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no quiso que ella ese día lo acompañara a regresar en bicicleta. Prolongó las horas que pasaba sumergido mirando correr los peces entre las algas y relajando las cargas de kilómetros de sus piernas con el golpeo de las suaves olas del final del crepúsculo.

      —Hay plena luna esta noche, dijo Melusina sacudiéndose el pelo, y Sinesio vio unas gotas resistentes formando dos hileras de agua que penetraban en dirección a la entrada de su sexo insinuadamente bermejo.

      Georges se había ido por la tarde a Bruselas y el final de lo más difícil había parcialmente terminado. Melusina se puso de rodillas y se inclinó a besarlo. Hilachas del pelo rubio acariciaron la cara y los ojos ahora cerrados de Sinesio que pensó, sintiendo sus labios, que ya faltaba poco, coño, y ella está tan buena, y su viaje y después el mío están ahí, cerca.

      Continuaron besándose y aunque cambiaran constantemente de posiciones, Sinesio no pudo ver esa noche, ni siquiera con la luz de la luna, el tatuaje violáceo de una copa que Georges había grabado sobre la nalga izquierda de Melusina.

      —La próxima noche la pasaremos juntos en Brujas, le dijo Georges, entonces te grabaré la otra copa y te haré muchas fotos.

      La lengua de Sinesio descendía la espalda de Melusina como un diestro depredador de medianoche –hago un esfuerzo por comparar yo, el narrador–, y anunciaba en las sinuosidades claroscuras de su bajada, el asalto a su isla posterior. Cerrando los ojos ella maldijo tener que recordar, en medio del goce trasero de la lengua embarrada de miel de abeja de Sinesio, las punzadas del tatuaje de Georges en una casa colonial de Trinidad.

      II

      Aquiles y La Serpiente vendían cuadros, muebles, lámparas, jarrones, monedas, espejos, relojes, y todo cuanto pudiera considerarse una antigüedad con hipotético valor artístico. Como la competencia había aumentado a pesar de las prohibiciones oficiales, Sinesio era ideal en la búsqueda callejera de nuevos clientes, tomando además los riesgos de los primeros contactos y de las posibles denuncias de vigías al servicio del gobierno. De esta manera Sinesio fue el primero de los personajes de esta historia en conocer personalmente a Georges.

      Sentados en dos sillones muy cerca el uno del otro en una casa elegida para las entrevistas iniciales, Sinesio comenzó los primeros pasos de kilométricos bojeos dirigidos a adivinar si el recién llegado tenía o no un billete largo. Con Aquiles, Sinesio había aprendido a escrutar los detalles indiscretos de la indumentaria de los compradores. Según las instrucciones de su amigo y jefe, esos detalles se denunciaban en tres o cuatro objetos; el metal, los grabados y la figura de la fosforera, la suela y el material de los zapatos, y la forma y la marca del reloj y el bolígrafo, si era el cliente quien escribía algo sobre un papel.

      Sinesio se limitó a hacer una introducción sobre el arsenal de piezas con que contaban ese mes. Georges preguntó si podía fumar –claro, claro, sin problemas, dijo el maratonista, así puedo ver la fosforera, pensó–. La fosforera era dorada – ¿de oro? – y el cigarro no era un cigarro, sino un tabaco Romeo y Julieta. Sinesio buscó el reloj. Georges llevaba puesto un pullover blanco con un chaleco de anchos bolsillos de explorador de los años 20 y de un hombro colgaba la correa de una cámara fotográfica. El reloj era pequeño, rectangular y de manilla de cuero. No parece bueno, se dijo Sinesio, pensando en Seikos, Citizens, o el Rolex de pulsera metálica de Augusto, el cubano de Miami que viene a cada rato vía México a comprar los cuadros que queden en la isla de Amelia Pelaéz, Servando Cabrera y otros pintores cubanos.

      —No es un cuadro lo que busco por ahora, aclaró, sino una copa, es decir la escultura de algo que se puede considerar una copa.

      Sinesio se puso rápido para otra cosa porque se dio cuenta que el asunto quedaría directamente en manos de Aquiles –que coño sé yo de copas, las únicas copas que conozco son los trofeos de atletismo– y se le ocurrió, sin embargo, que, si el belga no es maricón puedo ocuparme de buscarle una niña, porque si lo es, mis socios se encargarán del resto.

      Dos días después Aquiles le aclararía las cosas. El belga no era homosexual, parecía tener muchísimo dinero, y no lo había jineteado nadie todavía. Ah, y lo de belga es relativo, él es hijo de española con francés, nació en España, pero pasó la mayor parte de su vida en París, hasta hace unos años, cuando se quedó viudo y se fue a vivir a Brujas, una ciudad de Bélgica que se considera la Venecia del norte, concluyó. La suma de esos detalles llevó a Sinesio a tomar una decisión aparentemente drástica y exclusiva, y en el fondo individualista: arriesgar a Melusina.

      Las reuniones se sucedían sin avanzar gran cosa en la búsqueda de la copa. Aquiles en su tiempo de anticuario criollo había enfrentado caprichosos encargos de clientes caídos en La Habana desde las geografías más recónditas; un neoclásico reloj de péndulo fabricado en Viena e identificado por la firma de un tal Roy, un manuscrito de un tal Lorenzo Da Puente –¿o de Ponte?– el libretista de Mozart y autor de Las bodas de Fígaro, un libro enorme de un tal Milin consagrado a los jarrones etruscos encuadernado por Doll –encontrado por fin en Cienfuegos después de mucho correcorre, recordó Aquiles–, unos bocetos de Durero y un dibujo del libro de un alquimista alemán nombrado Lambsprinck –o algo por el estilo–, una carta de Humboldt a Goethe fechada en La Habana, uno de los planos del arquitecto Antonelli, manuscritos de poemas eróticos de Lorca, y un sinfín de cuadros de Picasso, Degas, Murillo, Modigliani, y de decenas de pintores cubanos, nunca seguros, tratándose de cuadros, de garantizar la paternidad de los mismos, porque hábiles falsificadores han hecho de la copia de clásicos un nuevo arte nacional de sobrevida.

      Todos coincidieron en que llevaría mucho tiempo localizar esa dichosa copa, al parecer –se explicaba Georges– llevada en la valija diplomática del Vaticano a La Habana por un francés y un colombiano calvo residente en Bruselas, para ser vendida a coleccionistas privados por intermedio de un funcionario del gobierno cubano.

      Fue Sinesio quien le abrió la puerta a Melusina fingiendo ambos un saludo de conocidos de vista, antes de ser presentada a Georges. El maratonista siguió las reacciones del casi belga, y se dijo que si no encontraban la dichosa copa, algún otro trofeo y unos cuantos dólares deberían quedar de la visita de Georges.

      III

      Ella había limitado sus territorios a la prohibición de acceso a ciertas zonas de su cuerpo y al cuarto alquilado. Desde que César se fue a México ella comenzó a decorarlo con los resultados de botines imprevistos, aun cuando todo lo que representara permanencia le desagradaba. Lo más llamativo era un afiche gigante de Madonna colgado detrás de la cabecera de la cama, regalo de Douglas, el canadiense. Las paredes eran de un blanco forzado de visibles capas de pintura de cal que trataban de borrar viejos grafitis y la humedad de las paredes. Sobre las frases y versos escritos por César y sus amigos en las épocas antes y post Melusina, ella había pasado varias manos de pintura hasta llegar a tapar casi por completo los residuos de la escritura.

      Esa noche le tocaba quedarse en el cuarto y al ver que no llegaba, él temió que ella hubiera olvidado su noche semanal compartida, o que se hubiera ido sin estratégicas introducciones a acostarse con el belga. Puso una casete de Feliciano y se quedó sentado en la cama viendo las luces que entraban por la ventana entreabierta.

      Cuando Sinesio explicó que debía irse –dejando el campo libre a la acción– Aquiles le propuso a Melusina y a Georges caminar un poco por La Habana Vieja. La mirada que quiso creer nerviosa de Georges al ser presentados, le adelantaba una debilidad a explotar con sus encantos. No hay por qué apurarse, éste es un pálido culturoso que por lo que dice, parece hacer el negocio más por enredadas aficiones culturales que por dinero.

      Georges motivado por una lejana semejanza con su esposa –si la imaginaba con otras ropas, otro corte de pelo y Brujas de escenografía– una vez solos le dio más detalles de su viaje. Le explicó que un grupo de fanáticos del poeta Gérard de Nerval buscaba con desespero la susodicha copa que representaba no sé que oscuro mensaje de despedida. La copa es menos una joya escultural atribuida sin mucha convicción a un tal Jean du Seigneur, que un símbolo de la asociación parisina de lectores ocultistas de Nerval, encargada de pagar mi viaje. Eso sí, nada comentó sobre la significación alquímica que otorgaban a dicha copa los contemporáneos descifradores

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