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del «otro lado» está hipertecnologizada, pero cuando los universos entran en contacto y, como ocurre en la cuarta temporada, trabajan en conjunto, esa tecnología avanzada se ve necesitada de la intuición y la experiencia humana de los agentes de este lado –suponiendo que al final se nos esté hablando desde «este» lado– para solucionar algunos casos.

      En el fondo, nos encontramos con una dialéctica entre cuerpo y tecnología, intuición y razón, y con una apuesta al final por un modelo de «tecnología sucia» o «tecnología de segunda mano», que es la que acaba triunfando. Una tecnología que es también una tecnología nostálgica que abre el pasado al presente a través del recuerdo y la afectividad. Recuerdos y memorias que se encontraban sepultados en una especie de «catacumba» de la ciencia moderna que es el laboratorio de Walter Bishop en la Universidad de Harvard. Como los pasajes parisinos que describió Walter Benjamin –y no sé hasta qué punto «Walter B.» es una coincidencia nominal–, el laboratorio de Bishop es un lugar entre dos mundos. Un lugar avanzado y un lugar arruinado. Un lugar donde se iniciaron unos caminos que rápidamente cambiaron de signo y convirtieron ese espacio casi en un cementerio. Una ruina contemporánea. Una ruina que, sin embargo, ahora ha vuelto a la vida. Se podría decir que, si los pasajes y el flâneur eran para Benjamin las figuras obsolescentes de la modernidad, el laboratorio de Harvard y el hippy psicodélico, son para los creadores de Fringe las figuras nostálgicas de la contemporaneidad tecnológica.

      Ese lugar más allá del borde –del límite de la creación humana– se observa sobre todo en la presencia de ciertos dispositivos y tecnologías que están al otro lado de lo humano. Se trata, por ejemplo, de los extraños artilugios de comunicación y observación que utilizan los «observadores», esos personajes siniestros que parecen estar en la tierra desde tiempo indefinido como garantes de un cierto orden entre los universos y que sólo tardíamente –a finales de la cuarta temporada– sabemos que son seres humanos evolucionados que vienen del futuro (Fig. 9). Curiosamente, el aspecto de su tecnología está relacionado también con la tecnología retro-vintage que acarrea ese sentido fetichista-mágico. Pero, sobre todo, el más allá del límite y la relación de la tecnología con la magia y con lo mítico, lo encontramos en la presencia central en la serie de «la máquina», un mecanismo cuyos fragmentos están repartidos en el espacio y en el tiempo y cuyo poder es el de arreglar, pero también el de destruir, el mundo (Fig. 10).

Imagen que contiene persona, interior, corbata, traje Descripción generada automáticamente

      Fig. 9. Fotograma de Fringe. Episodio 3, 2.ª temporada, 2009.

      Fig. 10. Fotograma de Fringe. Episodio 22, 2.ª temporada, 2010.

      En el fondo, esto es de lo que nos habla Fringe, del intento de dar sentido a lo que no lo tiene. Walter Bishop pierde en este universo a su hijo Peter. Y para evitar su muerte en el otro universo, pero en el fondo para aliviar su duelo –que no puede elaborar– lo trae a su mundo para devolverlo al otro universo una vez sanado. Pero el puente entre universos se cierra y Peter se queda en este mundo, de modo que el duelo no se produce y la pérdida se traslada al otro lado. La consecución del goce prohibido, la transgresión de lo más sagrado, el intento de cruzar el límite de lo humano, acaba por desequilibrar el universo. Por eso ahora Peter debe ser borrado. Por eso la melancolía debe ser restablecida, para que el mundo siga sin sentido, porque lo contrario, la plenitud, el conseguir el objeto de deseo –que es Peter, pero que también es el desarrollo de una tecnología babélica–, acaba resquebrajándolo todo.

      El sentido del mundo funciona entonces como el goce lacaniano. O no se llega –no se consigue ser Dios y admitimos nuestro fracaso– o se

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