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pies. Me toca la pierna con sus antenas y luego se sube a la pared. Ahí deja más bolitas blancas. Casi no puedo abrir la ventana. Las paredes están llenas de liendres bebés. Mi cabeza tiene muchas y a veces no puedo ver bien.

      Tengo granos en los brazos. Los que salieron primero son blancos. Los otros son rojos. Cuando están blancos son como las bolitas. Son liendres que se me pegaron. En las piernas y la nariz también tengo. La mamá viene más seguido. No puedo abrir la ventana. Está atorada por las liendres. Hace mucho que no viene Víctor. Tengo hambre. Me duele la panza. Chupo las patas de pollo. Están verdes. Lo que hago en la nica huele feo. Parece atole. La cobija se ve blanca por tantas bolitas. Ya no me acuesto ahí para no apachurrarlas. Me duermo en el suelo. Me da frío. Pongo unas cunitas sobre otras para poder acostarme al lado de la cama. La mamá viene. Me pone bolitas blancas en la boca. Son muchas. Toso. No puedo respirar. La mamá no se va. Me sigue poniendo bolitas en la boca.

      Despierto. No puedo abrir un ojo. Está lleno de bolitas blancas. Me duele la espalda. Algunos granitos se reventaron. Salieron unas liendres bebés. Todavía están pegadas a mi piel. Casi todos los granitos están blancos. No me quiero acostar. Si me acuesto, voy a apachurrar las que tengo en la espalda. Me duermo sentada.

      Despierto. La mamá está enfrente de mí. Me toca las piernas con sus antenas. Hay poca luz. Sus ojos son negros, no como los míos, que son cafés. Hace ruidos. Vienen otras mamás. Son tres, empiezan a hablarse. No les entiendo. Se acercan las otras dos. Se ponen enfrente de mí. Se voltean y me ponen más bolitas blancas en la boca, en los brazos y en las piernas. Me quedo quietecita para que no se asusten y para que no aplasten a las liendres bebés. Se van. No veo bien. Me da miedo. Quiero dormirme otra vez. Tengo muchas liendres bebés en la cara. No me puedo mover. Tengo comezón. Pero somos familia y me tengo que aguantar.

      Nuestra madre

      Venían del funeral de su padre; tenían veinticinco años de no verse. Estaban en el departamento de ella. A él le gustaba tomar Cabrito pero ella sólo tenía Don Julio; llevaban horas poniéndose al corriente y la segunda botella de tequila iba a la mitad.

      Él miraba los cuadros que su hermana tenía en la sala mientras platicaban. De vez en cuando la veía con detenimiento: si él no trajera bigote y ella un alaciado, serían un espejo del otro.

      Pasaban más de las dos de la madrugada y la lluvia acentuó el calor.

      —¿Y éste? ¿Se te mojó? —preguntó él.

      —Es un Bacon. Así es el cuadro original.

      —Pues no le agarro muy bien a tu chamba. Si ya tienen todos los cuadros en el museo, ¿por qué le pagan a alguien para que los ponga? ¿Los de intendencia no pueden? Yo podría colgarlos también. Ni que fuera más difícil que poner unos zoclos.

      —¿Qué quiere estudiar Marta?

      —Magda. Administración de empresas, aunque todavía le faltan dos semestres de la prepa.

      Él caminó por el pasillo hacia el baño. A su izquierda había un cuadro con una mujer desnuda: dos pulpos la acariciaban con sus tentáculos. A la mujer parecía gustarle. Él hizo un gesto de asco y la mano derecha comenzó a temblarle; regresó a servirse otra paloma. Ella pensó en decirle que no debía arruinar así el Don Julio.

      —Ese cuadro del pasillo no se me hace muy artístico.

      —Es un grabado. Japonés. ¿No te gusta?

      —Yo no lo tendría en mi casa. Es como del Libro Vaquero.

      Ella sonrió porque alguna vez se le había ocurrido algo similar. Terminó su caballito y sirvió otro para agarrar valor y preguntarle lo que quería desde que lo volvió a ver.

      —¿Por qué no fuiste al funeral de nuestra madre?

      —Vine al de papá, ya con eso.

      —Te avisé con tiempo. ¿Por qué no viniste?

      Él giró su vaso; los hielos tintinearon contra el cristal. Lo hizo para disimular el temblor de su mano derecha.

      —No quería verla. Ni siquiera muerta. Deberías quitar el cuadro de los pulpos.

      Desde hace un rato los dos arrastraban las erres.

      —Tampoco querías verme a mí.

      —No —dijo él mientras giraba otra vez su vaso. Unas gotas de la paloma cayeron en el tapete.

      Ella se enderezó.

      —Después de que murió nuestra madre, tuve un sueño —dijo ella—. Tiene que ver con el grabado del pasillo.

      —Mejor no me cuentes.

      —Es del siglo xix, de Hokusai. Lo vi por primera vez cuando tenía veinte años, en un café del Barrio antiguo, y me hizo enamorarme de la pintura.

      —Vamos a hablar de otra cosa.

      Ella fue a la cocina. Cortó un poco de brie y lo acomodó en una tabla junto con galletas saladas de perejil. Lo puso sobre la mesa de centro. Él se acabó la paloma y se sirvió otra, sin hielos para que no sonaran con el temblor de su mano.

      —Después de que nuestra madre murió, soñé que estaba en una galería; yo curaba la exposición. La sala reventaba de gente y los periodistas se formaban para entrevistarme. Todo el mundo quería una foto conmigo y en mi bolsa ya no cabían las tarjetas de presentación.

      —Yo nada más sueño con que me gano el Melate. Pero ni me gusta porque en la mañana me doy cuenta de que todavía estoy jodido.

      Ella lo vio con severidad. Él bajó la mirada a su vaso.

      —En la galería era como si yo fuera la dueña de lo que estaba ahí: de los cuadros, de la comida, de las personas. Podía gritarle a quien fuera y nadie me reclamaría. Me sentía culpable de tener tanto poder. Cuando me di cuenta, estaba enfrente de cuadro de Hokusai. No recordaba haberlo puesto ahí; ni siquiera tenía que ver con la exposición. Además, era pequeñísimo, casi del tamaño de una postal. Me sentí una niña. ¿Recuerdas cuando éramos chicos e íbamos a casa de nuestra abuela? El cuadro me regresó a esa época. Olía a la albahaca que el abuelo plantaba afuera de la cocina, sentía las uñas llenas de tierra y oía cómo lavaban los trastes de barro. ¿Entiendes? Nuestra madre se acababa de morir y yo me sentía en casa.

      —Nuestra madre no era muy hogareña. La odiaba. Y tú también.

      —Sí, ¿pero te acuerdas por qué? Cuando desperté, traté de recordar algo; por más que lo intenté no pude acordarme de una sola vez que nos gritara o que nos tratara mal. Ni un solo castigo o amenaza. ¿Tú te acuerdas?

      —A todos los niños los castigan y regañan.

      —Tampoco te acuerdas de nada, ¿cierto?

      Él tomó la penúltima galleta de perejil. No le puso brie porque le olió a podrido. La galleta le raspó en la garganta seca. Terminó su trago.

      —No.

      Él sacó unos Delicados de su bolsillo. Ella le entregó un cenicero. Él gastó cuatro cerillos para encender su cigarro. Cuando por fin lo logró, se frotó un ojo; le había entrado humo.

      —¿Nunca te ha pasado que con ciertos olores empiezas a recordar, aunque no sabes bien qué? En el sueño, me pasó algo parecido, pero en la piel. Ese cuadro, esa sensación del tentáculo sobre el clítoris, sobre los labios, adentro de la nariz.

      Él chasqueó la lengua y cruzó las piernas. Apagó el cigarro, que apenas tenía unas cinco fumadas, y encendió otro.

      —De alguna forma, mi cuerpo sabe cómo se siente una ventosa en el pezón, cómo un brazo sin huesos se tensa y luego se relaja. Vi el Hokusai y olvidé que estaba en un museo. Empecé a sentir que un tentáculo me penetraba. Yo quería resistirme,

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