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con paso seguro. El agua reflejaba la puesta de sol, rodeada de palmeras y numerosas plantas. Oyó la respiración de su captor y se le aceleró el corazón.

      Se preguntó si estaba excitado. ¿Cómo iba a saberlo? Kasia nunca había estado entre los brazos de un hombre excitado antes.

      «Céntrate, Kasia, por favor».

      Sintió los dedos entumecidos cuando se agarró a la silla, le ardían los muslos después de haber estado, probablemente, varias horas subida a aquel caballo. También le dolía la piel y los ojos, a los que les había llegado la tormenta de arena.

      Tragó saliva e intentó aclarar su mente e idear un plan.

      Si aquel hombre la había salvado de la tormenta, tal vez no quisiera hacerle daño, y ese podía ser un buen momento para empezar a hablarle.

      –Gracias por haberme salvado de la tormenta –le dijo, intentando hablar con autoridad–. Soy muy amiga de la reina y estoy segura de que le recompensará por llevarme de vuelta a palacio.

      Él no respondió, su cuerpo siguió pegado al de ella mientras el caballo se acercaba al borde del agua. Kasia vio una tienda muy grande entre un grupo de árboles. El caballo se detuvo delante de la tienda y ella pensó que se le iba a salir el corazón por la boca.

      El aroma a agua fresca disipó el hedor del caballo y el olor salado del hombre. Kasia lo empujó con el hombro y liberó sus brazos.

      Él volvió a gruñir, pero ella no sintió miedo.

      Era un hombre grande y muy fuerte, capaz de viajar a caballo muchos kilómetros para escapar de una tormenta, pero el modo en que la estaba sujetando no le resultaba amenazador. Kasia se sintió protegida.

      Salvo que volviese a ser por culpa del síndrome de Estocolmo.

      No había hecho ademán de lastimarla. Así que Kasia se aferró a su optimismo, fuese una locura o no, y repitió en narabio la promesa de una recompensa, pero siguió sin obtener respuesta.

      Siguieron a lomos del caballo, en silencio, Kasia muy consciente de cada movimiento del cuerpo que había pegado al suyo.

      Sintió deseo. ¿Cómo era posible? Si ni siquiera sabía si era una buena persona o no.

      Él se movió de nuevo, apartó la mano de su cintura y se dispuso a desmontar.

      Kasia se aferró al caballo haciendo fuerza con las rodillas y agarrándose a la silla. Notó cómo el hombre se deslizaba hacia el suelo y lo golpeaba con todo su peso.

      Ella miró hacia abajo y lo vio tumbado debajo del caballo.

      –Tranquilo, chico –le dijo al caballo, por miedo a que este se asustase y le pisase la cabeza.

      ¿Cómo era posible que se hubiese caído del caballo? ¿Estaría dormido? ¿Era ese el motivo por el que no la había respondido? Debía de estar todavía más cansado que ella después del recorrido.

      Se sintió aliviada y confundida a partes iguales.

      Se inclinó sobre el cuello del animal y agarró las riendas. No había montado a caballo desde que se había marchado de Narabia al Reino Unido a estudiar. Nunca había montado uno tan enorme, pero antes de golpearlo con los talones, volvió a mirar hacia el suelo. El hombre no se había movido, seguía tendido en el suelo. Ella relajó las piernas y, en vez de espolear al animal, se bajó de él.

      Tal vez estuviese loca, tal vez fuese optimismo acompañado de una buena ración de romanticismo, pero no podía dejarlo allí solo. No después de haber pasado varias horas durmiendo entre sus brazos mientras él la apartaba del peligro.

      Aterrizó al otro lado del animal, agarró las riendas y lo apartó del cuerpo inerte del jinete.

      Intentó llevarlo hacia la tienda, pero el animal no se movió.

      –¿No quieres dejarlo solo, verdad?

      El animal balanceó la cabeza, como si estuviese asintiendo.

      «Por favor, Kasia. Los caballos no saben hablar».

      Soltó las riendas y se acercó al hombre con cautela a pesar de que no se había movido. A lomos del caballo le había parecido enorme y tumbado en el suelo se lo seguía pareciendo.

      Una estrella fugaz iluminó la oscuridad del cielo y Kasia dio un grito ahogado cuando iluminó al hombre. El pañuelo negro que cubría su cabeza, la nariz y la boca se le había caído. Tenía el pelo grueso y oscuro, empapado de sudor, y era tan guapo que su belleza le cortó la respiración.

      La imagen se le quedó clavada en las retinas mientras se volvía a hacer la oscuridad. Tenía los pómulos marcados, las cejas negras, la piel morena y unos rasgos perfectos. Una barba de varios días le cubría la parte baja del rostro, pero, incluso así, Kasia no había visto nunca a un hombre tan guapo. Ni siquiera el jeque Zane le hacía sombra.

      «¿Qué importa que parezca una estrella de cine, Kasia? Es un bandido».

      Un bandido que habría podido ser una estrella de cine y que la había salvado.

      Hizo acopio de determinación y se arrodilló a su lado, lo suficientemente cerca para distinguir sus rasgos bajo la débil luz. ¿Por qué le resultaba tan familiar?

      Otra estrella fugaz le iluminó el rostro y a Kasia se le hizo un nudo en el estómago al reconocerlo.

      –¿Príncipe Kasim?

      Rey de Kholadi. Había asistido a la boda de Zane y Cat cinco años y medio antes. Kasia había oído muchos rumores acerca de aquel hombre: era el hijo ilegítimo del viejo jeque y una de sus concubinas, que había sido expulsado de palacio de niño, cuando Zane, el heredero legítimo, había sido apartado de su madre, que vivía en Estados Unidos, para que volviese a Narabia de adolescente. Contaban que Kasim había llegado a la tribu del desierto a la que pertenecía su madre y allí lo habían tratado con el mismo desdén hasta que se había ido abriendo paso en ella gracias a sus habilidades como guerrero, que había ido perfeccionando al tiempo que se hacía hombre.

      A ella le había encantado oír aquellas historias, tan emocionantes y dramáticas, y había visto a Kasim como a un mito, poniéndolo definitivamente en un pedestal tras verlo en persona por primera vez con diecinueve años, en la boda de Zane y Cat.

      Kasim había llegado a palacio vestido con la túnica tradicional negra, seguido por su guardia de honor, y había hecho que se le cortase la respiración a ella y a todas las chicas y mujeres del lugar. Era alto, arrogante, imponente, parte guerrero, jefe, todo hombre, y mucho más joven de lo que ella había esperado. Por aquel entonces debía de haber tenido unos veinticinco años, ya que se había convertido en jefe de los kholadis con tan solo diecisiete. Y, tras años enfrentándose a su propio padre, había negociado una tregua con Narabia cuando Zane había llegado al trono.

      Tras observarlo de lejos durante la boda y alguna otra visita oficial antes de marcharse a Cambridge, Kasia había llegado a obsesionarse con el príncipe guerrero. Sus proezas con las mujeres eran casi tan legendarias como su capacidad en el combate y su agilidad en la política. Kasim había sido un mito para ella, objeto de sus febriles deseos adolescentes, pero en esos momentos era solo un hombre.

      Sintió esa atracción que había estado intentando contener hasta entonces.

      Si lo llamaban «el jeque rebelde era por algo.

      Lo observó, incapaz de creer que lo hubiese apuntado con una pistola. Menos mal que no le había disparado. A pesar de su mala reputación, era un príncipe del desierto. Además, la había rescatado de una tormenta de arena.

      Lo vio parpadear.

      Sus ojos color chocolate se clavaron en ella y Kasia sintió todavía más calor entre los muslos.

      –¿Principe Kasim, está bien? –le preguntó en inglés.

      Repitió la pregunta en narabio, por si acaso.

      Él volvió a gruñir y Kasia se fijó por primera vez en que estaba sudando

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