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de broma. Supresión de todas las contribuciones actuales, sustituyéndolas con el income tax... ¡Ah!, ¡el income tax! Es el sueño de toda mi vida, el objeto de tantísimos estudios, y el resultado de una larga experiencia... No lo quieren comprender y así está el país... cada día más perdido, más pobre, y todas las fuentes de riqueza secándose que es un dolor... Yo lo sostengo: el impuesto único, basado en la buena fe, en la emulación y en el amor propio del contribuyente, es el remedio mejor de la miseria pública. Luego, la renta de Aduanas, bien reforzada, con los derechos muy altos para proteger la industria nacional... Y por último, la unificación de las Deudas, reduciéndose a un tipo de emisión y a un tipo de interés...». Al llegar aquí, tiró Villaamil con tanta fuerza de los pantalones de Luis, que el niño lanzó un ¡ay!, diciendo: «Abuelo, que me arrancas las piernas». A lo que el irritado viejo contestó secamente: «Por fuerza tiene que haber un enemigo oculto, algún trasto que se ha propuesto hundirme, deshonrarme...».

      Por fin quedó Luis acostado. Había costumbre de no apagarle la luz hasta mucho después de dormido, porque le daban pesadillas, y despertándose con sobresalto se espantaba de la oscuridad. En vista de que el primer cabo de vela se apagaba, encendió otro el abuelo, y sentándose junto a la cómoda, se puso a leer La Correspondencia, que acababan de echar por debajo de la puerta. En su febril trastorno, el desventurado buscaba ansioso las noticias del personal, y por una fatal puntería de su espíritu, encontraba al instante las noticias malas. «Ha sido nombrado oficial primero en la Dirección de Impuestos el Sr. Montes... Real decreto concediendo a D. Basilio Andrés de la Caña los honores de Jefe superior de Administración». «Esto es escandaloso, esto es el delirium tremens del polaquismo. Ni en las kabilas de África pasa esto. ¡Pobre país, pobre España!... Se ponen los pelos de punta pensando lo que va a venir aquí con este desbarajuste administrativo... Es buena persona Basilio; ¡pero si ayer, como quien dice, le tuve de oficial cuarto a mis órdenes!...». Tras de la pena venía la esperanza. «Pronto se hará la combinación de personal con arreglo a la nueva plantilla de la Dirección de Contribuciones. Dícese que serán colocados varios funcionarios inteligentes que hoy se hallan cesantes».

      Las miradas de Villaamil bailaron un instante sobre el papel, de letra en letra. Los ojos se le humedecieron. ¿Iría él en aquella combinación? Cabalmente, los amigos que le recomendaban al Ministro en aquella campaña fatigosa, proponíanle para la próxima hornada. «¡Dios mío, si iré en esa bendita combinación! ¿Y cuándo será? Me dijo Pantoja que sería cosa de tres o cuatro días».

      Y como la esperanza reanimaba todo su ser dándole un inquieto hormigueo, lanzose al dédalo oscuro de los pasillos. «La combinación... la plantilla nueva... dar entrada a los funcionarios inteligentes, y además de inteligentes, digo yo, identificados con... ¡Dios mío!, inspírales, mete todas tus luces dentro de esas molleras... que vean claro... que se fijen en mí; que se enteren de mis antecedentes. Si se enteran de ellos, no hay cuestión; me nombran... ¿Me nombrarán? No sé qué voz secreta me dice que sí. Tengo esperanza. No, no quiero consentirme ni entusiasmarme. Vale más que seamos pesimistas, muy pesimistas, para que luego resulte lo contrario de lo que se teme. Observo yo que cuando uno espera confiado, ¡pum! viene el batacazo. Ello es que siempre nos equivocamos. Lo mejor es no esperar nada, verlo todo negro, negro como boca de lobo, y entonces de repente ¡pum!... la luz... Sí, Ramón, figúrate que no te dan nada, que no hay para ti esperanza, a ver si creyéndolo así, viene la contraria... Porque yo he observado que siempre sale la contraria... Y en tanto, mañana moveré todas mis teclas, y escribiré a unos amigos y veré a otros, y el Ministro... ante tantas recomendaciones... ¡Dios mío!, ¡qué idea!, ¿no sería bueno que yo mismo escribiese al Ministro?...».

      Al decir esto, volvió maquinalmente a donde Cadalsito dormía, y contemplándole, pensó en las caminatas que tenía que dar al día siguiente para repartir la correspondencia. Cómo se encadenó esto con las imágenes que en el cerebro del niño determinaba el sueño, no puede saberse; pero ello es que mientras su abuelo le miraba, Luis, profundamente dormido, estaba viendo al mismo sujeto de barba blanca; y lo más particular es que le veía sentado delante de un pupitre en el cual había tantas, tantísimas cartas, que no bajaban, según Cadalsito, de un par de cuatrillones. El Señor escribía con una letra que a Luis le parecía la más perfecta cursiva que se pudiera imaginar. Ni D. Celedonio, el maestro de su escuela, la haría mejor. Concluida cada carta, la metía el Padre Eterno en un sobre más blanco que la nieve, lo acercaba a su boca, sacaba de esta un buen pedazo de lengua fina y rosada, para humedecer con rápido pase la goma; cerraba, y volviendo a coger la pluma, que era ¡cosa más rara!, la de Mendizábal, y mojada, por más señas, en el mismo tintero, se disponía a escribir la dirección. Mirando por encima del hombro, Luisito creyó ver que aquella mano inmortal trazaba sobre el papel lo siguiente:

      "B. L. M.

      Al Excmo. Sr. Ministro de Hacienda,

      cualisquiera que sea,

      su seguro servidor,

      Dios."

      Capítulo 5

       Aquella noche no durmió Villaamil ni un cuarto de hora seguido. Se aletargaba un instante; pero la idea de la combinación próxima, el criterio pesimista que se había impuesto, poniéndose en lo peor y esperando lo malo para que viniese lo bueno, le sembraban de espinas el lecho, desvelándole apenas cerraba los ojos. Cuando su mujer volvió del teatro, Villaamil habló con ella algunas palabras extraordinariamente desconsoladoras. Ello fue algo referente a la dificultad de allegar provisiones para el día siguiente, pues no había en la casa ninguna especie de moneda ni tampoco materia hipotecable; el crédito estaba agotado, y apuradas también la generosidad y paciencia de los amigos.

      Aunque afectaba serenidad y esperanza, doña Pura estaba muy intranquila, y también pasó la noche en claro, haciendo cálculos para el día siguiente, que tan pavoroso y adusto se anunciaba. Ya no se atrevía a mandar traer géneros a crédito de ningún establecimiento, porque todo era malas caras, grosería, desconsideración, y no pasaba día sin que un tendero exigente y descortés armase un cisco en la misma puerta del cuarto segundo. ¡Empeñar! La mente de la señora hizo rápida síntesis de todas las prendas útiles que estaban condenadas al ostracismo; alhajas, capas, mantas, abrigos. Se había llegado al máximum de emisión, digámoslo así, en esta materia, y no había forma humana de desabrigarse más de lo que ya lo estaba toda la familia. Una pignoración en grande escala se había verificado el mes anterior (Enero del 78) el mismo día del casamiento de D. Alfonso con la Reina Mercedes. Y sin embargo, las tres Miaus no perdieron ninguna de las fiestas públicas que con aquel motivo se celebraron en Madrid. Iluminaciones, retretas, el paso de la comitiva hacia Atocha; todo lo vieron perfectamente, y de todo gozaron en los sitios mejores, abriéndose paso a codazo limpio entre las multitudes.

      ¡La sala, hipotecar algo de la sala! Esta idea causaba siempre terror y escalofríos a doña Pura, porque la sala era la parte del menaje que a su corazón interesaba más, la verdadera expresión simbólica del hogar doméstico. Poseía muebles bonitos, aunque algo anticuados, testigos del pasado esplendor de la familia Villaamil; dos entredoses negros con filetes de oro y lacas, y cubiertas de mármol; sillería de damasco, alfombra de moqueta y unas cortinas de seda que habían comprado al Regente de la audiencia de Cáceres, cuando levantó la casa por traslación. Tenía doña Pura a las tales cortinas en tanta estima como a las telas de su corazón. Y cuando el espectro de la necesidad se le aparecía y susurraba en su oído con terrible cifra el conflicto económico del día siguiente, doña Pura se estremecía de pavor, diciendo: «No, no; antes las camisas que las cortinas». Desnudar los cuerpos le parecía sacrificio tolerable; pero desnudar la sala... ¡eso nunca! Los de Villaamil, a pesar de la cesantía con su grave disminución social, tenían bastantes visitas. ¡Qué dirían estas si vieran que faltaban las cortinas de seda, admiradas y envidiadas por cuantos las veían! Doña Pura cerró los ojos queriendo desechar la fatídica idea y dormirse; pero la sala se había metido dentro de su entrecejo y la estuvo viendo toda la noche, tan limpia, tan elegante... Ninguna de sus amigas tenía una sala igual. La alfombra estaba tan bien conservada, que parecía que humanos pies no la pisaban, y era que de día la defendía con pasos de quita y pon, cuidando de limpiarla a menudo.

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