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de verdad eres un príncipe… ¿cómo es que hasta ahora no me lo habías dicho?

      –Porque no quería que nadie lo supiera. Quería triunfar por mis propios méritos, no por ser quién soy. Por eso todos estos años he utilizado un nombre falso. Nadie del campus lo sabe.

      Por un momento Rachel se preguntó si Mateo no estaría teniendo un brote psicótico. Les había ocurrido a otros científicos que pasaban demasiado tiempo en el laboratorio. Que se hubiera marchado tan repentinamente, y lo de esa supuesta emergencia familiar… ¿Y si todo era producto de su mente?, se dijo mirándolo con espanto.

      Mateo exhaló exasperado.

      –No me crees, ¿verdad?

      –No es eso…

      Mateo puso los ojos en blanco y resopló.

      –¿En serio crees que me lo estoy inventando?

      –Yo no he dicho eso –replicó Rachel en un tono apaciguador–. Lo que creo es que tú «crees» que eres un príncipe…

      Mateo volvió a resoplar y, levantándose, le espetó:

      –¿Te parece que tengo pinta de loco, o que me comporto como un loco?

      Rachel enarcó una ceja.

      –¿Me estás diciendo que de verdad eres un príncipe?

      –Pues claro que es verdad. Y dentro de una semana seré coronado rey.

      Parecía tan seguro de sí mismo, tan arrogante, que Rachel se preguntó si podría ser que realmente le estuviera diciendo la verdad.

      –Pero… aun en el caso de que todo eso fuera cierto… ¿qué tiene que ver eso conmigo? –le preguntó, recordando lo que le había dicho de casarse con ella.

      –Como rey, necesitaré una esposa –le dijo Mateo–. Una reina consorte.

      Rachel sacudió la cabeza.

      –A lo mejor es que soy un poco corta, pero sigo sin entenderlo.

      –¿Corta? Eres la mujer más inteligente que conozco, una científica brillante, muy trabajadora y además una buena amiga.

      Rachel sintió que le ardían las mejillas y casi se le saltaron las lágrimas. Las palabras de Mateo sonaban tan sinceras que la habían conmovido; no recordaba cuándo había sido la última vez que alguien la había alabado de esa manera.

      –Gracias –murmuró.

      –El caso es –continuó Mateo– que tengo que casarme de inmediato, para proporcionar estabilidad a mi país. Y tengo que dar un heredero a la Casa Real.

      Un momento… ¡¿Qué?! Rachel se quedó mirándolo anonadada. Seguía sin poder asimilar lo que estaba diciéndole.

      –¿Y… y quieres casarte conmigo? –le preguntó con incredulidad en un susurro.

      ¿El príncipe de un país extranjero quería casarse con ella? Por algún motivo, en ese momento recordó las crueles palabras que Josh le había lanzado hacía más de diez años: «¿Qué hombre podría desear a alguien como tú?».

      –¿Por qué? –inquirió en un hilo de voz.

      –Porque te conozco. Porque confío en ti. Porque formamos un buen equipo.

      –Sí, pero como compañeros, en un laboratorio…

      –¿Y por qué no al frente de un país? –replicó él, encogiéndose de hombros–. ¿Qué diferencia hay?

      –No estás ofreciéndome la vicepresidencia, Mateo: estás pidiéndome que sea tu esposa. Hay una gran diferencia.

      –No tanta. Solo tendrías que estar a mi lado, apoyándome, ayudándome.

      –Estás hablando de casarnos…

      De pronto su mente conjuró unas imágenes totalmente fuera de lugar: la noche de bodas, un dormitorio a la luz de las velas, la piel bronceada de Mateo deslizándose contra la suya… No, eso solo pasaba en las novelas románticas que leía; Mateo no podía estar refiriéndose a un matrimonio en el sentido pleno de la palabra. Claro que… había mencionado que necesitaba proporcionar al país un heredero…

      –Pues claro, eso es lo que he dicho, que quiero casarme contigo –le reiteró él.

      Rachel lo miró con impotencia.

      –Mateo, esto es una locura.

      –Sé que es algo inesperado, pero…

      –¿Algo inesperado? Tengo un trabajo –lo cortó ella–. ¿Qué esperas, que lo deje?

      Había conseguido su plaza en Cambridge y su puesto de investigadora por sus propios méritos, no por ser la hija del eminente físico William Lewis y su distinguida esposa, Carol Lewis. ¿Esperaba que dejase atrás todo por lo que había luchado para convertirse en un florero?

      –Soy consciente de que lo que te estoy pidiendo es un gran sacrificio –dijo Mateo–, pero como reina se te abrirían infinitas posibilidades: podrías promover entre las chicas las carreras de ciencias, financiar investigaciones científicas, dar apoyo a causas benéficas, viajar por todo el mundo como embajadora de la ciencia…

      –¿De la ciencia o como embajadora política? –replicó ella con voz trémula por la enormidad de todo aquello.

      –Ambas cosas –contestó Mateo–. Como rey una de mis prioridades será promover la investigación científica. Kallyria tiene una universidad en la capital, Constanza. No puede decirse que esté al nivel de Cambridge o de Oxford, por supuesto, pero goza de un gran reconocimiento entre los países del Mediterráneo.

      –Ni siquiera sé dónde está Kallyria –admitió Rachel–. Creo que hasta ahora ni lo había oído.

      –Es una isla, en la parte oriental del Mediterráneo. Fue colonizada por comerciantes griegos y turcos hace más de dos mil años, pero siempre ha sido independiente.

      Rachel sentía que la cabeza le iba a explotar.

      –Pero es que yo no…

      Y entonces, de repente, se abrió la puerta principal y entró su madre, que los miró a Mateo y a ella con una suspicacia hostil.

      –Rachel, ¿quién es este hombre?

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