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sacar de su matrimonio. Pero, en cualquier caso, él no era el monstruo que decía la prensa. Si lo hubiera sido, habría destruido su montaje. A fin de cuentas, solo tenía que pedir una prueba de paternidad.

      –Me estás utilizando para salir de un lío, Minerva –le recordó–. Habría sido mejor que te sedujera en su momento. Yo te habría ofrecido el matrimonio directamente y, desde luego, no soy ninguna amenaza.

      –Claro que lo eres.

      –¿Para quién?

      –Para la decencia.

      Justo entonces, Robert King abrió la puerta y entró en el despacho.

      –Tenemos que hablar –anunció.

      –Si quieres hablar con Dante, puedes hablar delante de mí –dijo su hija.

      –No, creo que no –replicó su padre.

      –Y yo creo que sí.

      Robert suspiró y cerró la puerta.

      –Está bien, si te empeñas… ¿Cómo te atreves a abusar de mi hospitalidad, Dante? Min es una niña comparada contigo.

      –¿Por qué te enfadas ahora? No te enfadaste cuando me presenté con la niña –declaró Minerva.

      –¿De qué habría servido que me enfadara? Te fuiste a ver mundo sin molestarte en consultarlo conmigo, y luego volviste con esa criatura. Pero nadie puede cambiar el pasado –alegó su padre–. No, no estoy enfadado contigo, sino con él.

      –Eso no tiene ni pies ni cabeza –dijo su hija.

      Dante no dijo nada, pero pensó que el enfado de Robert era perfectamente lógico. En primer lugar, porque sacaba trece años a Minerva; en segundo, porque tenía más experiencia que ella en todos los sentidos y, en tercero, porque había traicionado a los King; al menos, teóricamente.

      –Dime que no te aprovechaste de ella cuando era más joven –bramó Robert–. Dímelo.

      –Nunca me habría aprovechado de Min –afirmó Dante–. Nunca abusaría de tu confianza.

      –Pues los hechos dicen lo contrario.

      –Estás equivocado, papá. Dante no me sedujo a mí. Fui yo quien lo seduje a él.

      Los dos hombres se la quedaron mirando, y Dante estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Quién habría creído que aquella chica de vaqueros anchos y jersey excesivamente grande podía seducirlo? Tenía aspecto de universitaria. Y, en cuanto a él, jamás habría seducido a una temblorosa virgen.

      –Fue la noche de mi fiesta de despedida, antes de que me fuera al extranjero –continuó ella–. Estaba bastante borracho.

      Dante la maldijo para sus adentros, ¿Borracho, él? Estaba absolutamente sobrio y, por si eso fuera poco, en compañía de una rica heredera.

      –Dante me ha gustado siempre –prosiguió Min–. Y, como me gustaba, me metí en su habitación y… bueno, me aproveché de él.

      –Deja de decir tonterías, Min –protestó Dante.

      –¡Es la verdad! Te seduje –insistió–. Y me sentía tan mal por haberte seducido que, cuando descubrí que estaba embarazada, intenté ocultarlo.

      –¿Y por qué lo has anunciado por televisión? –preguntó su padre.

      –Bueno, es que… –empezó Minerva, buscando rápidamente una excusa–. Es que no he tenido más remedio. Intenté hablar con él, pero no respondía a mis llamadas. Imagino que estaba avergonzado.

      –¿Avergonzado yo?

      –Sí, de haber estado borracho y no haber podido reaccionar. Al fin y al cabo, no es propio de ti –respondió.

      Robert, que no sabía dónde meterse, se giró hacia Dante y lo miró con incomodidad. Su enfado había desaparecido por completo.

      –Supongo que harás lo correcto, ¿no? –dijo.

      –Por supuesto.

      –¿Qué es lo correcto? –preguntó Minerva.

      –Casarse contigo, obviamente.

      –Le he ofrecido matrimonio poco antes de que entraras en el despacho –le informó Dante–. Pero tu hija es muy obstinada. No parece consciente de las consecuencias de sus actos.

      –Pues hazla entrar en razón.

      –¡Deja de comportarte como un tirano, papá! No te pega.

      –Quizás no le pegue a tu padre, pero me pega a mí, cara mía –dijo Dante.

      Min le lanzó una mirada cargada de rabia, lo cual le sorprendió, porque siempre lo había mirado con timidez. Pero la persona que estaba ante él ya no era una niña, sino una mujer fuerte y desafiante que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por Isabella.

      Al pensar en la niña, se preguntó cómo era posible que Minerva tuviera algo que ver con un tipo del crimen organizado. ¿La habría seducido? ¿Lo habría seducido ella? ¿Habría un fondo de verdad en la absurda historia de que se había metido en su cama para aprovecharse de él, aprovechando que estaba supuestamente borracho?

      Minerva tenía veintiún años, pero no le daba la impresión de que su experiencia con los hombres fuera larga o intensa. Aunque, por otra parte, podía estar equivocado. A fin de cuentas, se había presentado con un bebé y había anunciado públicamente que él era su padre. Quizá no la conocía tan bien como creía.

      –Tu madre quiere hablar contigo –dijo Robert.

      –Y supongo que Maximus querrá hablar conmigo –intervino Dante.

      Robert lo miró con intensidad.

      –Sí, supongo que sí. Pero, si te vas a casar con ella… ¿Te has dado cuenta de que ese matrimonio pondrá King Industries en tus manos?

      –Sí, ya lo había pensado –replicó, sin molestarse en disimular.

      –Si las circunstancias fueran distintas, desconfiaría de ti –le confesó Robert–. Pero no preguntaste por el bebé, ni hiciste esfuerzo alguno por saber si era tuyo.

      –Porque no pensé que fuera mío –declaró Dante–. Y no, huelga decir que yo no he tramado esto.

      Dante sonrió.

      –No, claro que no. Si lo hubieras tramado tú, habría sido más limpio y directo.

      –Al menos, estamos de acuerdo en algo.

      –En fin, os dejaré en paz un rato. Pero espero que os caséis tan pronto como sea posible, Dante. No quiero que la reputación de mi hija acabe por los suelos. Diremos que Minerva guardó en secreto a la niña porque tenía miedo de que no quisieras reconocerla, y que cuando tú descubriste la historia…

      –No es una historia –lo interrumpió Dante–. Es la verdad.

      Robert no se molestó en discutir. Salió del despacho, cerró la puerta y los dejó a solas.

      –Eres tonta, Minerva. ¿No pensaste que tendrías que casarte conmigo?

      –No, no creí que mi padre quisiera forzar el asunto. Reaccionó con tanta naturalidad cuando me presenté en casa con Isabella que ni siquiera se me pasó por la cabeza. Pensé que no le importaba, que le daba igual que hubiera tenido un bebé con un desconocido.

      –Claro, porque no podía obligar a un desconocido a casarse con su hija. Pero yo no soy un desconocido, Min. Tendrías que haberlo imaginado.

      –Sí, puede que tengas razón… pero, cuando Carlo me envió ese mensaje, me entró pánico e hice lo primero que se me ocurrió, es decir, ponerme delante de las cámaras. Y no me arrepiento. Ni siquiera ahora.

      –Excelente. Me alegra que estés tan dispuesta a meterte en la trampa que tú misma has montado –replicó.

      –¿Cuánto

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