Скачать книгу

a su abuelo que donase una buena cantidad al ayuntamiento de Schuyler Falls, que comprase ordenadores para el instituto… Y Theodore Dalton hizo ambas cosas, pero seguía negándose a dejar el papel de Santa Claus.

      Tom podía tolerar el secretismo, pero no si lo obligaba a ponerse una barriga postiza. Después de todo, como director de los almacenes tenía una reputación que proteger. ¿Y si los empleados lo reconocían bajo el traje rojo y la barba blanca? ¿Seguirían respetándolo? Si Claudia Moore era un ejemplo, tenía razones para preocuparse.

      Nunca había conocido a nadie como ella, nunca había sentido una atracción tan inmediata… ni una irritación tan severa.

      Quizá su abuelo tenía razón; llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. Desde que su compromiso se rompió tres años atrás, apenas tenía vida social. Schuyler Falls era un pueblo pequeño y la mayoría de las chicas solteras, que lo consideraban un partidazo, se dedicaban a perseguirlo. Pero él no estaba interesado.

      Había tenido un par de aventuras desde que rompió su compromiso, pero últimamente quería algo más. No solo sexo, como su abuelo había sugerido, sino algo mucho más profundo. Quería una mujer que pudiera interesarlo fuera del dormitorio, una mujer independiente que fuera un reto para él, que hiciera interesante cada día.

      Tom salió del despacho de su abuelo y se detuvo ante el escritorio de la señorita Lewis.

      —¿Quiere algo, señor Dalton?

      —¿Le importa traerme el informe de la señorita Moore? Debe de tenerlo Robbins.

      —¿No es la joven que contratamos ayer?

      —Esa misma. Dígale a Robbins que quiero también su horario de trabajo.

      La señorita Lewis no disimuló su curiosidad.

      —¿Hay algún problema?

      —En absoluto. Solo quiero echar un vistazo al informe.

      Apenas se había sentado tras su escritorio cuando la señorita Lewis entró con el informe en la mano y una expresión de censura en el rostro. Tom conocía a Estelle Lewis desde que era un niño y tuvo que disimular una sonrisa.

      —No me mire así. Siempre reviso los informes de los nuevos empleados.

      —Solo después de que yo se lo recuerde seis o siete veces. ¿Recuerda la primera regla de los almacenes Dalton?

      —Ahora es la tercera. Mi abuelo ha cambiado el orden.

      La señorita Lewis lo miró, sorprendida.

      —No había sido informada. ¿Por qué no había sido informada?

      —Puede discutirlo con mi abuelo. Ya sabe dónde encontrarlo.

      Ella salió del despacho haciendo un gesto de fastidio y Tom abrió el informe de Claudia Moore.

      Lo primero que encontró fue una copia de su fotografía de carné. Incluso en una foto tan mala estaba guapa, pero la fotografía no mostraba su personalidad, su ingenio, su talento para ponerlo nervioso, su increíble desdén al tratar con quien sería su jefe.

      ¿Qué hacía una mujer tan inteligente trabajando como paje de Santa Claus? Por su currículum podría haber buscado un puesto en la oficina. ¿Por qué trabajar en el escalafón más bajo?

      Tom sacó el horario y vio que empezaba a trabajar a las doce. Quizá pasaría un momento por la segunda planta para comprobar cómo iban las visitas a Santa Claus. No solía ir por allí, pero aquel día había algo mucho más interesante que un montón de críos pidiendo juguetes: Claudia Moore, el nuevo y fascinante paje del hombre de la barba blanca.

      —¿Tengo que ponerme esto?

      Claudia se miró al espejo con cara de horror. El traje, que debía de haber sido confeccionado treinta años antes porque apestaba a naftalina, era una especie de casaca de lana roja con lunares verdes. Y unos leotardos del mismo color.

      —Precioso, ¿verdad?

      Claudia se volvió para mirar a su supervisora, la señorita Eunice Perkins.

      La idea de trabajar como paje de Santa Claus era humillante, pero tener que llevar aquel disfraz sería una tortura.

      —Tiene que haber otra cosa que pueda ponerme. Algo de algodón… o de poliéster incluso.

      La señorita Perkins tomó un gorrito puntiagudo y se lo puso en la cabeza. Genial. Parecía recién salida de una película de Navidad con Robin Hood como protagonista.

      —Theodore Dalton diseñó este traje en 1949. Fue después de la guerra, cuando todos los soldados volvían a casa —explicó Eunice, mostrándole unos botines de fieltro con la punta hacia arriba y adornados con cascabeles—. Aquí están sus botines, querida. Y la etiqueta con su nombre… se llamará Twinkie. También están Winkie, Dinkie y Blinkie.

      —¿Twinkie? ¿Cómo los bollos esos de crema?

      —Es por los niños. Visitar a Santa Claus debe ser algo mágico para ellos —dijo Eunice.

      —Pero yo no tendré que relacionarme con los niños, ¿verdad? No se me dan muy bien. En serio, preferiría limpiar la casita de Santa Claus, quizá patrullar por la planta, hacer recados…

      —Se encargará de dejar pasar a los niños de uno en uno. Mientras tanto, debe entretenerlos, contar chistes, historias de Navidad… ya sabe, para animarlos. No queremos a ningún niño llorando sobre las rodillas de Santa Claus.

      —Hablando de Santa Claus… ¿qué sabe de él? —preguntó Claudia.

      —Lo mismo que todo el mundo. Vive en el Polo Norte con la señora Claus y sus pajes. Tiene un trineo y ocho renos que tiran de él. Es un anciano encantador y…

      —No, no, no. Me refiero al hombre que se hace pasar por Santa Claus. ¿Quién es?

      —El Santa Claus de los almacenes Dalton es el auténtico Santa Claus —contestó Eunice Perkins—. Y no deje que nadie la convenza de lo contrario. Venga, abróchese los botines y vamos a trabajar. Le presentaré a sus colegas.

      Claudia no sabía si rascarse el cuello, porque le picaba la chaqueta… o llorar por el estado en que se encontraba su carrera periodística. Reducida a pasearse por los almacenes con aquel disfraz, reducida a ser llamada «Twinkie» por niños insoportables. Furiosa, se levantó la chaqueta de un tirón para rascarse la barriga.

      —¿Señorita Moore?

      Claudia se dio la vuelta al oír aquella voz familiar. Pero no se molestó en tapar su barriga, a pesar de que Thomas Dalton estaba mirándola. ¿Por qué iba a sentir vergüenza? Ella hacía abdominales todos los días. ¿Y qué mejor manera de ponerlo nervioso que permitirle ver su estómago plano?

      —Me llamo Twinkie —murmuró, echando la chaqueta hacia atrás para rascarse la espalda.

      —Para ser un encantador paje de Santa Claus, parece muy irritada —dijo él.

      Quizá no parecía contenta por fuera, pero estaba encantada de verlo. Después de la entrevista, tuvo la impresión de que le había gustado. Más que eso, que se sentía atraído por ella. Y podía usar eso para conseguir el artículo.

      —Ahora entiendo que tengan que poner un anuncio buscando pajes. Estos disfraces son un crimen. Además de ser alérgica a la lana, los botines me quedan pequeños.

      Y no pensaba añadir que no había encontrado nada para su artículo en veinticuatro horas.

      —Yo creo que está muy guapa.

      Claudia se rascó el hombro derecho.

      —Si has venido para reírte de mí, podrías hacer algo de provecho —dijo, volviéndose—. Ráscame la espalda, por favor.

      —Señorita Moore, no creo que…

      —Hazlo, por favor. Antes de que me vuelva loca.

      Vacilante,

Скачать книгу