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—Bien, súbete, pues.

       —Espere que me quite los zapatos.

       Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.

       —Pero mira... —exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por repentino temor.

       El muchacho se volvió a mirarlo con sus oros azules, en actitud interrogante.

       —Nada —dijo el oficial—, sube.

       El muchacho se encaramó como un gato.

       —¡Miren delante de ustedes! —gritó el oficial a los soldados.

       En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero con el pecho descubierto. Su rubia cabeza resplandecía con el sol pareciendo oro. El oficial apenas lo veía; tan pequeño no se divisaba allí arriba.

       —Mira hacia el frente y muy lejos –gritó el oficial.

       El chico para ver mejor sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.

       —¿Qué ves? —preguntó el oficial.

       El muchacho inclinó la cara hacia él, y haciendo portavoz de su mano, respondió: —Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.

       —¿A qué distancia de aquí?

       —Media legua.

       —¿Se mueven?

       —Están parados.

       —¿Qué otra cosa ves? —preguntó el oficial después de un instante de silencio—. Mira a la derecha.

       —Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas –declaró el pequeño.

       —¿Ves gente?

       —No; estarán escondidos entre los sembrados.

       En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse a lo lejos, detrás de la casa.

       —¡Bájate muchacho! —gritó el oficial—. Te han visto. Yo quiero saber más. Vente abajo. —Yo no tengo miedo —respondió el chico.

       —¡Baja!... –repitió el oficial–. ¿Qué ves a la izquierda?

       —¿La izquierda?

       El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.

       —¡Vamos! —exclamó—; ¡la han tomado conmigo! La bala le había pasado muy cerca. —¡Abajo! —gritó el oficial con energía y furioso.

       —En seguida bajo –respondió el niño–, el árbol me resguarda; no tema. ¿A la izquierda quiere usted saber?

       —A la izquierda —respondió el oficial pero baja.

       —A la izquierda —respondió el chico girando el cuerpo hacia aquella parte donde hay una capilla—, me parece ver...

       Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho caer, deteniéndose un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos. —¡Maldición! —gritó el oficial acudiendo.

       El chico cayó a tierra de espaldas y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba; un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos; el oficial se agachó y le separó la camisa: la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.

       —Está muerto —exclamó el oficial.

       —¡No; vive! —replicó el sargento.

       —¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! —gritó el oficial— ¡Animo, ánimo!

       Pero mientras decía “ánimo” y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo.

       También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.

       —¡Pobre muchacho! —repitió tristemente el oficial—. ¡Pobre y valiente niño!

       Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento acercó al lado del muerto los zapatos, la gorra, el botón y el cuchillo.

       Permanecieron aún un rato silenciosos; después el oficial se volvió al sargento y le dijo:

       —Mandaremos que lo recoja la ambulancia. Ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo

       Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó

       —¡A caballo!

       Todos se aseguraron en las sillas, se reunió la sección y volvió a emprender la marcha. Pocas horas después, el pobre muerto tuvo los honores de guerra.

       Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigía hacia el enemigo, y por el mismo camino que recorrió por la mañana la sección de caballería, caminaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, el cual pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florecida, arrancó las flores y se las echó. Entonces todos los soldados, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban al muerto. En pocos momentos el muchacho se vio cubierto de flores, y los soldados le dirigían todos sus saludos al parar. “¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!”.

       Un oficial le puso su cruz roja, otro le besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera con el rostro pálido y casi sonriente, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.

       Los pobres

       Martes 29.

      “Dar la vida por la patria, como el pequeño lombardo, es una virtud; pero no olvides tampoco, hijo mío, otras virtudes menos brillantes. Esta mañana, yendo delante de mí cuando volvíamos de la escuela, pasaste junto a una mujer pobre que tenía sobre sus rodillas a un niño extenuado y pálido, y que te pidió limosna. Tú la miraste y no le diste nada, y quizá llevabas dinero en el bolsillo. Escucha, hijo mío. No te acostumbres a pasar con indiferencia delante de la miseria que tiende la mano, y mucho menos delante de una madre que pide limosna para su hijo.

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