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En torno a este conjunto ciclópeo de edificios de sillería rectangular se cernía un inexplicable halo de amenaza, análogo al que envolvía las trampas selladas.

      Los jardines eran tan extraños que casi causaban pavor. En éstos crecían desconocidas formas vegetales que sombreaban amplios senderos flanqueados por monolitos cubiertos de bajorrelieves. Predominaba una vegetación criptógama que recordaba a una especie de helechos descomunales, unos verdes y otros de un color pálido enfermizo, como los hongos.

      Entre ellos se alzaban árboles inmensos y espectrales que parecían calamites, y cuyos troncos, semejantes a cañas de bambú, alcanzaban alturas increíbles. También había otros empenachados, como cicas fabulosas, y arbustos grotescos de color verde oscuro, y otros mayores que, por su aspecto, podrían tomarse por coníferas.

      Las flores eran pequeñas y descoloridas, distintas de cualquier especie conocida, y se abrían entre el verdor de los amplios macizos geométricos.

      En unas cuantas terrazas o jardines colgantes se veían otras especies de flores, más grandes, de vivos colores y formas mórbidas y complicadas, producto, con seguridad, de sabias hibridaciones artificiales. Y había ciertos hongos de formas, dimensiones y matices inconcebibles, cuya disposición ornamental ponía de manifiesto la existencia de una desconocida pero indiscutible tradición jardinera. En los grandes parques parecía como si se hubiera procurado conservar las formas irregulares y caprichosas de la naturaleza. En las azoteas, en cambio, se hacía patente el arte del podador.

      El cielo estaba casi siempre húmedo y plomizo, y algunas veces presencié lluvias torrenciales. De cuando en cuando, no obstante, aparecían con fugacidad el sol —un sol inmenso— y la luna, que era distinta a la nuestra, aunque nunca llegué a apreciar en qué consistía la diferencia. De noche rara vez se despejaba el cielo lo suficiente como para dejar a la vista las constelaciones, pero cuando esto sucedió, me resultaron casi irreconocibles. Sus contornos recordaban a veces los de las nuestras, pero no eran iguales. A juzgar por la posición de unas pocas que logré situar, debía hallarme en el hemisferio sur de la Tierra, no muy lejos del Trópico de Capricornio.

      El horizonte se veía siempre brumoso, como envuelto en nieblas fantásticas, pero pude vislumbrar que, más allá de la ciudad, se extendían selvas de árboles desconocidos —calamites, Lepidodendrones, Sigillarias—, que, en la lejanía, parecían temblar engañosamente entre los vapores cambiantes del horizonte. De cuando en cuando, me parecía ver algún movimiento en el cielo, pero en mis primeras visiones no llegué nunca a determinar de qué se trataba.

      En el otoño de 1914 empecé a soñar que flotaba por encima de la ciudad y sus alrededores. Así descubrí que los temibles bosques de árboles manchados, rayados o jaspeados como animales eran atravesados por larguísimas carreteras que, en ocasiones, conducían a otras ciudades parecidas a la que me obsesionaba en mis sueños.

      También vi edificios fantásticos y lúgubres, de piedra negra o iridiscente, situados en regiones yermas donde reinaba un perpetuo crepúsculo, y volé sobre unas calzadas ciclópeas que atravesaban pantanos tan oscuros que apenas podía distinguir su vegetación húmeda y gigantesca.

      Una vez pasé por una inmensa llanura salpicada de ruinas de basalto, erosionadas por el tiempo, y cuyo trazado recordaba el de las oscuras torres sin ventanas de la ciudad, que era mi verdadera obsesión.

      En otra oportunidad, al pie de una ciudad inmensa de cúpulas y arcos fabulosos, batiendo contra un muelle de rocas colosales, contemplé la mar ilimitada y gris, sobre la cual se movían grandes sombras informes y cuya superficie se enturbiaba con inquietantes burbujas.

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