero ella aún tenía la sorpresa de su lado.

      Echó rápidamente el aire de los pulmones y se hizo pesada y delgada mentalmente, levantó las manos sobre la cabeza y se deslizó como una resbaladiza anguila hacia abajo, librándose de su agarre. Pero ese roce con su cuerpo casi la hizo arrepentirse de haberse soltado.

      Casi.

      Pero el pensamiento de él hacía solo unos segundos dando por hecho que había ganado el premio la había hecho reaccionar. Después de Paul, su ex marido, no iba a volver a ser el trofeo de ningún otro hombre. Ni siquiera en un juego de niños.

      Luego nadó con todas sus fuerzas y tocó su zona de seguridad en la pared de la piscina. Se agarró a la escalera y, por fin, emergió jadeante y sonriendo con el puño levantado.

      –¡Aupa las ballenas! –gritó antes de que sus palabras se transformaran en toses.

      Hank la observó desde el centro de la piscina. Para ser tan poca cosa, era toda una luchadora. Le gustaba esa mujer. Tenía arrestos.

      Los niños gritaron.

      –¡Vamos a jugar otra vez! –exclamó Chris–. Ahora Neesa será el tiburón. Es muy buena.

      Neesa salió de la piscina y se dirigió a su toalla.

      –No ahora. Esta ballena necesita un descanso.

      –¿Más tarde?

      –Puede.

      –¿Hank?

      Él ya había jugado bastante también.

      –¿Cómo creéis que se siente este tiburón derrotado? Jugad vosotros. Ahora yo necesito beber algo.

      Lo que necesitaba era saber más de Neesa Little. Una mujer con ordenador portátil que había ido a la piscina lista para trabajar pero que había jugado y duro en vez de eso. Una mujer con cara de ángel que debía de ser una especie de ángel de la guarda para esos niños y que, desde el momento en que lo había mirado en la parada del autobús, había ejercido una extraña atracción sobre él.

      Cuando llegó a donde estaba su toalla, ella le sonrió desde la tumbona.

      –Bueno, tiburón –le dijo ella alegremente–. ¿Y cómo te ganas tú la vida? ¿Eres profesor? ¿Animador de excursiones? Si es así, se te da bastante bien.

      Él se frotó el pecho vigorosamente con la toalla.

      –Ranchero.

      –¿En Georgia?

      A pesar de la pregunta, a ella no pareció sorprenderle.

      –Crío y domo caballos.

      –¿Está cerca tu rancho?

      –No muy lejos.

      Hank no le quería dar demasiada información. Ni siquiera a un ángel de ojos azules. Su rancho era su negocio y su vida, no algo de lo que ir alardeando. Y él se sentía muy protector con su refugio. Con su vida solitaria. Invitaba a muy poca gente a que lo conociera. Ni siquiera en una conversación.

      Una expresión curiosa le pasó a ella por la cara.

      –¿Y qué ha traído a un ranchero a este barrio?

      Él se sentó entonces.

      –Evan Russell es mi primo y yo estoy cuidando a sus hijos para que Cilla y él puedan… pasar fuera el fin de semana.

      No iba a hablar de los problemas maritales de sus primos.

      –Bueno, los niños se te dan muy bien.

      Sí. Y le encantaban. Deseaba poder tener una auténtica tribu propia en el rancho. El problema estaba en que para eso tenía que haber un feliz matrimonio y no había visto muchos. Su padre había muerto con el corazón roto. Su propia novia lo había dejado a él prácticamente al pie del altar y la relación de Evan y Cilla estaba pasando por problemas serios. Conocía las estadísticas de divorcios.

      Dolor. Así era cómo terminaba la llama de la pasión.

      Así que iba a tener que olvidarse de eso de los niños. Pensaba disfrutar de los de sus primos y de sus sobrinos, pero por mucho que le gustaran iba a tener que olvidarse de los placeres de ser padre para evitar el dolor de un compromiso. Sabía lo difícil que era encontrar a la mujer adecuada.

      Al ver su expresión seria, ella le dijo:

      –Lo siento si he tocado un punto sensible.

      Él la miró y vio que ella lo había estado observando. Perfecto. Ya había sabido que ese fin de semana le iba a dar problemas.

      –No es nada –respondió.

      –Tal vez sea mejor que me marche.

      –¡No!

      Esa palabra le salió demasiado vehementemente, así que continuó:

      –Quiero decir que… Bueno, es que estaba pensando en un negocio muy serio. No dejes que eso te fastidie el rato de tomar el sol.

      Pero a él sí que se le había fastidiado el suyo.

      Tomó dos latas de refresco de la nevera portátil y le pasó una a ella. No sonreía, pero su expresión no era tan seria como antes.

      –Por

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