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la boca cerrada. Ella no era ninguna cotilla. Cuando Wolf O’Malley quisiera que la gente supiera que había vuelto, así se lo haría saber.

      –Será mejor que abras antes de que Charlie tire la puerta abajo.

      Comprendiendo que no iba a sacar nada más de su compañera, Gladys sonrió.

      –Eso sí sería una noticia. Cliente hambriento destroza puerta de cafetería para conseguir comida. Probablemente conseguiríamos que empezaran a venir un montón de curiosos de Fenix a desayunar –dijo, antes de abrir.

      –Ya era hora –gruñó Charlie, pasando a ocupar su mesa de siempre junto a la ventana. Alto y sólo un poco encorvado por la edad, con la piel muy arrugada y siempre moreno por toda una vida pasada al aire libre, con noventa y siete años era el residente más anciano del pueblo y, según algunos, el más cascarrabias.

      –Hoy hay algo extraño en el ambiente –dijo–. Tomaré café solo, huevos revueltos, beicon, pan y galletas.

      –Tienes razón –dijo Gladys a Sarita al pasar junto a ella camino de la cocina–. Charlie ni siquiera ha pedido una tortilla.

      A lo largo de los siguientes minutos fueron llegando los clientes habituales de la mañana. El sheriff y un par de agentes se unieron al alcalde en la mesa de siempre.

      Bradford Dillion ocupó su asiento habitual en la parte trasera. Mayor, desgarbado en su traje de tres piezas, había sido desde siempre el abogado de la familia O’Malley. A Sarita le caía bien y agradecía que su mesa estuviera en la zona que le correspondía atender.

      También agradecía que no lo estuviera la de Greg Pike. Éste también era abogado. De unos cuarenta y cinco años, atractivo y siempre bien vestido, era considerado un buen partido por muchas mujeres del pueblo. Pero para Sarita resultaba demasiado adulador. Siempre tenía algo halagador que decir, pero a ella no le sonaba sincero. Como siempre, Henry Jarrot, el presidente del banco de Lost River y antiguo socio de Frank O’Malley, se unió a él en la mesa.

      –Sarita –Greg Pike le hizo una seña.

      Ella sabía lo que quería.

      –¿Qué puedo hacer por usted, señor Pike? –preguntó, acercándose a la mesa.

      –¿Está listo tu abuelo para vender esa tierra carente valor?

      –Él no la considera carente de valor. La considera mi herencia.

      –Le estamos haciendo una oferta magnífica por ella. Nadie más va a quererla. Si yo estuviera en tu lugar trataría de convencerlo. Podeís quedaros la casa y dos o tres acres a su alrededor. Así seguirá conservando su hogar y su jardín y no tendrá que ocuparse de los de los demás para sacar algo de dinero. En cuanto a ti, tendrías una buena cantidad en el banco.

      –Nos va muy bien como estamos. Mi abuelo acepta trabajar en los jardines de otros porque le gusta mantenerse ocupado. Como ya le he dicho en otras ocasiones, la tierra forma parte de él –Sarita miró a Pike con suspicacia. No entendía por qué se mostraba tan interesado en los setenta acres de tierra de su abuelo–. Además, no comprendo por qué le interesa tanto la tierra de mi abuelo. Hay muchas otras propiedades que podría comprar por menos dinero.

      –Katherine… la señora O’Malley es dueña de la tierra adyacente y está pensando en construir un balneario para la gente con dinero de Phoenix –explicó Greg Pike–. Quiere asegurar la intimidad de sus clientes teniendo las tierras que rodearán los edicificios principales, y también quiere contar con terreno suficiente para que puedan montar a caballo. Además, piensa que ese riachuelo que hay en el cañón de tu abuelo sería como un oasis en medio de esta árida tierra.

      –Paul Glasgow ya intentó un negocio parecido y se arruinó.

      –Pero él no contaba con un pintoresco riachuelo… –la protesta de Greg murió en su garganta. Se quedó boquiabierto y Sarita vio que Henry Jarrot se ponía pálido como una sábana. Enseguida notó el repentino silencio reinante. Todo el mundo miraba hacia la puerta. Incluso antes de volverse supo quién había entrado.

      –Que me aspen –murmurór Charlie–. Hablando de resurgir de entre los muertos…

      –No puede ser –murmuró Hanry Jarrot, revelando con su tono que el giro de los acontecimientos no le gustaba nada.

      –¿Wolf? ¿Wolf O’Malley? –Bradford Dillion se había levantado y se encaminaba hacia el recién llegado con la mano extendida–. ¿De verdad eres tú?

      –En carne y hueso –contestó Wolf, avanzando hacia el viejo abogado. Suponiendo que Sarita ya habría puesto a la gente al tanto de su llegada, había decidido que sería una pérdida de tiempo mantenerse oculto hasta ir al bufete de Bradford. Pero, por las expresiones de todos los presentes, comprendió que no había acertado. Era evidente que Sarita no había contado nada–. Pensaba desayunar algo antes de ir a verte.

      –Siéntate conmigo, muchacho, siéntate. Eres una visión reconfortante para unos ojos cansados –Bradford combinó el apretón de manos con un abrazo.

      –A Katherine O’Malley no le va a gustar nada esto –murmuró el sheriff en un tono que llegó a los que estaban sentados a su mesa y cerca de ella, incluyendo a Sarita. Ésta vio que el alcalde y los otros agentes asentían.

      –Vas a tener que decirle algo –dijo Greg a Henry–. Asegúrate de que realmente es él.

      Sarita vio de reojo cómo se transformaba la asombrada expresión de Henry en otra más amistosa.

      –Wolf. Has regresado de entre los muertos. Qué sorpresa –dijo, levantándose y encaminándose hacia los dos hombres.

      Wolf se detuvo y se volvió hacia el antiguo socio de su padre.

      –Henry –dijo, alargando la mano.

      Henry la estrechó y añadió una palmada a los hombros de Wolf.

      –Llámame cuando quieras hablar del asunto.

      Wolf alzó una interrogante ceja.

      –Tu padre nunca cambió su testamento –explicó Bradford–. Katherine se quedó con la casa, una buena suma de dinero y todas sus pertenencias personales, pero el resto, incluyendo el negocio, se dividió igualmente entre ella, tú, tu hermanastra y tu hermanastro.

      Wolf lo miró.

      –¿Y la tierra de mi madre?

      –Toda tuya –aseguró Bradford.

      Wolf suspiró, aliviado.

      Sarita, que se había retirado unos pasos, vio que Greg apretaba el puño en torno a la servilleta. Sin duda, el giro de los acontecimientos no le había gustado nada. Era la tierra de la madre de Wolf, adyacente a la del abuelo de Sarita, la que Katherine había destinado a su balneario. De hecho, era raro que Greg no hubiera salido corriendo a avisar a Katherine O’Malley. Debía querer averiguar todo lo posible antes de hacerlo.

      Aún avergonzada de que Wolf la hubiera encontrado ante su tumba, habría preferido mantenerse apartada. Pero ésa habría sido una actitud cobarde, y su orgullo le impedía mostrar cobardía ante él. Cuando Henry Jarrot volvió a su mesa, Sarita se acercó a la de Bradford.

      –¿Quieres algo de beber antes de decidir lo que vas a desayunar? –preguntó, dirigiéndose a Wolf en tono eficiente.

      Él la miró. Sarita Lopez nunca se había comportado como él esperaba que lo hiciera.

      –Al parecer, eres muy buena guardando secretos –murmuró.

      –Supuse que cuando quisieras que la gente supiera que habías vuelto se lo harías saber –replicó Sarita.

      Él asintió.

      –Te lo agradezco.

      Alegrándose de haber seguido sus instintos, Sarita pensó que era la primera vez que Wolf y ella no discutían tras la segunda frase.

      –¿Sabías que había venido? –preguntó

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