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que entre sus vecinos más cercanos, los feroces y sanguinarios ajmans, constituía una prueba de orgullo, valor y habilidad el hecho de haber conseguido abatir a uno de ellos sin más ayuda que una lanza, galopando sobre un caballo sin riendas ni silla de montar.

      A los ojos de Abdul-Aziz Ibn Saud, que de niño había pasado meses junto a tan miserables gentes, a las que sin duda les debía la vida y la de su familia, los murras constituían la prueba evidente de que la especie humana era la más capacitada para sobrevivir en cualquier lugar y circunstancia.

      Sin agua, sin comida, en un desierto en el que a mediodía el sol caía como chorros de metal fundido y en cuanto cerraba la noche la temperatura descendía cuarenta grados en menos de tres horas, partiendo en dos las más duras rocas, los murras seguían en pie generación tras generación pese a que, desde el muy lejano día en que atravesaron el Mar Rojo, infinidad de sofisticadas civilizaciones habían nacido, se habían desarrollado y se habían extinguido sin dejar más que dispersos recuerdos de su paso.

      Se habían pintado cuadros maravillosos, se habían compuesto inolvidables obras sinfónicas y se habían escrito millones de prodigiosos libros, pero durante todo ese tiempo y de forma absolutamente inexplicable, un par de centenares de «supervivientes natos», que lo único que sabían hacer era cazar lagartos y lamer las rocas al amanecer con el fin de obtener agua, resistían en aquel infierno como si se tratara de míticas salamandras capaces de caminar sobre el fuego o regenerar un miembro amputado.

      Esquivos como la sombra de los murciélagos, capaces de permanecer enterrados durante horas en la ardiente arena o de mimetizarse con las negras rocas del entorno, el paso de los siglos les había convertido en entes noctámbulos de los que se aseguraba que veían mejor en la oscuridad que en pleno día.

      Cuando once años atrás habían surgido a su alrededor como nacidos de la nada, altos, huesudos, semidesnudos, malolientes y desgreñados, Ibn Saud y sus hermanos tuvieron la sensación de que la peor de sus pesadillas infantiles se había convertido en realidad, ya que aquellos hombres y mujeres de aspecto diabólico parecían más que dispuestos a darse un auténtico festín con ellos a la luz de la luna.

      Y, tal vez, no se encontraban del todo equivocados.

      Tal vez los murras, de los que algunos aseguraban que devoraban a sus propios muertos, no les hubieran hecho ascos a unas tiernas costillas de joven saudita asadas al calor de las piedras, pero en cuanto tuvieron noticias de que los crueles ajmans, aquellos aborrecidos jinetes que se divertían cazándoles como animales lanza en ristre, se encontraban entre los que perseguían a los niños con la clara intención de cortarles la cabeza para enviársela como presente al usurpador Mohamed Ibn Rashid, los tomaron bajo su protección decididos a salvarles la vida aun a costa de obligarles a comer insectos o lamer las piedras antes de que el sol evaporara el rocío.

      Cuando se trata de adaptarse y sobrevivir el hombre aprende pronto.

      Y el niño al instante.

      Abdul-Aziz Ibn Saud, nacido y criado en un palacio en el que vivía rodeado de esclavos y eunucos que atendían al instante sus menores caprichos, aprendió en una semana lo que no había aprendido en los diez años anteriores, debido al hecho evidente de que lo que estaba en juego era conseguir cumplir al menos once años más.

      Varios de sus hermanos no lo lograron, razón por la cual sus cuerpos permanecían enterrados bajo la arena en algún olvidado rincón de Rub-al-Khali, pero Mohamed también sobrevivió, y gracias a ello se encontraba ahora sentado frente a él, como prueba innegable de que lo que se aprende en la infancia rara vez se olvida.

      Un camello moribundo emitió un débil y desesperado lamento y se agitó como enloquecido por el sol, que parecía querer derretirlo en vida, por lo que Abdul-Aziz Ibn Saud alzó el rostro y observó con gesto de visible desagrado y profunda preocupación a los buitres que giraban sobre sus cabezas.

      Era el único, aparte de su hermano, que aún conservaba serenidad y firmeza, acostumbrado como estaba a una vida en extremo rigurosa y de la que podría pensarse que había sido una preparación para aquel momento cumbre de supremo sacrificio.

      Con un gesto de la barbilla le hizo notar a Mohamed la situación del desgraciado animal.

      –Va a morir, por lo que es mejor que lo matemos y nos bebamos su sangre. Es posible que con eso, y son su carne, consigamos mantenernos con vida un poco más.

      Mohamed no respondió, ya que no se encontraba con ánimos para pronunciar una sola palabra, y ni tan siquiera pudo ayudar a su hermano cuando, a la caída de la tarde, se aproximó al camello, pronunció una corta oración y lo degolló con la cabeza vuelta hacia La Meca, con el fin de recoger en un recipiente la sangre que manaba a borbotones de la ancha herida.

      La distribuyó entre sus hombres y permitió que fuera el hercúleo Ali, ya casi con las sombras de la noche encima, quien descuartizara a la bestia y comenzara a repartir los trozos.

      Mohamed, quizás un tanto reconfortado por la sangre y por el pedazo de carne cruda que Ali le había traído, y que masticó en silencio, inquirió de improviso:

      –¿En qué piensas?

      Ibn Saud intentó sonreír pese a que se advertía en él una extraña tristeza, tal vez una invencible nostalgia, en su forma de mirar.

      –En mi primera esposa. ¿La recuerdas? Murió siendo casi una niña y nuestro matrimonio no duró más que unos meses.

      –La recuerdo, y también recuerdo que cuando la enterramos nos rogaste que nunca volviéramos a hablar de ella porque el mero hecho de pronunciar su nombre te apenaba. ¿Has cambiado de idea?

      –¡En absoluto! Creo que, aunque viviera cien años y llegara a ser tan poderoso como predijo la muchacha del pozo, nunca podría olvidarla ni jamás llegaría a amar realmente a otra mujer. Ignoro por qué razón cuando me encuentro en un momento de peligro su rostro se me aparece y su voz me ordena que me mantenga firme.

      –Te conozco bien y me consta que no necesitas que ella se te aparezca para mantenerte firme... –le hizo notar Mohamed–. En cuanto al hecho de no enamorarte, estoy seguro de que si nos hubiéramos quedado tan solo unas horas junto al pozo habrías perdido la cabeza por la negra turkana.

      –¡No te diría yo que no! –admitió casi a regañadientes su hermano mayor–. Cierto es que el simple hecho de mirarla me cortaba el aliento.

      –¡A ti y a todos! –fue la divertida respuesta de Mohamed–. Y te garantizo que, si logramos salir de aquí y no te decides a ir a buscarla, iré yo.

      –Te arriesgas a perder una oreja.

      –Era preciosa... ¿Cómo se llamaba...?

      –Baraka –le recordó Ibn Saud.

      –¡Eso es, Baraka! Cierto es que bien vale una oreja, e incluso te diría que hasta las dos si algún día consiguiera que me mirara como te miraba a ti.

      Permanecieron en silencio durante horas, como estatuas de piedra que apenas agitaban más que las aletas de la nariz, hasta que Mulay, Turki y Omar abandonaron sus precarios refugios y acudieron a colocarse ante ellos en actitud decidida.

      –Juramos seguirte hasta la muerte, príncipe –dijo el segundo–. Te lo juramos y venimos a confirmarte nuestro juramento. ¡Pero esto! Esto, mi señor, es peor que la muerte. ¡Regresemos! Salgamos de este infierno y plantemos batalla como auténticos guerreros.

      Ibn Saud los observó y había una mezcla extraña de compasión y tristeza en su forma de mirarlos, pero había de igual modo una firme decisión a la hora de dar su respuesta:

      –Eso es lo que esperan los xanmars y los ajmans que hagamos, mi queridísimo Omar –señaló–, que intentemos regresar a pie, destrozados, debilitados y tambaleantes, con el fin de galopar alegremente hacia nosotros y divertirse cercenándonos la cabeza de uno en uno.

      –¿Y qué otra cosa podemos hacer más que luchar?

      –Esperar, porque conozco a los murras, sé que se deslizan como sombras en la noche y ven en la oscuridad, por lo que poco

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