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Corazón: Diario de un niño. Edmondo De Amicis
Читать онлайн.Название Corazón: Diario de un niño
Год выпуска 0
isbn 9789707322752
Автор произведения Edmondo De Amicis
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Bookwire
En aquel momento se detuvo un carruaje delante de la puerta, y poco después apareció el director con el muchacho en brazos, que apoyaba la cabeza sobre el hombro de aquél, pálido y cerrados los ojos. Todos permanecieron callados; se oían los sollozos de las madres. El director se detuvo un momento, levantó más al niño para que lo viera la gente, y entonces, maestros, maestras, padres y muchachos exclamaron todos a un tiempo:
—¡Bravo, Roberto! ¡Bravo, pobre niño!
Y le enviaban saludos los maestros, y los niños que estaban allí cerca le besaban las manos y brazos. El abrió los ojos y murmuró:
—¡Mi bolsón! La madre del chiquillo salvado se lo enseñó llorando, y le dijo: —¡Te lo llevo yo, hermoso, te lo llevo yo! —y al decirlo sostenía a la madre del herido, que se cubría la cara con las manos. Salieron, acomodaron al muchacho en el carruaje, y el coche partió. Entonces, entramos silenciosos en la escuela.
El niño calabrés
Sábado 22.
Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Roberto, que deberá andar con muletas, entró el director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes con las cejas espesas y juntas. Toda su ropa era de color oscuro y llevaba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El director, después de haber hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba espantado. Entonces el maestro lo tomó de la mano, y dijo a la clase:
—Alégrense. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en Calabria, a muchos kilómetros de aquí. Quieran a este compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa que dio a Italia hombres ilustres, y hoy le da honrados trabajadores y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo, lleno de ingenio y de coraje; háganle ver que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie.
Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Derossi, que es el que saca siempre el primer premio. Se levantó.
—Ven aquí —añadió el maestro. Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa, enfrente del calabrés. —Como el primero de la escuela —dijo el profesor—, da el abrazo de bienvenida, en nombre de toda la clase, al nuevo compañero; el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria.
Derossi murmuró con voz conmovida: “¡Bienvenido!”, y abrazó al calabrés, éste le besó en las mejillas con fuerza. Todos aplaudieron.
—¡Silencio!... —gritó el maestro—. En la escuela no se aplaude.
Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía hallarse contento. El maestro le designó sitio y le acompañó hasta su banco. Después, repuso.
—Recuerden bien lo que les digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por eso lidió nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Se deben respetar y querer todos mutuamente cualquiera de ustedes que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente en alta la bandera tricolor.
Apenas el calabrés se sentó en su sitio los más próximos le regalaron lápices y estampas, y otro chico, desde el último banco, le mandó una estampilla de Suecia.
Mis compañeros
Martes 25.
El muchacho que envió la estampilla al calabrés es el que me gusta más de todos. Se llama Garrón, y es el mayor de la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y los hombros anchos; es bueno, se le conoce hasta cuando sonríe, y parece que piensa siempre como un hombre. Ya conozco a muchos de mis compañeros. Otro que me gusta también, se apellida Coreta, y usa un chaleco de punto de color chocolate y gorra de piel. Siempre está alegre. Es hijo de un vendedor de leña que fue soldado en la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto y que dicen, tiene tres medallas. El pequeño Nelle es un pobre jorobadito, gracioso, de rostro descolorido. Hay uno muy bien vestido, Votino, que se está siempre quitando las motas de la ropa. En el banco delante del mío hay otro muchacho al que llaman “el Albañilito”, porque su padre es albañil; de cara redonda como una manzana y de nariz roma. Tiene particular habilidad para poner el hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerillo viejo que se lo encasqueta como un pañuelo. Al lado del albañilito está Garofi, un tipo alto y delgado, con la nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que anda siempre vendiendo plumas, estampas y cajas de fósforos, y se escribe la lección en las uñas para leerla a hurtadillas. Hay después un señorito, Carlos Nobis, que parece algo orgulloso y se halla entre dos muchachos que me son simpáticos; el hijo de un forjador de hierro, metido en su chaqueta que le llega hasta las rodillas, pálido, que parece siempre asustado y que no se ríe nunca; y otro con los cabellos rojos que tiene un brazo inmóvil; su padre está en América y su madre vende hortalizas. Un tipo curioso es mi vecino de la izquierda: Estardo; pequeño y tosco, sin cuello, gruñón; no habla con nadie, y creo que entiende poco, pero no le quita el ojo al maestro, sin mover los párpados, con la frente arrugada y apretados los dientes, y si le preguntan cuando el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde, y la tercera pega un puntapié. Tiene a su lado a uno de fisonomía oscura y sucia, que se llama Franti, y que fue expulsado ya de otra escuela. Hay también dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y que llevan sombreros calabreses con plumas de faisán. Pero el mejor de todos, el que tiene más ingenio, el que también será este año el primero, con seguridad, es Derossi, y el maestro, que ya lo ha comprendido así, le pregunta siempre.
Yo quiero más a Precusa, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga, el que parece enfermo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido, cada vez que pregunta o toca a alguien, dice: “Perdón”, y mira constantemente con ojos tristes y bondadosos. Garrón, sin embargo, es el mayor y el mejor de todos.
Un rasgo generoso
Miércoles 26.
Precisamente esta mañana se ha dado a conocer Garrón. Cuando entré a la escuela —un poco tarde, porque me había detenido la maestra de primero para preguntarme a qué hora podía ir a casa y encontrarnos— el maestro no estaba allí todavía, y tres o cuatro muchachos atormentaban al pobre Crosi, el colorín del brazo malo, cuya madre es verdulera. Le pegaban con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas y le ponían motes y remedaban, imitándolo con su brazo pegado al cuerpo. El pobre estaba solo en la punta del banco, asustado, y daba compasión verlo, mirando a uno, y a otro, con ojos suplicantes para que lo dejaran en paz, pero los otros le vejaban más, y entonces él empezó a temblar y a ponerse encarnado de rabia. De pronto Franti, el de la cara sucia, saltó sobre un banco y haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos, remedó a la madre de Crosi, cuando venía a esperarlo a la puerta. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces Crosi perdió la paciencia, y tomando un tintero se lo tiró a la cabeza con toda su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar en el pecho del maestro, que entraba precisamente. Todos se fueron a su lugar y callaron atemorizados. El maestro, pálido, subió a la mesa y con voz alterada preguntó:
—¿Quién fue? Ninguno respondió. El maestro gritó otra vez, alzando aún más la voz: —¿Quién? Entonces Garrón, dándole lástima el pobre Crosi, se levantó de pronto y dijo resueltamente: —Yo he sido.
El maestro lo miró; miró a los alumnos, que estaban atónitos, y luego repuso con voz tranquila:
—No has sido tú —y después de un momento añadió—. El culpable no será castigado. ¡Que se levante!
Crosi se levantó y comenzó a llorar: —Me pegaban, me insultaban, y yo perdí la cabeza. Yo tiré... —Siéntate —interrumpió el maestro—. ¡Que se levanten