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      Karen se sentó en una silla de la cocina del único hogar que había conocido, en el corazón profundo de Montana. Tenía la cabeza llena de demasiadas preguntas sin respuesta y demasiados recuerdos. ¿Conoció su padre la existencia del diario que Karen había encontrado entre las pertenencias de su abuela? ¿Habría sido consciente del engaño antes de morir? ¿Se habría enterado de que nació en una acaudalada familia de Massachussets y que la mujer a la que siempre consideró su madre lo raptó, y que no se llamaba Timothy Rawlins sino Luke Barone?

      Karen dejó el periódico a un lado, consciente de que nunca obtendría todas las respuestas que ansiaba. Todos los que sabían la verdad estaban muertos: Sus abuelos, que habían fallecido con pocos meses de diferencia dos años atrás mientras dormían, y sus padres, muertos el año anterior en un tremendo accidente de tráfico.

      Si Karen no hubiera roto su compromiso con Carl le habría resultado más fácil enfrentarse al dolor abrumador por tanta pérdida y a la aparición de un nuevo árbol familiar. Pero aquello había sido en realidad una bendición. Prefería vivir sola siempre que pudiera llevar la vida que quería. Pero Carl tenía otras ideas, ideas que incluían controlarla. Él quería una esposa que renunciara por él a tener una vida propia, no una esposa con sueños, opiniones y metas profesionales. Ella se había negado a decir adiós a sus ilusiones.

      Karen colocó las manos en la taza de café para entrar en calor, a pesar de que en el exterior el mes de junio se mostraba cálido y maravilloso. Y sin embargo, ella sentía un frío que le calaba hasta los huesos incluso en aquella cocina tan hogareña y confortable que olía a limón. Porque se encontraba muy sola.

      No hacía falta decir que aquel no había sido un año glorioso para Karen Rawlins. Se le ocurrió pensar entonces que no tenía ninguna razón para quedarse en Silver Valley. Aquel pueblo de un solo semáforo no tenía nada que ofrecerle excepto recuerdos agridulces y la certeza de que muchas cosas que pensaba de su familia, de su legado, eran falsas, a excepción del hecho de que sus padres y sus abuelos la habían querido sin reservas.

      Tal vez en Boston la aguardaran más oportunidades. Oportunidades excitantes. Un lugar donde empezar de cero y crecer. Karen decidió entonces ir en busca de los Barone y contarles los detalles que sabía sobre su hijo desaparecido con la esperanza de que la recibirían con los brazos abiertos y la mente abierta.

      Encontraría un buen trabajo y tal vez algún día podría fundar su propia empresa de decoración de interiores. Se construiría una buena vida. Una nueva vida. Y para llenar el hueco que tenía dentro del alma, intentaría también tener un hijo, alguien que la quisiera sin condiciones.

      No, no había sido un año glorioso para Karen Rawlins, pero podía serlo a partir de aquel momento. Lo sería. Dependía de ella hacerlo realidad, y conseguiría todos sus objetivos sin la ayuda de ningún hombre.

      Capítulo Uno

      «Maldición, él otra vez».

      Karen Rawlins se golpeó con el codo en la caja registradora de la afamada heladería Baronessa, perteneciente a los Barone, y reprimió un quejido que hubiera podido escucharse por encima de la música de ópera que salía a través de los altavoces de la tienda. También se contuvo de soltar una retahíla de palabrotas dirigidas al hombre que estaba sentado en el taburete de la esquina, al lado del ventanal. Un hombre que parecía un reflector de luz en medio de la decoración sencilla y tradicional de aquella heladería italiana.

      Karen se jactaba de tener ojo de diseñadora, y aquel hombre estaba diseñado a la perfección. Su aspecto exótico componía el retrato perfecto de un extranjero misterioso.

      Pero el jeque Ashraf Saalem no era un extraño para Karen. Lo había conocido hacía un mes en la fiesta de bienvenida que los Barone habían celebrado en su honor. Y sí, le había parecido educado, bastante carismático, por no decir muy carismático, pero demasiado seguro de sí mismo para el gusto de Karen. Por lo que ella sabía, el exceso de confianza era sinónimo de control. Y no estaba interesada en hombres controladores por mucho que pudieran hacer estremecer a una mujer con una mirada. Y eso que la última vez que estuvo cerca de él el jeque le había dedicado varias. Karen tampoco había sido capaz de olvidar la otra cosa que le había dado aquella noche.

      Un beso.

      Un beso de los que provocaban que una mujer perdiera el sentido. Un beso imposible de olvidar.

      Pero Karen tenía que olvidarlo, e ignorar a aquel hombre, sobre todo en aquellos momentos. Tenía que ignorar sus miradas penetrantes y aquellos ojos tan oscuros como el café expreso de Baronessa. No era una misión fácil aunque él hubiera cambiado su atuendo tradicional árabe por la vestimenta occidental: traje de chaqueta en seda beige y jersey de cuello vuelto tan negro como su sedoso cabello. Tenía el aspecto de un hombre de negocios cualquiera tomándose un respiro en medio del agitado mundo de las finanzas. Pero no era cualquier hombre, un hecho que a Karen le había quedado meridianamente claro desde el momento en que lo conoció… y lo besó.

      Tras dirigirle otra mirada furtiva, Karen volvió a colocar los cuencos de helado en línea bajo el mostrador. Su trabajo en la heladería, codo a codo con su maravillosa prima Maria era muy agradable. Hacía casi un mes que había sido recibida con los brazos abiertos por la familia, había aceptado el puesto de asistente de dirección y a cambio había ganado un buen puñado de parientes y un acogedor apartamento que había pertenecido a su prima Gina. Ahora que su vida estaba de nuevo encarrilada, no tenía desde luego tiempo ni ganas de distraerse con un hombre, ni aun cuando se tratase de un príncipe carismático.

      Como si su fuerza de voluntad se hubiera ido de la tienda sin ella, Karen volvió a mirarlo a escondidas. ¿Cómo iba a ignorar su presencia si la tienda estaba prácticamente desierta a aquella hora de la tarde? La gente había regresado a sus trabajos después de la hora del almuerzo. Todos excepto el jeque. Él era el único cliente a excepción de una pareja que estaba en el otro extremo, haciendo manitas y susurrándose cosas al oído.

      –Ya veo que tienes visita.

      Karen apartó la vista del dúo romántico y la fijó en la sonrisa maliciosa de Maria.

      –¿Por qué no me has avisado de que estaba aquí? –le preguntó Karen con más irritación de la que le hubiera gustado.

      Pero la imagen de aquella pareja haciéndose arrumacos la había puesto de mal humor. Igual que la súbita aparición de Ashraf ibn-Saalem.

      –Estabas abajo cuando llegó –dijo Maria–. Y no me imaginé que tuvieras tanto interés.

      –Y no lo tengo –aseguró su prima limpiando con rabia el mostrador de mármol aunque estuviera impoluto–. Por lo que a mí se refiere es sólo un cliente más tomándose un café.

      Maria avanzó hacia Karen y dirigió una mirada nada discreta en dirección al jeque.

      –Tengo la impresión de que no ha venido sólo a tomar café, ni tampoco un helado –aseguró inclinándose hacia ella en un susurro–. Teniendo en cuenta el modo en que te está mirando, creo que está interesado en otro tipo de postre, no sé si me entiendes.

      Karen entendía perfectamente lo que su prima quería decir, y no tenía intención de ser el caramelo del jeque, ni en aquel momento ni nunca. Se giró dándole la espalda a la barra y lanzó una rápida mirada por encima del hombro.

      –No me está mirando de ningún modo. Está leyendo el periódico.

      –Finge que lee el periódico, pero está mucho más interesado en ti.

      Karen se subió las mangas de su camisa blanca y consultó el reloj, más por nerviosismo que por conocer la hora. Aunque tenía una cita. Una cita muy importante.

      –¿Es que no tiene trabajo?

      –Claro que sí, y muy bueno. Al menos eso me contó Daniel. Es consultor financiero o algo parecido. Viaja por todo el mundo.

      Daniel, otro de los primos de Karen, era hijo del hermano gemelo de su padre, Paul, y el

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