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de arriba. ¡Mucho más!

      Hope se miró y estuvo a punto de dar un traspiés. Ella usaba una talla de sujetador más grande que la mayor parte de las mujeres de su estatura. Recordaba perfectamente cómo se le quedaban mirando los chicos en el instituto.

      –Algún día tendrás que contármelo –dijo Melody.

      –¿El qué? –preguntó Eddie.

      –Eso de ser… –comenzó a decir la niña.

      –Eso tendrá que explicártelo tu madre –alegó Hope dando por terminada la conversación. Era lo último: darles una clase sobre sexo. Tenía veinticuatro años, pero aún se sentía cohibida al hablar de ese tema–. Mi madre me lo explicó todo cuando cumplí los trece.

      –¿Explicar qué? –insistió Eddie.

      –Cosas de chicas –contestó su hermana.

      –Esta es tu habitación, Hope –dijo Eddie agarrando el picaporte.

      –No, esa no –dijo Melody–, la siguiente, la que tiene cuarto de baño.

      Eddie se encogió de hombros, cerró la puerta de un golpe y siguió por el pasillo hasta otra puerta más allá. Iba a tener su propio baño, era estupendo. El corredor era largo y recto, casi tan largo y estrecho como la pista de una bolera, y tenía ocho o nueve puertas cerradas que impedían que le llegara la luz y una pequeña y sucia ventana en cada extremo. Aquel lugar necesitaba una buena limpieza. Eddie abrió la puerta siguiente y la hizo entrar en una habitación decorada en marrón. Luego miró a su alrededor como si no pudiera creerlo.

      –¿Esta? –le preguntó a su hermana. La niña asintió. Eddie se encogió de hombros y soltó la bolsa de Hope–. Vamos –le ordenó a su hermana.

      Ambos bajaron al salón, la niña lo seguía sin pestañear. Rex se puso de pie para seguirlos.

      –¡Rex! –lo llamó Hope. El perro se detuvo, miró a su alrededor y volvió a su lado–. ¡Condenado perro! –Rex giró una o dos veces sobre sí mismo y se dejó caer en la alfombra–. Bien, desharé la maleta, tomaré una ducha y miraré a ver qué pongo de comida.

      Deshacer la maleta le llevaría poco tiempo: apenas llevaba dos o tres cosas, pero en cuanto a la comida… ¿Sándwiches y leche, quizá? Algo así, pensó. Era fácil contentar a los niños.

      Hope se quitó el suéter y se desabrochó la blusa. Entonces escuchó un estruendo. Primero un golpe, y después una especie de ruido continuo, como si algo estuviera rodando. Melody gritó. Eddie gritó pidiendo ayuda. Rex se puso en pie y miró hacia la puerta. Hope se tomó unos segundos y por fin salió al pasillo justo cuando la bola que rodaba por él chocó contra la pared del fondo. La casa tembló.

      La camisa, abierta, cayó al suelo. Los niños estaban de pie frente a ella, agarrados de las manos.

      –Ha sido un accidente –afirmó Melody.

      –Ha sido ella –dijo Eddie señalando hacia el rincón.

      Junto a la pared, una enorme bola de jugar a los bolos.

      –¡Dios mío! –suspiró Hope.

      –¡Dios mío, es cierto! –exclamó el tío Ralph bajando las escaleras desde la tercera planta–. Te he dicho que vigiles a Eddie.

      –¡No me digas! ¿Y por qué iba a querer un niño de su edad hacer una cosa así?

      –¡Pero si yo no he sido! –insistió Eddie.

      El tío Ralph esbozó una expresión de confusión. Melody, sintiendo que necesitaba protección, se agarró a la pierna de Hope con ambos brazos.

      –¡Yo no he sido! –exclamó.

      –Por supuesto que no –aseguró Hope.

      –Bien, tengo trabajo –dijo el tío Ralph. Acto seguido se dirigió hacia la escalera y comenzó a subir, pero enseguida añadió en voz baja, para que no lo oyeran los niños–: Señorita Latimore, apreciaría mucho que no volvieras a aparecer casi desnuda delante de los niños.

      –¿Cómo? –preguntó Hope–. ¡Ah, es cierto! –añadió mirándose y ruborizándose.

      Llevaba lo mismo que hubiera llevado en una playa: bragas, sujetador y falda. Y era una suerte, por lo general nunca llevaba sujetador. Prefería la ropa suelta, grande, y con sus pechos firmes y bien desarrollados el sujetador resultaba innecesario. Hope miró a Ralph deseando que desapareciera de su vista.

      –Sí, es cierto –repitió él con una media sonrisa–. Por mí ya te lo puedes imaginar, no tengo ninguna objeción, pero Eddie y Melody son…

      –¡Cállate! –gritó Hope–. Yo no soy… soy… ¡ha sido un accidente!

      Los dos niños soltaron una risita nerviosa.

      –Te lo dije, ¿a que son grandes? –añadió la niña.

      El tío Ralph subió las escaleras sin dejar de reír. Hope miró entonces a los niños, y estos dejaron instantáneamente de reír. Se retiró a su habitación y cerró la puerta de un golpe. Se dejó caer sobre la cama y apretó los puños.

      –Dejaré este estúpido trabajo –se dijo en voz alta para sí misma–. ¡No tengo por qué aguantar este…! –golpeó los puños contra la pared–. ¡Tendría que haberle pegado! ¡Hace diez años, en aquel baile, tendría que haberle pegado!

      Ralph Browne, el chico que la había puesto en ridículo hacía diez años. Hubiera debido de… matarlo. ¡Rasgarle el vestido en mitad de la pista de baile! ¡Y en aquella ocasión no llevaba sujetador! ¡Y él, muerto de risa! Bueno, después de ponerle el ojo morado ya no rio más. Poco después él se lo había explicado todo al director del instituto como si fuera un accidente, y a ella la habían echado de clase durante una semana por pegarlo. ¡Era un monstruo!

      Tomaría una ducha y se cambiaría de ropa. Y luego lo impresionaría con una comida como jamás la había imaginado. Ese era un buen plan. Hope entró en el baño, tiró la ropa al suelo y abrió el grifo del agua caliente. Se lavó, se calmó y, media hora más tarde, salió de la ducha.

      Las toallas colgaban de una percha. Tiró de una de ellas y se secó. Salió del baño con la toalla colgada de una mano arrastrándola por el suelo. Sin embargo, tras dar tres pasos en el dormitorio, comprendió que había cometido otro terrible error. Había un hombre en calzoncillos a los pies de la cama, silbando. ¡El tío Ralph!

      –¿Qué…? –gritó.

      Él se dio la vuelta.

      –Bien, preciosa, no cabe duda, pero no hacía falta que te tomaras tantas molestias.

      Hope pareció quedarse helada. Jamás en su vida había compartido un baño con un hombre, y menos aún con uno medio desnudo, dispuesto para recibir un puntapié. Bueno, al menos desde que Michael tenía dos años. Hope respiró hondo.

      –¡Sal de mi habitación! –gritó.

      Él sonrió. Hope agarró la toalla y trató de taparse.

      –Debe ser un error –rio él–. Ocurre que esta es mi habitación, y si de verdad quieres taparte, súbete más la toalla.

      Hope miró para abajo. Tenía razón. Airada, subió la toalla.

      –¡Sal de mi habitación! –repitió Hope ajustándose la toalla.

      –Deja que te lo repita, esta es mi habitación.

      –Tu sobrino…

      –Sí, ya veo –contestó él mirando a su alrededor como si buscara algo–. Ya discutiremos sobre eso más tarde, en cuanto encuentre mis pantalones.

      Hope suspiró frustrada y se retiró al baño cerrando la puerta de golpe.

      –Supongo que eso significa que no me encuentras atractivo, ¿no? –inquirió él medio riendo

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