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por favor.

      Matthieu se la sirvió y le pasó el vaso. Entonces fue cuando ella le espetó sin más:

      –Estoy embarazada.

      Matthieu detuvo la acción de beber a la mitad, y agarró con tanta fuerza el vaso que se le pusieron los nudillos blancos. Su mirada pasó de interrogante a furiosa al instante, y Maria se regañó internamente por no haber tenido el valor de decirlo con más delicadeza, de advertirle.

      –Felicidades. ¿Quién es el afortunado padre?

      Maria frunció el ceño, asombrada y confundida a partes iguales por la pregunta.

      –¿Qué quieres decir? –le preguntó.

      –Bueno, teniendo en cuenta que utilizamos protección todas y cada una de las veces… no puedes aparecer aquí tres meses después de nuestro… encuentro y afirmar que soy el padre de este hijo milagroso.

      Maria estaba sin habla. Había imaginado aquella conversación muchas veces, pero, ¿esto? No era lo que esperaba. ¿Encuentro? ¿Había llamado encuentro a la noche que habían compartido? Ahora estaba enfadada. De todos los sentimientos que había experimentado hasta el momento desde que supo que estaba esperando un hijo, el enfado no había sido uno de ellos. Hasta ahora.

      –Eres un malnacido.

      –Creo que la prensa prefiere llamarme bestia. Pero supongo que este también vale.

      –No tendría que haber venido –dijo como para sus adentros más que para él.

      Pero Matthieu respondió de todas formas.

      –No, seguramente no –afirmó suspirando como si ella fuera un inconveniente, más que la madre de su hijo–. Muchas otras han intentado lo mismo, y créeme, Maria, eran mucho más expertas en el engaño que tú. Y finalmente se demostró que eran unas serpientes mentirosas. Tengo que decir que estoy bastante decepcionado. Pensé que tú eras distinta.

      Maria sacudió la cabeza, asombrada por la hostilidad de su tono de voz. En cuestión de segundos, todo lo que creía que habían compartido, la belleza de aquella noche a la que ella se agarraba, cambió delante de sus ojos y se convirtió en polvo.

      No conocía a aquel hombre. Ella no era nada para él. Y nunca, nunca obligaría a su hijo a tener una relación con alguien así.

      –No tan decepcionada como estoy yo. Espero que tu conciencia sea amable contigo cuando te des cuenta de lo equivocado que estás –afirmó reuniendo la fuerza de la que fue capaz.

      Dejó el vaso sin tocar en la mesita auxiliar, abrió el bolso, sacó la copia de la ecografía y la dejó al lado del vaso. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta

      –Espera.

      –¿Para qué? –preguntó Maria sin darse la vuelta–. ¿Para que me arrojes más insultos? No, gracias.

      –Por favor.

      Ella se giró entonces y lo vio al lado de la mesita, mirando la ecografía.

      –No me mientas respecto a esto, Maria. No me pongas a prueba.

      –Estoy embarazada –repitió ella–. El niño es tuyo.

      –¿Cómo es posible?

      Maria recordó la duda y la confusión que había sentido cuando vio la línea azul de la prueba.

      –Los preservativos tienen un margen de fallo. Yo no estaba tomando ninguna otra medida anticonceptiva –se encogió de hombros.

      –Estás embarazada. El niño es mío.

      María asintió, y Matthieu sintió como si todo el mundo se hubiera salido de su eje. Dirigió la mirada hacia la ecografía en blanco y negro.

      –Lo… lo siento –dijo sumido en un mar de confusión y caos.

      El rechazo instantáneo que había sentido había sido cruel y devastador. Vio cómo Maria palidecía al escuchar sus palabras. Pero no fue eso lo que le convenció de que decía la verdad. Fue la forma en que se dio la vuelta para marcharse, dispuesta a renunciar a él, a su dinero, y al anillo. Un anillo que Matthieu había jurado no colocar jamás en el dedo de ninguna mujer.

      Le hizo un gesto a Maria para que se sentara, y él hizo lo mismo.

      –¿Qué es lo que quieres? –preguntó sosteniéndole la mirada y buscando en sus ojos sus intenciones.

      –Nada –contestó ella, claramente confundida por la pregunta–. Solo quería que lo supieras. Tienes… tienes derecho.

      Matthieu contuvo una risa cínica. Dudaba mucho de la veracidad de aquellas palabras. Tal vez no buscara su dinero o un anillo, pero algo había detrás seguro. Siempre lo había.

      –¿Y has esperado tres meses? –preguntó con tono acusador

      Maria asintió.

      –Los tres primeros meses son… delicados –afirmó sacudiendo la cabeza–. Mira, respeto lo que dijiste de que lo nuestro sería cosa de una noche. Solo he venido para informarte, y para darte la oportunidad de elegir si quieres formar parte de la vida de este bebé o no. Ni más, ni menos.

      Matthieu agarró su vaso para ganar tiempo. Y él nunca necesitaba ganar tiempo porque siempre sabía qué decir, cómo reaccionar. Hasta ahora. Hasta que Maria apareció en su vida.

      –Nos casaremos.

      La expresión de su rostro habría resultado cómica en otras circunstancias. El horror y el impacto arrasaron con la neutralidad que había mostrado unos instantes atrás.

      –No.

      –Me parece que no lo entiendes…

      –No. El que no lo entiendes eres tú –lo atajó ella–. Esa no es la razón por la que he venido. No tengo intención de casarme contigo. No quiero eso, ni tampoco tu dinero. Mi único interés es conocer el nivel de implicación que quieres tener en la vida de mi hijo…

      –De nuestro hijo –la corrigió Matthieu–. Y eso es lo que intento decirte, Maria. Mi interés será profundo, y mi nivel de implicación, total.

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